Hoy se festejan cinco años de la ley de matrimonio igualitario sancionada por el Congreso de la Nación. Esa conquista legal se logró en un proceso ascendente de construcción democrática de derechos individuales y colectivos, derechos de autodefinirse y autodeterminarse, un derecho que reconoce amor e igualdad, respeto y comunidad.
Jueves 16 de julio de 2015
La sociedad en 2010 repasó, en un debate colectivo, años de lucha de la compleja y diversa comunidad LGBT con toda la sociedad, sus grupos más abiertos y sus instituciones más oscuras y cerradas.
Ese diálogo, esa fricción, esa lucha de décadas es la que se sintetizó en un “momento democrático”, en un cambio social reflejado en la ley. Fue una puerta que se abrió desde afuera, desde la sociedad, un cambio cultural que forzó al sistema institucional a escuchar, a cambiar.
Recientemente, en el mundo se festejó, y con razón, la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos de reconocer la constitucionalidad del matrimonio igualitario en sus cincuenta estados. Sin embargo, las Cortes Supremas tienen un rol dual ante los movimientos sociales, de la sociedad organizada y sus agendas de luchas por más y mejores derechos, especialmente ante aquellos que amenazan el status quo religioso, social, económico y simbólico.
Las Cortes pueden colaborar en el reconocimiento judicial de un derecho. Sin duda. Pueden colaborar en el relato social y mediático del derecho, pero no construir un derecho. Los pueblos construyen sus derechos: las mujeres, los trabajadores, los obreros, todo grupo organizado construye los derechos. No las instituciones.
Las Cortes han demostrado una ineficacia estructural en cambiar políticas públicas, en frenar violaciones sistemáticas, evidenciando complicidad e hipocresía. Casos como el “Riachuelo”, “Verbitsky” (cárceles), Badaro (jubilados), “FAL” (aborto), entre tantos otros a nivel nacional e internacional, lo demuestran.
Las Cortes mayormente son obstáculos al cambio social porque, además de abandonar los procesos de implementación de sus propias sentencias, después de usar a los colectivos que luchan, y que están atrás de las causas y de los expedientes; lo que hacen es ocultar el entramado social que impulsa el cambio, castrar al actor, capitalizar su lucha. La acción social se congela en una “sentencia”. La Corte capitaliza la decisión, se autorreferencia como protagonista y obstaculiza la herramienta social de conquista de derechos: la acción colectiva transversal y social de construir un derecho desde la política.
La Corte capitaliza para sí, como un órgano político, lo que son años de luchas y construcción ascendente. Mientras otros pusieron el cuerpo, la Corte pone la “cara institucional”. Se la aplaude y se la elogia, obsecuentemente, con los bufones de la Corte. Transforma la práctica social en un fallo olvidado, en un fallo sin política, sin implementación. Hermosas palabras sin política.
Si la Corte hubiese dictado su decisión en el fallo “Rachid”, habría tapado el proceso político y social, democrático y de lucha que hubo en 2010. Su palabra hubiese censurado la lucha colectiva. “La Corte” lo dijo. En contraste, su silencio -producto de la prudencia, del miedo o de la autorrestricción democrática- aumentó la visibilidad del actor dinámico, del protagonista: la sociedad conquistando la igualdad, expendiendo derechos.
Festejar la ley, en este caso, es festejar una conquista de una acción democrática. La Corte no tiene autoridad democrática para decirle nada a la sociedad. No la tuvo cuando dictó el horrible fallo “CHA”, entre tantos otros. Fue obstáculo de un cambio, otra vez.
Hoy sabemos que cuando las prácticas culturales de una sociedad conquistan un derecho, esta acción construye una libertad y una igualdad que se inscriben en la constitución genética de la cultura del pueblo, en su corazón democrático e igualitario. Se conquistó un derecho, se visibilizó una herramienta para conquistar más y mejores derechos.