En su nuevo libro Un lugar soleado para gente sombría se reúnen doce relatos que retoman los lazos posibles entre los miedos cotidianos y el horror, con cruces entre lo fantástico y la realidad sociopolítica.
Luego de la importante repercusión con su novela Nuestra parte de noche (2019), Mariana Enríquez vuelve a los cuentos de terror en Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024). Este nuevo libro, lanzado simultáneamente en Argentina y el Estado español, reúne doce relatos que retoman los cruces entre los miedos cotidianos y el horror, circulando entre lo fantástico y la realidad sociopolítica. Con el título, surgido de una frase del escritor William Somerset Maugham [1], se sintetiza gran parte de los relatos marcados por un contraste entre una geografía cotidiana, por momentos mundana, desde donde emergen los miedos y los pánicos sociales, las fuerzas extrañas y hasta lo sobrenatural.
Un lugar soleado para gente sombría refleja una escritura más madura en Enríquez, que sostiene la tensión de la trama sin que se pierda la naturalidad y cercanía desde el narrador (emparentada con una tradición rioplatense que puede rastrearse en Julio Cortázar, Manuel Puig o Juan Carlos Onetti). La mayoría de los cuentos se desarrollan en la vasta geografía argentina –el mundo suburbano, el litoral o los pueblos de la pampa– con excepciones puntuales como Los Ángeles o Uruguay. La topografía es conocida para el lector local pero, ante el desafío de la universalidad, la autora se concentra en ciertas descripciones que también pueden funcionar como marcas de las temporalidades.
El libro abre con Mis muertos tristes, una historia que transcurre en un barrio obrero bonaerense cuya fisonomía se transformó al compás de la historia económica nacional. En un recrudecimiento de la crisis social, una médica de 60 años debe ver cómo sus vecinos “hacen reuniones por la «seguridad»” donde “siempre proponen el asesinato, el insulto, el ejemplo medieval o el ojo por ojo o cosas por el estilo”. La efervescencia vecinal no distingue grises, aún con el femicidio de tres adolescentes por un ajuste de cuentas narco o un joven que muere porque nadie quiere ayudarlo, y el otro, lo que se pretende expulsado, vuelve fantasmagóricamente. Esta fractura social tiene otra arista más gore en Ojos negros, relato que cierra el libro y está localizado en el barrio porteño de Congreso, con sus pobres.
Si, como señala Ricardo Piglia, la ficción se tensiona con las maquinaciones del poder, las violencias hacia las mujeres son componentes centrales en los relatos de Enríquez. En Un lugar soleado… hay un abanico de historias donde las protagonistas tienen diferentes respuestas a las violencias sobre los cuerpos. Los pájaros de la noche, uno de los cuentos más logrados, se apoya en la relación de dos hermanas y la mitología sobre los pájaros del Litoral como el urutaú, la calandria, el cochi o el chesy. “Caminar por la orilla del Paraná y ver una bandada de pájaros es imaginarse rodeada de mujeres reprendidas, metamorofesadas contra su voluntad, rogando volver a ser humanas. Escuchar los cantos de los pájaros a la noche, cuando el calor no deja dormir, es un concierto de llantos viudos y de injusticia”, se lee. Aquí Enríquez vuelve sobre las mujeres quemadas de Las cosas que perdimos en el fuego, ya que así como pasa con algunos pájaros, hay muchas flores que alguna vez fueron mujeres. “La flor del ceibo, por ejemplo. Todos conocen la historia de Anahí. La quemaron. A los hombres nunca los queman”, continúa. Las dos hermanas, con sus modos, buscan torcer el destino de la mitología, la familia y la sociedad.
También desde las aguas del Paraná surge la historia de La desgracia en la cara, donde Diego narra la historia de su madre que, hacia el afuera, era una contadora común y corriente pero que, en el hogar, revivía el horror de una violación durante su adolescencia entrerriana. Una mujer cuya historia nadie quería escuchar, un relato que parece una leyenda y donde el detalle del trauma está en el orden de lo inverosímil –“Los hombres no me creen”. Esa imposibilidad de narrar lo traumático tiene consecuencias en lo corpóreo, pasando de la madre a la hija.
Las violencias hacia las mujeres aparecen en otras vetas. En Metamorfosis el avance de la edad es narrado en primera persona, contrastando con los mandatos de la eterna juventud, vientres planos y de mujeres que no sufren, soportan. Siguiendo el epígrafe de Sonia Budassi, el cuerpo no aparece como un castigo, “el castigo es que se hable tanto de él hasta que duele tenerlo”. Pero no sólo es cuestión de discursos, un mioma en el útero pone al cuerpo en el centro de la mirada médica, donde siempre hay algo que no se dice, no se avisa. De una manera más sutil, y por ende más aterradora, el mandato y la imagen subyace en Diferentes colores hechos lágrimas [2], donde tres mujeres trabajan en una tienda vintage de ropa y joyas. Un llamativo anciano se contacta para vender los vestidos preciosos y las valiosas joyas de su esposa, escondiendo que bajo las telas se encuentra el dolor y el odio. Una comunicación inoportuna también ocurre en La mujer que sufre, cuando una amiga le manda un mensaje de voz a otra para saber cómo avanza en su tratamiento oncológico. El audio tiene un destino equivocado y pese a los intentos por aclarar el malentendido, comienza un espiral que va desdoblando a la protagonista.
La juventud y la maternidad aparecen en Un artista local, ligada a la Difunta Correa, el mito popular sobre la historia de una mujer que combatió en las guerras civiles argentinas, murió deshidratada en el desierto sanjuanino mientras su bebé sobrevivió prendido a su pecho. Un santuario camino a un pueblo bonaerense preanuncia que las vacaciones de una pareja cambiarán rotundamente ante las preguntas sobre si tienen hijos y si desean conocer al artista de unas particulares pinturas.
Como ocurre en cuentos previos o en Nuestra parte de noche, las marcas de la última dictadura cívico-militar aparecen como escenarios de Los himnos de las hienas y Cementerio de heladeras. En el primero, una pareja de varones vacaciona en un pueblo serrano que supo tener un zoológico que se incendió, donde las hienas escaparon y nunca fueron encontradas. En la caminata, uno sugiere visitar el palacio de los Aguirre, una mansión en la que funcionó un centro clandestino, donde un juicio probó que en los sótanos se torturaba. La recorrida abrió un portal para personificar lo siniestro, donde las hijas de la noche son una jauría infernal, un coro funerario. El centro clandestino es uno de los destinos posibles de la fábrica cerrada en los 70 en la que transcurre Cementerio de heladeras. Como capas arqueológicas del pasado reciente, el predio de una fábrica cerrada durante la dictadura, un posible centro clandestino, se vuelve el espacio de juegos de la plaza que los niños del barrio nunca tuvieron. Un trío de amigos se separa por la línea delgada entre el accidente y el crimen, sin deshacerse del abrumador peso del silencio.
Las leyendas urbanas también funcionan como disparadores. En Julie una joven veinteañera cuenta la llegada desde Estados Unidos de una prima de su edad, a raíz de realizar un tratamiento de salud mental imposible de costear en su país. Superando el secretismo de sus padres, Julie, a quienes mantienen bajo pastillas por una presunta esquizofrenia, cuenta que la visitan diferentes fantasmas para tener sexo con ella y que lo disfruta. Una posible solución es contactarse con la comunidad uruguaya de “The Marjorie Cameron Church in the Desert”, una referencia a la actriz y poetisa estadounidense que practicaba el ocultismo como seguidora de Aleister Crowley y realizaba rituales sexuales.
Más cercana es la referencia al caso de Elisa Lam y Cecil Hotel en el cuento que da título al libro Un lugar soleado para gente sombría. Enríquez sitúa a una periodista que viaja a Los Ángeles y convence a un editor de cubrir la historia de Elisa, una joven canadiense que desapareció en el hotel, con una última filmación de ella en el ascensor, y que tiempo después fue hallada muerta en el tanque de agua. A diario, jóvenes se congregan en la terraza del hotel, frente al tanque de agua, buscando comunicarse con Elisa. En ese lado B de la ciudad, la periodista visitará a unas amigas y el proliferar de junkies le recordará a un viejo novio, un muerto que vuelve unido a otra leyenda urbana.
Terror frente a “la oscuridad del momento vivido”
La relación entre literatura de terror y política, buscando un análisis no lineal ni mecánico, es abordada en diferentes trabajos. Un ejemplo reciente es Cazadores de ocasos de Miguel Vedda, quien indaga sobre las formas en que la literatura de horror configura y, a la vez, reacciona ante la realidad que emergió con el neoliberalismo. Además del horror boom norteamericano, Vedda dedica un importante espacio a la literatura de Mariana Enríquez, Samanta Schweblin y Luciano Lamberti. Publicado en 2021, el ensayo llega a considerar el declive de los gobiernos posneoliberales latinoamericanos mientras tomó impulso “una versión irracionalista ajustada a la fisonomía de las nuevas derechas” con figuras que “se contiene cada vez menos de apelar a la xenofobia, al clasismo explícito, a la apología de la violencia policial y parapolicial". En ese sentido, Vedda plantea que:
considerar estas pugnas discursivas como la dimensión decisiva de la dinámica social es quedar apegado a la superficie del capitalismo contemporáneo, sin ligarla con dimensiones más profundas; supondría quedar presos de la inmediatez mistificada, de la oscuridad del momento vivido. Pero igualmente erróneo sería negarles atención a estos mecanismos que expresan y velan el funcionamiento estructural del neoliberalismo: se trata, asumiendo la sugerencia de Kracauer, de estudiar la máscara. Y, como vimos, el horror contemporáneo incorpora intensamente estas cuestiones. [3]
Un punto clave en el análisis propuesto por Vedda es interrogarse sobre el sentido común de los sectores medios con el que se vincula la literatura de terror. Ese sentido común varía con los contextos históricos, aunque siempre está relacionado con una otredad popular o plebeya, mientras el capital exacerba sus fetichismos y mistificaciones y promueve otros terrores, a veces desde el Estado, a fin de encubrir su propia naturaleza. Este elemento cuestionador del sentido común puede encontrarse en los cuentos de Enríquez, donde más allá de la superficie, de lo aparente, también se encuentra el enigma de lo que genera miedo.
En diversas entrevistas, Mariana Enríquez sostuvo que en los últimos años la literatura de terror se convirtió en un lugar privilegiado para narrar cuestiones sociopolíticas. En las actuales presentaciones de Un lugar soleado… la autora ha planteado el desafío que implica pensar el horror cuando la realidad se supera a sí misma, trastocada por una pandemia o cotidianamente ve los efectos de la crisis climática; cuando la inteligencia artificial vuelve sobre la relación hombre-máquina mientras difumina el límite entre lo que es real y lo que es fake. Incluso el género de lo fantástico entra en cuestión cuando un presidente tiene cuatro clones de su perro muerto, con quien se comunicaría a través de una medium. Con resultados diversos, en sus nuevos cuentos Enríquez logra recrear el miedo a lo desconocido y las violencias estructurales para entrelazarlas con las marcas del pasado y cierto “espíritu de época”. Historias que no pasarán sin interpelar al lector y llevarlo a mirar debajo de la máscara.
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