Hay que agradecer a Aptra, organizadora de los premios Martín Fierro. Su ceremonia engalanó una vez más las discusiones que surcan el ambiente mediático argentino.
Sábado 18 de noviembre de 2017
Ilustración: Enfoque Rojo
Cada vez más agrietadas en un tiempo que prometía maquillar con diálogo y consenso la escena pública, esas discusiones reproducen uno de los deportes predilectos de la colonia artística y periodística vernácula: el ombliguismo. Salir de la autorreferencialidad es un ejercicio necesario si se trata de comprender un problema que no es nuevo ni es sólo nacional, aunque tiene su cuota idiosincrática. Algunos de los discursos daban la impresión de disfrutar la melodía orquestal de un Titanic en pleno hundimiento.
¿Significa esto que el feedlot de la publicidad oficial kirchnerista que engordó a varios empresarios o que la regulación delivery con la que el macrismo agrava la concentración de la propiedad son irrelevantes en la estructuración de los medios argentinos? No: significa que, a diferencia del Titanic, acá no hay sólo un iceberg sino un archipiélago de icebergs. Significa que, como dice el refrán, “el problema es más complejo”.
Menos apasionante que decodificar las malas nuevas que conmueven el sistema de medios desde la pelusa del propio ombligo y la versión agrietada de la realidad, pero más productivo, es dar cuentas en simultáneo del colapso del Grupo Indalo de Cristóbal López y Fabián de Sousa como del cierre de la Agencia DyN, cuyos accionistas mayoritarios eran Clarín y La Nación, por citar dos de los casos actuales que engrosan la morgue de los medios. El reciente despido de Víctor Hugo Morales de C5N en el marco de la transferencia de esa señal a nuevos operadores (OP Investments), se suma al de Roberto Navarro, ocurrido hace mes y medio. La sociedad es privada de perspectivas opositoras al gobierno, en un panorama disciplinador y monocorde. Irónicamente, la mano invisible del mercado junto a la globalización infocomunicacional resultan más duras que las denunciadas maniobras de control y manipulación del tardokirchnerismo.
Hay que ir de mayor a menor, sin embargo, para abordar la coyuntura. La descomposición radical del ecosistema de medios de comunicación es un problema global, que precariza el trabajo, reorienta el mapa de ganadores y perdedores y debilita la calidad de las producciones. En esta mutación, planetaria, habitan dos causas que son, a la vez, síntoma del padecimiento reciente, presente y futuro del sector. Cuando la orquesta del Titanic mediático argentino hace una pausa, el ruido de estos procesos aturde:
En primer lugar, la alteración de su función y de su significación social. Los medios de comunicación institucionalizaron los modos de producción y circulación masiva de información y entretenimiento, en especial la radio y la tv durante los últimos cien años. Con sus claroscuros, es decir, no siempre con garantías de verificación de fuentes ni respeto por las audiencias, cumplieron una función social relevante en términos de cohesión, distensión cotidiana y doméstica de los conflictos propios del mundo de la producción, integración de agendas públicas, apertura, reflejo y control de valores y tendencias, dotación de un imaginario de lo "nacional" y de lo "local" a las comunidades, entre otras funciones que los colocaron como una agencia de socialización digna de competirle a la familia o a la escuela.
La digitalización de los últimos años y la posibilidad de acceder a contenidos a través de múltiples plataformas en diferentes momentos por parte de audiencias y usuarios modifican de raíz esas funciones, principalmente por tres motivos: por la desprogramación de los flujos de información y entretenimiento, que ya no respetan la secuencia lineal de los programadores de radio y tv; por la desorganización de la jerarquía editorial que asignan los medios tradicionales (no sólo audiovisuales, también la prensa) a los temas que presentan en sociedad, pues la intervención de plataformas digitales que intermedian entre el productor y el destinatario jibariza el empaquetado editorial del primero y distribuye cada unidad de contenidos aislada de su conjunto; y por la migración de los usos y preferencias sociales de los recursos distintivos que antes producían, comercializaban y distribuían por un mismo canal los medios: noticias y entretenimientos.
En segundo lugar, como complemento del cambio en la función y significación social de los medios, éstos sufren el quiebre de su modelo económico. Estable durante todo el siglo pasado, sometido a los espasmos generales del comportamiento de la economía de cada país, ese modelo consistía en la comercialización de un producto unificado dirigido a un mercado masivo de consumidores indiferenciados en su mayoría y en la habilidad de capitalizar esa masividad transformándola, a su vez, en un nuevo producto que los medios de comunicación transaban con los inversores publicitarios. El negocio cerraba un círculo en el que con contenidos atractivos se consolidaba una masa de consumidores "fidelizada" que era, a su vez, el argumento de la venta de espacios publicitarios en forma de tiempo (radio y tv) o espacio (diarios y revistas). Google y Facebook capturan más del 80% de la publicidad digital global, para fastidio de los dueños de los medios, dado que buena parte de los contenidos que almacenan y motivan conversaciones e interacciones en los gigantes digitales globales son los que producen los viejos medios y otras industrias culturales como el cine y la música.
Frente a este panorama global, los gobiernos reaccionan con estrategias muy diversas y, dado el carácter inédito de la transformación del sector y su profundidad, con contradicciones. La pregunta central con el cambio social, tecnológico y económico en curso es cómo asegurar la obligación estatal de proveer acceso a los bienes y servicios de la cultura, que incluyen la producción y circulación de información plural, local y diversa, así como también competencia económica en un sector cuya tendencia inherente es a la concentración. Y esa pregunta interpela al Estado y a las políticas públicas porque el mercado no provee acceso en igualdad de condiciones, no provee información diversa ni producción local cuando no hay escala y no corrige las asimetrías económicas sino que, por el contrario, las agudiza.
A contramano de estas obligaciones, que en la Argentina tienen rango constitucional, las políticas conducidas por Mauricio Macri (y que son analizadas por el autor de esta nota junto con las de los gobiernos anteriores en su blog Quipu) asumen un carácter regresivo al ceder a los principales actores industriales del sector infocomunicacional la orientación de la regulación estatal. El sentido de estas políticas -prórroga de licencias, decretos diseñados a medida para lubricar la expansión y contracción del mercado, transferencia de recursos públicos, discrecionalidad en el manejo de la publicidad oficial disciplinando a medios opositores- acelera la crisis económica de las empresas de medios con la excepción de las más concentradas, alineadas por ahora de modo nítido con el gobierno nacional. La consecuencia de la concentración del sector es que menos actores tienen más poder y participación, en detrimento del resto. En comunicación y cultura esa consecuencia, potenciada desde el poder estatal, erosiona derechos sociales, políticos y económicos. La disciplina del mercado propiciada por Macri es restauradora de otros lapsos previos en la historia argentina, pero tiene como percutor novedoso su combinación con la avasallante reconfiguración global de las comunicaciones, lo que estrecha las capacidades productivas de organizaciones e individuos en pleno contexto de expansión tecnológica. Cada vez más las empresas de medios resultan un facilitador de otros negocios y la escala económica requerida, entonces, es mayor.
La restaurada disciplina de mercado difiere, y mucho, de la que impuso el kirchnerismo durante los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner, con políticas que negociaban la moderación del impacto de la crisis global en comunicaciones -que no era tan pronunciada en 2013 como en 2017- con la transferencia de recursos públicos a empresarios necesitados de socorro estatal a cambio de su subordinación editorial al oficialismo. En algunos casos esa sumisión fue duradera, como en el caso del grupo Veintitrés de Sergio Szpolski y Matías Garfunkel y en otros fue más efímera, como muestra el cambio de línea del Grupo Clarín en 2008, tras recibir los beneficios de la "Ley de Preservación de Bienes y Patrimonios Culturales" de junio 2003, la prórroga de la licencia de El Trece de diciembre de 2004, la suspensión del cómputo de todas las licencias audiovisuales por DNU 527/2005 y la autorización en diciembre de 2007 para que se fusionaran Cablevisión y Multicanal, verdadero motor económico del conglomerado conducido por Héctor Magnetto.
Al tiempo que se profundiza la crisis global del sector de los medios y que la extrapolación de soluciones adoptadas por empresas de referencia como el New York Times no aporta buenos resultados en contextos como el argentino, el sector es sacudido por el cambio del modo de disciplinamiento estatal, a la vez restaurador y transformador, fruto del cambio de políticas desde la asunción de Macri como presidente. ¿Dónde queda el interés público, a todo esto? Tal vez sea hora de reactualizar esa clásica pregunta en lugar de seguir engañados con la melodía en la cubierta de una gigantesca nave que se hunde.