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Rusia 2018. Mbappé y la historia de los campeones: el oro que no podrá tapar el racismo

Sabían que este domingo podían convertirlos en "héroes" por un rato, o recordarles que son los hijos de los desterrados de la “república francesa”. Reeditamos una crónica sobre los cracks de les banlieues.

Lucho Aguilar

Lucho Aguilar @Lucho_Aguilar2

Domingo 15 de julio de 2018 17:51

Kylian Mbappé es el “Messi” del equipo francés. Nació hace 19 años en Bondy, uno de los barrios de los suburbios de París. Es un genio. Reúne las dos condiciones que buscan los cazatalentos que pululan los barrios populares franceses: la habilidad que asocian a los inmigrantes argelinos, y la potencia de quienes vienen del África subsahariana. Será porque su madre es argelina como Zidane y su padre camerunés como Eto’o.

Este domingo, en la final de Rusia, millones terminaron de deleitarse con su velocidad y sus gambetas. Y las de Modric. Lo hicieron, durante un mes, sin saber las historias que hay detrás de Mbappé, Pogba y buena parte de los jóvenes que vistieron la “blue”. Esos que si llegaban al oro podían seguir siendo por algunos días más los héroes prestados de la “Francia multicultural”. Pero si perdían los grandes titulares los tratarían como "racaille de la société" ("gentuza de la sociedad"), como alguna vez los bautizó Nicolás Sarkozy.

Hijos de los banlieues

Bondy es una de las comunas de los suburbios de París, los llamados “banlieues”. Una palabra que surgió, hace siglos, para nombrar al "lugar prohibido" o "lugar del destierro": los nobles mandaban a las afueras de París a quienes consideraban delincuentes y mendigos.

En una de las multitudinarias torres de Bondy creció Mbappé. Lo hizo como otros siete de los seleccionados por la Federación Francesa de Fútbol (FFF) para el mundial. Paul Pogba creció en Lagny-Sur-Marne, N’Golo Kanté en Suresnes, Blaise Matuidi en Fontenay-sous-Bois, Benjamin Mendy en Longjumeau, y en los mismos barrios arrancaron Alphonse Areola, Presnel Kimpembe y Steven Nzonzi.

Allí crecieron como millones de hijos e hijas de inmigrantes de orígenes distintos, pero que se enfrentan ante el mismo “destino”.

La marginación para esos jóvenes “franceses” sigue siendo brutal. La “república” los condena a la precariedad en la escuela, en sus viviendas, el trabajo y hasta el deporte. Según encuestas, 4 de cada 5 empresas discriminan a los postulantes “negros” o árabes. Si te llamás Mohamed o Kamel tenés cuatro veces más probabilidades de estar desocupado que si te llamás Alain o Pierre. Las mujeres, además, si consiguen trabajo serán los más precarios: en la limpieza, tercerizadas, "domésticas" y muchas veces "a tiempo parcial".

Pero una de las marcas más duras para esa juventud es el hostigamiento policial, con los cacheos, la discriminación y el gatillo fácil. Esa violencia que desató la llamada “Révolte des banlieues” en 2005.

Rebelión después del partido

“El 27 de octubre de 2005, estamos en pleno Ramadán. El día termina, para los adolescentes es hora de terminar su partido de fútbol, volver a casa y compartir la cena familiar después de esas horas de ayuno que forman parte de la tradición musulmana en este periodo del año. Pero esa noche, Zyed y Bouna no volverán. Un vecino ha señalado a la policía que tres jóvenes podrían haber entrado a una obra para robar material. Están con su amigo Muhittin, el único sobreviviente esta noche. Cuando los jóvenes ven parar bruscamente un auto de policía, lanzado a toda velocidad atrás de ellos, el miedo los sumerge, acostumbrados a la violencia de los controles policiales. Empiezan a correr. En unos minutos, se han sumado cinco autos de policía, otra decena de agentes a pie, para parar a tres adolescentes que no han hecho absolutamente nada. Un policía percibe sus sombras pasando arriba de las rejas de un terreno de la compañía de electricidad EDF. “No doy mucho por su vida” dice por la frecuencia policial. Un choque eléctrico los propulsa en altura. Los policías se alejan. Los cuerpos de Zyed y Bouna caen inertes. Muhittin, quemado a 2000 grados, la ropa pegada a la piel, encuentra la fuerza para volver al barrio, buscar ayuda. Las caras del barrio desaparecen detrás de las lágrimas y la noticia se propaga como un reguero de pólvora, desatando una bronca inmensa en las periferias que sufren la violencia policial a diario. La revuelta de las banlieues durará tres semanas, en las periferias de más de 300 ciudades francesas, no sólo se incendian miles de autos y centenas de edificios públicos, sino que los jóvenes se enfrentan directamente a la policía”.

El fragmento pertenece a la excelente crónica de Flora Carpentier en Revolution Permanent. Allí resume el golpe que desató “la rabia”, pero también como diez años después esos millones de jóvenes siguen sufriendo el racismo y la brutalidad de la “república” francesa. Peor aún: desde el atentado a la revista Charly Hebdo ha aumentado la “islamofobia” y luego el patriotismo contra los miles de refugiados de las guerras que Francia desata.

Zyed y Bouna venían, ese día, de jugar un partido de fútbol. Quizás soñaban con gambetear no solo los controles policiales, sino el “destino” que les depara Francia. Ese “destino” que Mbappé, Pogba y sus compañeros parecen haber esquivado.

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A la caza de gacelas y panteras

El 10 de la selección francesa arrancó en el A. S. Bondy, cuando tenía poco más de 5 años. Sus entrenadores pronto descubrieron que llegaría lejos.

Miles de chicos llegan todos los meses a probarse en los clubes de los bainleues. En total son 235.000 jugadores registrados, la mitad tiene menos de 18 años. Muchos se curten en canchas de concreto o tragando el polvo de los potreros de tierra, donde la pelota endiablada obliga a forzar cada músculo y cada destreza. Aun así, mejores que las que usaron sus padres de pequeños, quizás ya destruidas por las bombas de la “república francesa” y sus aliados que los llevaron a huir de África o Medio Oriente.

En esas canchas se mezclarán con los hijos de la “clase obrera francesa”, como Frank Rivery, que fue huérfano y albañil antes convertirse en uno de los “grandes”.

Hasta allí llegan como los “cazatalentos” que trabajan para los poderosos clubes de la Ligue 1. ¿Qué cazan? Lo describe Mohamed Coulibaly para una buena nota del New York Times: “atlético, vigoroso, dinámico, técnico, agresivo: el tipo que busca la selección nacional”. A los más técnicos los llaman “gacelas”; a los más potentes, “panteras”.

El sueño de los pibes de los bainleues de gambetear el desempleo, la precariedad laboral, el mote de delincuentes o yihadistas, es el mismo sueño que embarca a veces a familias enteras. El sueño de “valer” 100 millones de euros, como ese pequeño Kylian que jugaba con ellos en las canchas del barrio hace unos años.

Quieren creer en la promesa de ese mural con la imagen de Mbappé: "Bondy, ciudad de posibilidades".

Pero solo algunos llegan a la Ligue 1. Muchos menos a la selección, aunque en Rusia 2018 habrá jugadores que salieron de los potreros de los suburbios representando a Marruecos, Portugal, Túnez y Senegal.

¿Campeón multirracial?

La selección del 98, la que salió campeón en el Stade de France, iluminó el slogan de la “Francia unida y multirracial”. Los hijos del Magreb o el África subsahariana eran “mimados” por la prensa y “tolerados” por las élites. Aunque muchos de ellos no querían cantar La Marsellesa, porque siguen desconfiando de la Francia colonial.

Y les sobraban motivos. Afuera de la cancha, y adentro también. Como demostró el escándalo que reveló las maniobras de dirigentes de la federación (FFF) de limitar el número de jugadores de ascendencia árabe y africana en las academias de formación. Lo sufrían en carne propia los jóvenes que no podían probar que sus padres habían vivido cinco años con regularidad en Francia.

Sin embargo, cuando se acercan los mundiales la Ciudad Luz, como llaman a París, volverá a apelar a lo que cada día intenta mantener en las sombras. Los genios de la pelota que bajan de los monoblocs que hacinan a las familias en los banlieues.

Son los hijos de los refugiados de la Francia imperialista. Esos que logran "gambetear" la persecución del ahora eufórico Macron, que expulsó a 85.000 de ellos solo en 2017.

Los necesitan para intentar ocultar, tras la camiseta “blue”, el racismo y el clasismo de la “república”. Para distraer, si es posible, del brutal ajuste con el que Macron intenta avanzar sobre la poderosa clase trabajadora, esa que este 28J volvió a parar y movilizarse, en muchos lugares acompañados por los estudiantes que rechazan los planes del gobierno. Si suman a la lucha a los trabajadores y trabajadoras inmigrantes ("les sans papiers") y los jóvenes de los que habla esta crónica, no habrá quien pueda detenerlos.

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Lo que quedará después de esos 90 minutos

Quizás en la cancha Mbappé y sus amigos no sepan que detrás de las otras camisetas rivales hay otras historias, muchas parecidas. Aunque hoy cada uno de esos 22 jugadores valgan millones. La de Ángel Di María, que Central se lo llevó de un potrero del barrio El Churrasco de Rosario por las 26 pelotas que pidió su club. La del imparable Romelu Lukaku, que cuenta que “cuando las cosas iban bien, los diarios me llamaban ‘el goleador belga’. Cuando iban mal, ‘el delantero belga de ascendencia congoleña’”. O el genial Luka Modric, que aprendió a jugar al fútbol como cuando huía de la guerra con su familia, junto a miles de refugiados.

Terminó el Mundial. Ya hay un campeón. Macron, el presidente que expulsa inmigrantes, pero festeja la copa. Pero afuera del estadio las cosas permanecerán igual. El fútbol seguirá siendo un juego hermoso. Las clases sociales y la opresión racial también seguirán siendo las mismas.

A no ser que “les hagamos partido”. Pero para eso no valen las patrias ni las camisetas.


Lucho Aguilar

Nacido en Entre Ríos en 1975. Es periodista. Miembro del Partido de los Trabajadores Socialistas desde 2001. Editor general de la sección Mundo Obrero de La Izquierda Diario.

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