“Las temporadas estivales en Mar del Plata se habían convertido, como se decía entonces, en un rito obligado y complemento indispensable de la vida aristocrática de Buenos Aires”.
“Mar del Plata es accesible a todos los bolsillos, tanto al del millonario, que va a instalarse en medio de un lujo asiático en un departamento del Bristol Hotel, cuanto al modesto empleado de comercio, que lleva su equipaje a un hotel de cuarto orden, donde por cinco pesos resuelve la situación, aparte de comparecer después en la Rambla, con aire de rentista en busca de distracción” (Francisco Scardin).
“¿Es que queda alguien en Buenos Aires?” (Revista Rico Tipo, 28/1/1948.
Estos extractos pertenecen a Mar del Plata. Un sueño de los argentinos (Edhasa, 2019), de los consagrados Elisa Pastoriza y Juan Carlos Torre [1], en el que la historia social de esta ciudad estival por excelencia aparece notablemente retratada en sus 360 páginas. Un trabajo de reconstrucción histórica, documentado con testimonios, crónicas de revistas, diarios y fotografías de época. Escrito de un modo atento al trabajo historiográfico, el relato logra imperceptiblemente hacerse personal.
Tal vez sea frecuente en la historia de las ciudades apropiarse de trayectos, hitos de la historia de un país, de sus clases sociales de un modo que resiste el tiempo. Así ocurre con París de la Bastilla, la capital del siglo XIX como la nombrara Benjamin o la inolvidable Berlín, la ciudad del muro, entre tantas otras. Claro que con otra magnitud y densidad, algo similar ocurre con Mar del Plata plagada de recuerdos que son mucho más que pura nostalgia. A medida que el libro avanza aparece una anécdota, una referencia o un momento de la historia del país en la que probablemente nos reconocemos. Esa sintonía no es casual, Pastoriza y Torre se proponen reconstruir la historia de la ciudad siguiendo la premisa de que “la evolución del balneario describe una trayectoria que acompaña, a cada momento, las transformaciones sociales de la Argentina”, sobre la idea de una Mar del Plata asociada a un país abierto y generoso para todos.
La villa veraniega de la elite
El libro está organizado en siete capítulos, que abarcan desde su fundación a fines del siglo XIX hasta la década de 1960, iniciando lo que los autores consideran su progresivo declive. Fundada con el propósito de transformarla en villa balnearia para la recreación de la elite social porteña, por dos de sus integrantes, Patricio Peralta Ramos y Pedro Luro, una vez abandonado el intento de afianzarla como puerto de salida para abastecer de carne a los esclavos de las plantaciones brasileñas (1800) o hacia finales de 1870, en enclave agropecuario.
El arribo en 1886 del Ferrocarril Sud a Mar del Plata (12 horas tomaba recorrer los 400 km desde Buenos Aires) fue el inicio del comienzo, el puntapié de la historia, cuando “cuantiosos capitales privados y públicos se combinaron y afluyeron entonces hacia el pueblo de campaña a orillas del Atlántico, para replicar en la costa bonaerense los balnearios de moda en Europa y poner al alcance de la elite porteña la experiencia del veraneo en la playa de su propio país” (p. 46). Cuando los terratenientes se transforman en la elite opulenta del “granero del mundo”, dando inicio a un capitalismo agroexportador subordinado al capital extranjero (inglés), lo hicieron mirando el modelo civilizatorio de la aristocracia europea, sus patrones de distinción, sus gustos y pasatiempos. Así la moda pionera de tomar baños de mar de la corte inglesa, seguida por la aristocracia europea (en Brighton, Trouville, Biarritz, Ostende o San Sebastián), tomó forma entre nuestras familias patricias. Las villas balnearias se habían convertido en sitios de placer “en tierra”, en cualquier momento del año, los baños de mar a través de pequeños chapuzones unidos al beneficio del aire marino, tenían un fin exclusivamente terapéutico (recién a fines del siglo, con la popularización inglesa de la natación, se le otorga su sentido recreativo). El disfrute veraniego residía en la charla social, los paseos o caminatas por la rambla y las tertulias al final de la tarde. Los fundadores de la ciudad no ahorraron esfuerzos y recursos para explotar este “perfil hedonista del veraneo en el mar” y lo hicieron de tal modo que la exposición de riqueza y de pertenencia a la elite fuera el primero de sus signos distintivos.
La fundación en 1888 del lujoso Bristol Hotel (cuyo nombre era sinónimo de exclusividad inglesa) y luego de la primera rambla en la playa próxima, con la presencia de Carlos Pellegrini, vicepresidente del país y entusiasta promotor del exclusivo Jockey Club, sintetizan el carácter de clase de la aventura. La residencia en el Hotel Bristol fue en sí misma un punto de atracción, cuyas comodidades incluían “salones de comedor y de baile y 67 habitaciones [...] un salón de conciertos, un segundo comedor para niños y niñeras, dos grandes salas de juego, un salón de billares y otro de lectura, dos más para la toilette de las señoras y el fumoir de los caballeros, una confitería y un espacioso subsuelo que contenía bodegas, despensas, cocinas, cuarto para el personal de servicio. [...] Los muebles eran de caoba importados de Inglaterra, los mármoles provenían de Italia, los bronces y las artesanías de Francia, las alfombras eran persas y la vajilla de porcelana alemana; y finalmente [...] con la incorporación de una usina propia, se convirtió en el primer edificio iluminado con luz eléctrica” (p. 79). Unos años después, sumaba la apertura de su propio Casino. En ambos edificios los códigos de etiqueta y ostentación organizaban la vida cotidiana. Junto con la excursiones campestres, los concursos del Tiro a la Paloma, todos ofrecían oportunidades para encontrarse con “la gente conocida de las noches en la Ópera de Buenos Aires, los desfiles de carruajes en los Bosques de Palermo, las reuniones en el Jockey Club” (p. 138).
La burguesía terrateniente en ascenso, confiada de su futuro y orgullosa de sus logros, celebra su riqueza. Los signos de su clase y poder se reconocen en sus calles, en la arquitectura, en el consumo y en sus itinerarios. Lentamente se amplió la capacidad hotelera, la construcción de mansiones y residencias que contaban con cocheras, caballerizas, lavaderos y cuartos para el personal, poblando la loma recostada sobre el mar, entre la Playa Bristol y el Torreón del Monje. Algunas sobreviven como el chalet de Ana Elía Ortiz Basualdo, convertida en el museo de arte Juan Carlos Castagnino; la casa de Victoria Ocampo o la quinta de Emilio Mitre, actual Archivo Histórico Municipal. Se avanzó en la urbanización de la ribera marítima, incluyendo la construcción de la Plaza Colón con más de mil variedades de árboles y plantas, la realización del Paseo General Paz con jardines, esculturas y lagos poéticos.
La inauguración de una nueva y “afrancesada" Rambla Bristol en 1913, en reemplazo de las anteriores de madera, construida por los inmigrantes residentes, mayoritariamente italianos (en 1914 los extranjeros representaban el 47 % de los habitantes), destinada al espectáculo público de la sociabilidad y el ocio de la elite, selló esta primera etapa en la historia del balneario. Es interesante lo que Pastoriza y Torre señalan respecto a la comunidad inmigrante. Fueron las primeras víctimas de la operación de saneamiento de las riberas, confinados a la zona sur, cerca del puerto, en el que la precariedad era la marca de su permanencia. Pescadores, albañiles, los primeros bañeros y con el tiempo, concesionarios de balnearios. Explica también que en 1921 la ciudad contara con el primer intentendente socialista [2], que procuró que el “Biarritz argentino” abriera sus puertas, recibiera aquellas “personas de condición modesta y el pueblo trabajador” (p. 201).
La ciudad balneraria de todos
El nuevo siglo depara innovaciones en el orden nacional, especialmente desde el punto de vista de las relaciones entre las clases. En un contexto de cambios económicos, transformación demográfica y legado inmigratorio, la burguesía terrateniente se vio confrontada con la irrupción del conflicto social. Los sectores medios, en ascenso y expansión, reclamaron su lugar y eso incluía el destino marplatense. Las décadas del ‘20 y ‘30 son un punto de inflexión, Mar del Plata adopta la fisonomía de una “ciudad balnearia”. La mayor intervención estatal producto de la crisis y recesión de los años ‘30, se tradujo en manos del gobernador Manuel Fresco “en un programa de obras que tuvo en el engrandecimiento de Mar del Plata su realización más ostensible” (p. 239). Ahí estaba la inauguración de la pavimentada Ruta 2 (1938), que unió el balneario con el resto del país, para reafirmarlo. Las nuevas obras son más que construcciones, cambian las señales que la ciudad transmite y significan un embate al espacio diseñado por sus exclusivos y antiguos residentes. En esta transición, entre el ya no más reducto exclusivo de la clase patricia (emigrando a otros sitios o recluida en las residencias de descanso) y su inicial popularización, los nuevos veraneantes construyeron sus propias formas de sociabilidad y no una mera copia del ya clásico ocio distinguido. Aparecen nuevas rutinas playeras, la obsesión de no perder ningún día de la temporada (a diferencia de los ricos el “tiempo libre” no es infinito) y especialmente se experimenta un giro cultural mirando a Estados Unidos, una nueva cultura de masas mediada por la difusión de la radio, el cine y el automóvil.
Corresponde a este período la construcción en Playa Grande de un balneario-parque para la elite, que buscaba nuevo rumbo en dirección a las playas del sur, y la demolición de la Rambla Bristol y el Paseo General Paz reemplazados por el Casino (inaugurado en 1939) y el Hotel Provincial (finalmente en 1950), separados por una plaza de cemento, que cercanos a la popular Playa Bristol, incluía balnearios y una gran pileta de natación, playas de estacionamiento, locales comerciales, baños turcos y otros servicios. La Ley de Propiedad horizontal de 1948 y la ayuda de créditos hipotecarios, impulsó el boom inmobiliario, desbordante de modernidad. Un nuevo rostro de Mar del Plata quedó delineada, el de “una ciudad balnearia en la que todos hallaran la puerta de entrada y pudiesen disfrutar del mismo mar bajo el mismo cielo, pero en la que las fronteras sociales estuviesen bien delimitadas [...] En fin, un sueño de los argentinos” (p. 243).
Los autores, a contramarcha de uno de los imaginarios más arraigados, señalan que desde una perspectiva histórica, la recreación estival de los trabajadores durante los años peronistas (1945-1955) representó un capítulo sobresaliente más por su envergadura que por su carácter novedoso. Aunque, sin duda, los decretos de 1945 que estipulaban el derecho a las vacaciones remuneradas y obligatorias para los trabajadores y empleados en relación de dependencia y el aguinaldo profundizaron esta dinámica en la democratización del bienestar social. En esta controversia, Pastoriza y Torre señalan que recién en los años 70 los hoteles sindicales coparon los balnearios, “entre 1945 y 1955 diecisiete sindicatos inauguraron sus colonias de vacaciones en las sierras de Córdoba, solo unos pocos pudieron alojar a sus afiliados bajo techo propio en Mar del Plata: entre ellos, el gremio de los empleados de comercio con la compra en 1947 y 1948 de los hoteles Riviera y Hurlingham, un logro quizás no independiente de que su secretario general, Ángel Borlenghi, ocupara el cargo de ministro del Interior en el gobierno de Perón” (p. 257). Destacan la que consideran la obra más importante de los años peronistas, la creación de la ciudad balnearia Colonia de Vacaciones de Chapadmalal, a 30 km de Mar del Plata, como emblema del verano popular. El Casino se democratizó, ya no era necesario exhibir el carnet de pertenencia que habilitaba el acceso, sino que se accedía pagando una entrada y la suerte apostada a la magia del croupier.
Capital del turismo de masas
La década del ‘60 señala el apogeo de mar del Plata y el comienzo de su final. Fue una de las ciudades con mayor crecimiento del país (con 120 mil residentes en 1947 llegó a 220 mil en 1960), acompañado de la expansión inmobiliaria (íconos como El Palacio Eden, 1962; El Palacio Cosmos, 1964 o el Edificio Havanna de 1969) y la multiplicación de hoteles sindicales (tres en 1948; cinco en 1956; ocho en 1967; 62 en 1973), alentado por las leyes de Asociaciones Profesionales y de Obras y Servicios sociales de Onganía, que animaron el turismo sindical. La industria del veraneo incluyó una enorme variedad de espectáculos para recibir a los turistas: en 1954 se estrenó el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata; se inauguraron varios teatros que acercaban las estrellas televisivas al público; se multiplica la apertura de boites y salas de juego; los amores de verano y la foto de rigor junto a los lobos marinos daban fe del paso por la meca balnearia.
Se dibuja finalmente el perfil de los balnearios, la popular Playa Bristol (“verdadero hormiguero humano”) y Playa Grande (“la de los bienudos”) intermediaria de los balnearios más selectos (Ocean Club, El Golf Club, el Yacht Club), cada una haciendo uso de formas distintas del espacio físico y social de la Playa. El carácter popular y heterogéneo de los turistas se modificaría en los ‘70 con la emigración a otras playas de una generación de jóvenes, de clase media, a una Gesell más abierta y de la alta burguesía, la de los “empresarios exitosos” diferenciados de aquellas familias de doble apellido, a un nuevo polo de distinción social (Punta del Este). Así “Mar del Plata dejó de ser, pues, el balneario de todos, si bien continuó siendo el balneario de masas del país” (p. 351).
No hay ciudades sin huellas del pasado y de las clases sociales que las han habitado, el libro contribuye a la reconstrucción de aquellas reconocibles en Mar del Plata a través de las formas de percibirla y los usos que le han otorgado, el del ocio distinguido de la elite aristocrática a la recreación estival de los trabajadores bajo el peronismo. Queda pendiente el trazado que dé cuenta de su evolución presente pues, como en otros terrenos, el tiempo y los espacios del ocio se van transformando. Queda pendiente imaginar, desde una perspectiva comunista, su disfrute y nuestro derecho al ocio en nuevas condiciones, donde el desarrollo de la ciencia y la tecnología al servicio de reducir al mínimo el trabajo indispensable, abra paso al tiempo libre y con ello al desarrollo de la cultura, la ciencia y el arte.
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