A propósito de la publicación de la última novela de Isaac Rosa, Lugar seguro, charlamos con el autor sobre la incertidumbre, la necesidad de recuperar los horizontes utópicos y el papel de la literatura.
Isaac Rosa, columnista y autor de numerosas novelas y relatos sobre el trabajo, la memoria histórica, el miedo como arma, la precariedad que se cuela en las relaciones personales y muchos otras temas que podríamos llamar sociales o incluso políticos, acaba de publicar en Seix Barral Lugar seguro. Una novela —que reseñamos aquí— protagonizada por Segismundo, un vendedor de bunkeres, hijo de quien quiso acceder al cielo de los privilegiados y acabó encarcelado por fraude, un cínico incapaz de creer en cualquier posibilidad de cambio que no pase por engañar y vender humo. Pero hay otros que sí creen en la posibilidad de transformación social, y con sus contradicciones y dificultades, se organizan para ello. Sobre esta pugna entre el presente distópico y posibles futuros deseables y otras preguntas que nos suscitó la lectura de la novela tuvimos la oportunidad de charlar con Isaac Rosa.
Lucía Nistal: Lugar seguro es una novela en la que planean el miedo y la incertidumbre, incluso se hace negocio con ellos, como el protagonista de la novela, Segismundo, con su proyecto de venta de búnkeres. ¿Crees que son dos elementos centrales de nuestro tiempo?
Isaac Rosa: Diría que los dos elementos definitorios de nuestro tiempo son la incertidumbre y la inseguridad, y que el miedo es más bien un derivado de los anteriores, pero no una consecuencia inevitable sino interesada: al servicio de quienes aprovechan toda esa incertidumbre e inseguridad para conservar inamovible un estado de cosas y frenar la emergencia de cualquier alternativa, aparte de por supuesto hacer negocio vendiendo su “seguridad”. Solemos poner el contador a cero en el 11-S de 2001, como el pistoletazo de salida de este tiempo incierto, inseguro y dominado por el miedo, pero coincido más con quienes lo sitúan en las últimas décadas del siglo XX, cuando el neoliberalismo se aplica a fondo en liquidar todos aquellos elementos que, sin idealizar el pasado, sí daban cierta seguridad a nuestras vidas. Se imponen entonces los dos grandes lemas de nuestro tiempo: “Sálvese quien pueda” y “Nada a largo plazo”, al que añadiría un tercero aún más exitoso: “No hay alternativa”. Con esos principios no se puede construir nada, solo sobrevivir, seguir adelante, comprar las distintas versiones del sueño americano, y confiar en que caigamos en el lado bueno, o que al menos no nos alcance el próximo revés. Ese es el estado de ánimo con que afrontamos los hechos más recientes, los que alimentan nuestra inseguridad y, sí, nuestro miedo. Tendemos a creer que el siglo XXI es excepcional, que todo lo que nos ocurre es “histórico” y “sin precedentes”, como si el XX hubiese sido un siglo plácido (dos guerras mundiales, una Guerra Fría llena de zonas calientes, miedo nuclear, dictaduras, terrorismo, y hasta una pandemia con la llamada gripe española). Lo que es “histórico” y “sin precedentes” es el fatalismo con que afrontamos hoy cualquier suceso, crisis, desastre o accidente, y la falta de un horizonte emancipador que nos dé esperanza para superarlos y hasta para construir alternativas a partir de esos desastres. El “No hay alternativa”, el realismo capitalista, se nos ha tatuado en lo más profundo, de ahí la desconfianza, cuando no directamente el miedo al futuro. Nos sentimos profundamente vulnerables, a merced del próximo giro de guión. Pero en la incertidumbre caben también otros giros, otros imprevistos, otros cambios que hoy ni siquiera imaginamos, y no necesariamente negativos aunque nuestro estado de ánimo colectivo sea ese. Hago mía una hermosa frase de Rebecca Solnit en un artículo reciente, a cuenta de esa incertidumbre que la guerra en Ucrania ha agravado: “no vemos más allá del pequeño haz de nuestra linterna, pero con esa luz podemos cruzar la noche entera”.
Por cierto, ¿la idea de los búnkeres tiene algo que ver con el encierro durante el confinamiento?
Sí, la idea del búnker como metáfora de esa incertidumbre e inseguridad, y como expresión última del neoliberal “sálvese quien pueda”, aparece durante los primeros meses de la pandemia, cuando nuestras casas se habían convertido en un lugar de encierro, pero también un lugar seguro, frente a un exterior amenazante —en momentos en que ni siquiera sabíamos bien cómo se contagiaba el virus: estaba en el aire, en las superficies, en los niños, y el único espacio a salvo era nuestra casa. El siguiente paso en esa lógica del hogar como lugar seguro frente al exterior radiactivo y el futuro incierto, era el búnker. Pero durante aquellas semanas se vio claramente la enorme desigualdad de nuestras sociedades, pues en el confinamiento también había poder adquisitivo y privilegios, gente que estaba en hogares cómodos y con una situación familiar y material que convertía el encierro en casi unas vacaciones, y muchos otros que vivieron con angustia por la precariedad de sus hogares, dificultades familiares agravadas por la convivencia forzosa, e incertidumbre económica. Así también ocurriría con el búnker, donde convivirían búnkeres de lujo —como los que ya se comercializan— con los búnkeres low-cost que vende el protagonista de la novela. El “sálvese quien pueda” siempre significa “sálvese quien pueda pagárselo”. Son otro tipo de lugares seguros los que necesitamos.
En un momento dado Segismundo explica que los de arriba, los ricos que tienen la entrada asegurada al club, muestran verdadera solidaridad entre ellos —no con los intrusos. ¿Nos falta a los de abajo, a los trabajadores, esa solidaridad, esa conciencia de nuestra fuerza en la unidad?
Esa es la opinión de Segismundo, que habla desde el resentimiento del advenedizo expulsado, dejado caer por quienes siempre lo consideraron un polizón, un intruso. Es cierto que entre las clases altas hay una fuerte conciencia de clase, y formas de apoyo mutuo, de cubrirse unos a otros y no dejarse caer, de reproducirse entre ellos y asegurar sus privilegios, de defenderse frente a los de abajo —y frente a los Segismundos que intentan ascender. Eso incluye sólidas señas de identidad, lugares propios —y exclusivos, excluyentes— a los que vincularse con un fuerte sentido de pertenencia, y una cierta formulación de un “nosotros” por oposición a todos los demás que quedamos fuera. La conciencia y solidaridad en las clases altas comienza por la educación, en tanto que privilegio diferenciador de sus miembros respecto a la clase obrera. Siempre recuerdo aquello que escribió Benjamin sobre cómo “la proletarización del intelectual casi nunca genera un proletario”, por las relaciones de solidaridad del intelectual con la clase burguesa de la que surge, y la aún más fuerte solidaridad de su clase con él. Frente a esa realidad, no caería yo en el derrotismo de considerar a la clase trabajadora mayoritariamente desmovilizada, desideologizada y desclasada, al contrario: en los últimos tiempos vemos un importante resurgir de formas de solidaridad de clase, incluso en aquellos ámbitos donde a priori todo parece estar en contra —en colectivos de trabajadores especialmente precarios y atomizados, lo mismo las Kellys que los riders o la plantilla de Amazon.
En cuanto al ascenso y caída del padre de Segismundo, la económica, la familiar y la personal, ¿tiene su correlato en las aspiraciones frustradas de una “clase media” a la que el sistema ya tiene poco que ofrecerle?
El sueño clasemedianista, que hoy nos parece un espejismo, tenía cierta base: el gran acuerdo social de posguerra en occidente (que en el caso español situaríamos en el tardofranquismo y la Transición), por el que la clase trabajadora renunciaba al horizonte revolucionario y emancipador, y a cambio obtenía del capitalismo garantías de democracia, bienestar, prosperidad económica, derechos sociales, paz y hasta algo de igualdad y justicia. Con todas sus limitaciones y contradicciones, pero funcionó durante unas pocas décadas, en las que se levantó el estado de bienestar europeo, y por ejemplo los hijos de la clase obrera pudieron estudiar en la universidad. Pero hace ya tiempo que se rompió ese gran acuerdo, cuando una de las partes (el capitalismo neoliberal) se levantó de la mesa y decidió cambiar las reglas de juego, mientras la clase trabajadora se quedó sentada a la mesa y confiaba en que seguían siendo válidas las mismas reglas. Hasta hoy alcanza todavía el sueño clasemedianista y la meritocracia que lo acompañaba, aunque cada vez más desacreditado, sobre todo (pero no solo) a ojos de los más jóvenes. De ahí la frustración, el resentimiento, el cinismo y la desconfianza ante el futuro, pero también la nostalgia por un pasado idealizado, el fácil discurso de “mi padre con un sueldo obrero pudo pagar un piso y mantener cuatro hijos y tener vacaciones”, que no deja de ocultar muchas sombras de aquel pasado.
Y sin embargo, hay esperanza. Los ecomunales, o botijeros como diría con sarcasmo Segismundo, de alguna manera dejan de esperar y tratan de construir una alternativa aquí y ahora. ¿Es de algún modo una llamada a la acción?
Hay esperanza, claro que la hay. Más esperanza que optimismo, por seguir a Eagleton. Yo no sé si el futuro pasa por los ecomunales o botijeros, si realmente hay en ellos un potencial transformador, o si tiene razón Segismundo y acabarían siendo “la revolucioncita de cada generación”. Pero me niego a resignarme a que el futuro que nos espera sea el búnker, el sálvese quien pueda. Y no teniendo a la vista ningún horizonte revolucionario que se sepa, ni esperando tampoco grandes transformaciones por la vía gubernamental, me parece necesario dar un margen a quienes ya están haciendo propuestas y en muchos casos llevándolas a la práctica. Los ecomunales de mi novela ya existen, están aquí, entre nosotros, toda esa gente, activistas, colectivos, que desde un pragmatismo utópico están ya cambiando las cosas. Todavía a pequeña escala, y yo en la novela imagino que cogen más fuerza. Pero aun necesitarían más, no quedarse en barrios y pueblos, pues eso sería solo una ampliación del búnker. La magnitud de la emergencia que tenemos por delante no puede paralizarnos, ni llevarnos al cinismo de los Segismundos que siempre menosprecian o desprecian a quienes al menos lo intentan. Los ecomunales de la novela, como tantos activistas y colectivos realmente existentes, apuntan sobre todo a tres elementos que están en el centro de la emergencia actual: el modelo energético, la soberanía alimentaria y la reconstrucción de la vida comunitaria. Sus propuestas y experiencias de barrio o de pueblo pueden parecer poca cosa comparada con la magnitud del desafío, pero por algún lado hay que empezar, y además ellos se proponen algo tan ambicioso como imprescindible y urgente: lograr un cambio de mentalidad, un nuevo sentido común, para lo que dedican sus esfuerzos a hacer realidad formas alternativas de vida, de trabajo, de consumo, de cuidados… Porque si en ese cambio de mentalidad, sin ese sentido común renovado, cualquier intento de cambiar las cosas, lo mismo por vía activista que gubernamental, encontrará grandes resistencias. El futuro, si queremos que sea ecológicamente viable y socialmente justo, pasa por un profundo cambio de vida, que implica renuncias importantes. Que no sean vistas como una pérdida —un empobrecimiento, miseria, como dice Segismundo— sino que la ganancia —en tiempo, en libertad, en igualdad, en vida— compense lo perdido, es decisivo. Y por supuesto, que las renuncias estén justamente repartidas. De poco sirve que tú evites los plásticos y compres productos de proximidad, mientras Elon Musk coge diariamente su avión privado para trayectos de pocos minutos; o que limitemos nuestros viajes vacacionales mientras otros hacen turismo espacial. Con los ecomunales pretendía mostrar cómo esas posibilidades, ese potencial, están ya aquí, entre nosotros, no requieren un ejercicio de fantasía política, pues hay mucha gente que viene ya teorizando y llevando a la práctica esas alternativas.
Las tareas reproductivas o de cuidados, por ejemplo de los niños pequeños o de los mayores dependientes, son algunas de las primeras que parecen organizar y colectivizar los ecomunales. ¿Por qué comenzar por ahí?
Porque esa es una de las mayores tareas que tenemos por delante: cómo organizamos, cómo repartimos la enorme cantidad de cuidado que necesitamos como sociedad, y que va a seguir creciendo. No puede ser que, como ya ocurre hoy, el “sálvese quien pueda” se convierta también en “cuídese quien pueda”, quien pueda pagárselo. Yo apuesto claramente por lo público, un estado social que no deje a nadie fuera, que aplique en todos los ámbitos, también o muy especialmente el de los cuidados, el viejo lema “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”. Pero en la garantía pública de esos derechos también cabe pensar y replantear el modelo, explorar fórmulas democráticas, participativas y autogestionadas en el reparto de los cuidados. Todo lo contrario de la habitual “colaboración público-privada”, que ya sabemos lo que significa. Como aquello que tan sabiamente escribió Santi Alba Rico sobre los niños y su capacidad de volvernos cuidadosos, también una mejor organización y reparto de los cuidados puede convertirnos en una sociedad cuidadosa, algo que suena blando pero es de una radicalidad total.
En un presente distopizado, como dice Martorell, te resistes a escribir una distopía, ¿crees que hoy ya no cumplen la función de crítica social que un día tuvieron?
En efecto, las distopías han sido tradicionalmente un buen reflejo de los malestares, miedos y deseos, así como de las esperanzas revolucionarias, del tiempo en que son escritas. En ese sentido suelen ser radicalmente contemporáneas, nada dicen del futuro —y de hecho su capacidad anticipatoria suele ser escasa. Pero como bien ha analizado Martorell, la distopía se ha convertido hoy en un subgénero comercial, que desactiva su capacidad crítica y a cambio extienden el conservadurismo. Creo que la fatiga distópica es cada vez mayor, y confío en que provoque una respuesta, no diría que utópica pero sí antidistópica. Cada vez hay más autores —novelistas, cineastas, artistas plásticos y hasta de videojuegos— trabajando en otras direcciones, alejándose de la rutinaria distopía, pero siguen siendo minoritarios.
En otras de tus novelas has puesto el centro en la crítica a la lógica capitalista: esa precariedad que se cuela hasta en las relaciones personales, como en Lugar seguro o la alienación del trabajo, en La mano invisible. ¿Por qué es importantes escribir hoy sobre la precariedad y sobre el mundo del trabajo, tantos años ausentes de la literatura?
Más que escribir sobre la precariedad, me interesa la posibilidad de una literatura en sí misma precaria, que logre llevar al terreno formal lo que hasta ahora se reserva al contenido, el tema, las historias. La precariedad hace tiempo que dejó de ser solo un asunto laboral, se extiende a todos los ámbitos de nuestra vida. Si nuestra narrativa personal es precaria, también deberían serlo los relatos ficticios con que construimos nuestra imagen del mundo. En ese sentido, me interesa cómo, después de que en efecto lo laboral y la precariedad hayan estado tanto tiempo fuera de la cultura —de la cultura dominante, hay que aclarar, pues no así de la que se hace en los márgenes, culturas minoritarias, resistentes y contracultura—, me interesa cómo ha ido ganando espacio en la última década, sobre todo entre autores más jóvenes para los que la precariedad no es un accidente ni un cambio, sino su única experiencia vital. Hasta en un género del que yo recelaba, como la autoficción, ha visto cómo crecen las autoficciones precarias por parte de autores nacidos en los 80, los 90 y ya también en el nuevo siglo.
En esta ocasión tampoco abandonas la crítica, pero decides incluir la posibilidad de una perspectiva de cambio. Fredric Jameson afirmó que en estos tiempos es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin el capitalismo. ¿Necesitamos utopías que nos ayuden a imaginar el fin de este sistema y lo que podremos construir después?
Necesitamos desbloquear el futuro, y eso pasa por desbloquear la imaginación política. El tantas veces mencionado realismo capitalista de Fisher se refuerza con una igualmente férrea imaginación capitalista, que encierra en un cauce muy estrecho el campo de lo imaginable. No ya es que no nos atrevamos a intentar cambiar las cosas, es que renunciamos a siquiera imaginarlo. Para eso es importante la ficción, que contemos con relatos alternativos que desarrollen una imaginación anticapitalista, otras formas de vida para las que sobran formulaciones, elaboraciones teóricas y hasta —a pequeña escala— muestras prácticas, pero faltan novelas, películas, series, teatros, obras plásticas, videojuegos y otras formas de creación que nos permitan asomarnos a ese otro futuro.
¿Crees que por aquí va aquello a lo que nos referimos cuando hablamos de la función social y política de la literatura?
No sé si hablar en términos de “función”, pero pensando en el carácter político de la literatura, me interesa la parte que solemos dejar fuera: la comunidad no solo como consumidora de relatos, sino también como generadora de los mismos. No solo necesitamos otras formas de contar y contarnos, sino también ser capaces de contar y contarnos nosotras mismas. Y eso incluye otra forma de entender la creación artística, ajena a la idea dominante y romántica del creador autónomo, soberano, independiente y por tanto irresponsable; frente a un creador que es parte de la comunidad desde y para la que crea, y con la que tiene un cierto pacto de responsabilidad. La tarea que comentaba de desbloquear el futuro, desbloqueando la imaginación, solo puede ser colectiva. Ni sálvese quien pueda, ni imagine quien pueda. Nos salvaremos en común, e imaginaremos —y a partir de lo imaginado transformaremos— en común.
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