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Mendoza: la tierra, el sol y las manos que hacen el vino

Lucho Aguilar

VENDIMIA
Foto: Cassandra Martínez

Mendoza: la tierra, el sol y las manos que hacen el vino

Lucho Aguilar

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¿Quiénes son los verdaderos hacedores de la bebida más famosa del país? ¿Cómo trabajan y cómo viven? ¿Cómo fue la histórica huelga que volcó las copas de la patria bodeguera? Iniciamos una serie de crónicas y el adelanto de un informe audiovisual sobre los obreros y obreras vitivinícolas.

Tres de la tarde. El sol azota la tierra y a cualquiera que desafíe la siesta del este mendocino. Los perros cumplen a desgano la rutina de recibir extraños y vuelven rápido a echarse bajo los árboles. Silva los mira con envidia. Apura un trago de agua y vuelve a encarar con su compadre la hilera de viñedos. Están desbrotando. Arrancan los brotes no deseados para que los buenos crezcan con más fuerza.

Cuesta seguir el movimiento de sus manos pero nunca se equivoca. Ni siquiera cuando recuerda por qué su historia está atada a esos surcos.

—Mi viejo trabajó 40 años. Le faltaban 5 meses nomás para jubilarse y no pudo disfrutar nada. Un día se sentía mal y lo acompañamos al hospital. Estuvo tres días internados y murió. Tenía problemas en los pulmones y los riñones. Era por el tractor, estuvo muchos años manejando y eso lo jodió. Cinco meses le faltaban nomás.

Silva habla sin perder el ritmo. En la habilidad de sus manos está la suerte de esas plantas para dar las mejores uvas. Esas que se convertirán en el vino que su sueldo jamás podrá comprar.

“A los patrones les pedís un aumento y te dicen ‘vamo a ver’, ‘la cosa no anduvo’. Después los ves en una Amarok, una Hilux. Siempre fue así”, dice Silva. Y sigue.

Un negocio añejo y bien guardado

La historia del vino en estas tierras lleva 500 años. Llegó en los barcos españoles junto a espadas y biblias. Don Alonso de Videla, capitán de la armada real española, fue el primer bodeguero cuyano.

Hoy Argentina es el sexto productor mundial. Gracias a los 1.000 millones de dólares que vendió fuera del país en 2021, la industria vitivinícola ya está entre las 10 principales cadenas exportadoras.

En ese gran negocio, la provincia de Mendoza siempre reclamó el reinado. Tiene con qué. Sus tierras concentran el 70 % de las hectáreas cultivadas y sus bodegas sacan el 75 % de la producción nacional. Desde los vinos de mesa de consumo masivo y las etiquetas apreciadas por la clase media, hasta llegar a los ultrapremium por los que la ‘gente bien’ puede pagar 100.000 pesos la botella. Y más también.

Hay para todos en la viña del señor.

Además del consumo interno y la exportación, en los últimos años Mendoza deslumbró con la tercera vertiente del negocio: el turismo vitivinícola. Todo ese mundo, con sus números impactantes y lujos obscenos, empezó a ser retratado en los últimos años por medios especializados. Allí se pueden conocer los vinos premiados en concursos internacionales, los descubrimientos de algún enólogo de renombre o la vida social de la oligarquía bodeguera.

Nunca habrá un recuadro para las manos y brazos que hacen funcionar uno de los complejos agroindustriales más dinámicos del capitalismo regional.

Los hacedores

Foto: Casandra Martínez y WOFA.

Un joven modelo, camisa escocesa prolijamente arremangada para lucir sus tatuajes, mira la cámara. Lleva una azada sobre el hombro. Lo que no lleva es gorra, ni anteojos, ni nada que lo proteja del sol. Un valiente.

Podría ser la tapa de una revista de moda, pero es la imagen elegida por “Wines of Argentina” para promocionar “nuestros” vinos en el mundo.

Ana Maya no salió en ninguna tapa de revista. Habla con La Izquierda Diario desde una finca en La Reducción, departamento Rivadavia.

—Nosotros somos, no sé, cómo ocultos o somos invisibles. Si vos hablas de un vino todos te dicen la marca, pero detrás de ese vino hay un montón de gente que pasa hambre, que pasa necesidades y a veces esclavitud para hacer ese vino que se sirve en distintas mesas, en distintas partes del mundo. Y los que figuran son los empresarios. No se sabe nada de los trabajadores.

Ana, junto a otras voces, nos ayudará a echar luz sobre lo que muchos ocultan: quiénes son los verdaderos hacedores y hacedoras del vino.

Arranquemos desde el campo.

Un estudio de la Universidad Nacional de Cuyo y la Organización Internacional del Trabajo calcula que el sector de viñas ocupa en Mendoza a casi 40.000 trabajadores y trabajadoras “en relación de dependencia”. Diez mil son permanentes pero el resto, la mayoría, son temporarios.

Se encargan desde la poda a la cosecha de los 15.500 viñedos que crecen en la provincia. Es tan cierto que muchas tareas se han mecanizado como que siguen dependiendo del trabajo humano. Los sistemas de riego israelíes y los aviones que desactivan tormentas de granizo se entremezclan con herramientas y condiciones laborales de hace 100 años.

—El trabajo de la viña es duro en toda temporada. En verano sufrís las altas temperaturas que te queman la piel, caminar en tierra caliente te agota el cuerpo; en invierno entras a las 7 de la mañana cuando la helada todavía está blanca como la nieve –dice Ana.

Tachos llenos, bolsillos vacíos

La imagen del cosechador cargando uvas coloridas con la cordillera de fondo es una de las pocas imágenes obreras que se permite el marketing bodeguero. Pero detrás de esos colores y sonrisas para la foto hay otra realidad.

El tacho de uva lleno pesa alrededor de 20 kilos. La última cosecha la uva tinta se pagó a 50 pesos. Ana mira hacia el viñedo y hace el cálculo. “Para ganar 5.000 pesos tenés que hacer 100 tachos. O sea entrar a la hilera y salir 200 veces. Subir y bajar el banco de cosecha pegado al camión 200 veces. Y así”.

Si trabajás “al tanto”, cada descarga se cambia por una ficha. Al terminar la semana las fichas se cambian por plata. Un obrero que recién se inicia cobra 51.000 pesos. Poca plata.

—Te imaginas que hay que trabajar 25 días para ganar 51.000 pesos. Hay botellas que salen lo mismo que el sueldo nuestro.

Los licenciados del Ministerio de Economía de la Nación le dan la razón a Ana. Según un reciente estudio del Centro de Estudios para la Producción, los dueños de los campos y viñedos son los que pagan los peores sueldos de Mendoza: 63.390 pesos en promedio. Y eso en bruto: de bolsillo serían poco más de 47.000 pesos.

Foto: Maximiliano ’Chimi’ Ríos

Esos salarios los pactan el Sindicato de Obreros y Empleados Vitivinícolas (SOEVA) con las cámaras empresarias que comparten las familias tradicionales (López, Bianchi, Zuccardi, Arizu) y los grupos multinacionales que entraron al negocio en las últimas décadas. El Ministerio de Trabajo, el Estado, le pone etiqueta a esa estafa.

En el Valle de Uco mendocino, la nueva estrella de la vitivinicultura mundial, los bodegueros baten todos los récords. El salario promedio para todo el empleo privado es de 55.000 pesos de bolsillo.

Desde esas mismas tierras sale el emblema de los vinos de alta gama de la oligarquía mendocina: el Catena Zapata Estiba Reservada. Cuesta 106.000 pesos la botella. Ana tendría que cargar y descargar 2000 tachos para tomarse uno.

Para el Día del Vitivinícola, La Izquierda Diario y Vendimia Obrera presentarán un audiovisual sobre cómo trabajan, viven y luchan quienes hacen el vino, con la realización de Dolores Contreras, Florencia Sciutti, Ana Méndez, Casandra Martínez y un equipo periodístico. Mirá el trailer

Explotación cosecha 1880

Apasionados siempre por la distinción, los bodegueros también arman varietales entre sus trabajadores y trabajadoras.

Formalmente los obreros de viña se rigen por el Convenio Colectivo de Trabajo (CCT) 154/91 del SOEVA. Allí entran los trabajadores permanentes, que son una minoría y en general tienen categorías de tractoristas, podadores o sulfatadores, aunque la polifuncionalidad es la plaga más extendida en esas tierras. El convenio tiene partes que parecen escritas por un bodeguero: recién al octavo año están obligados a mensualizarte (mientras pueden pagarte por día); el cambio de categoría recién es obligatorio tras 15 años de antigüedad (en muchos convenios alcanzan 30 días) y si no se puede trabajar por “inclemencias climáticas” el día no se paga.

Los temporarios, reclutados por cuadrilleros o cooperativas de trabajo truchas, a lo sumo pueden soñar con las categorías más bajas.

Como si tanta trampa no alcanzara, también están encuadrados en la Ley de Trabajo Agrario. Eso significa que, como todos los obreros rurales, no gozan de ese piso de derechos que brinda la Ley de Contrato de Trabajo.

Cuando termina el verano, los empresarios calculan que entran a sus campos 40.000 cosechadoras y cosechadores. Vienen desde Salta, Jujuy, Tucumán o incluso Bolivia. Una gran parte son golondrinas. Viajan siguiendo los cultivos. Algunos llegan antes de la vendimia para levantar ajo, tomate, duraznos o hacer changas. Durante 3 o 4 meses viven hacinados, muchas veces con sus familias.

La última pandemia mostró hasta dónde puede llegar el desprecio de la oligarquía bodeguera. Entonces lograron que los gobiernos provincial y nacional declararan al vino “alimento esencial”. Cientos de golondrinas, después de juntar hasta la última uva del piso, quedaron varados en las terminales varios días. Como si fueran la peste misma, el gobernador mendocino quería echarlos pero los de Jujuy y Salta no querían dejarlos llegar a sus casas. “¿Somos animales para estar tirados así? Esta gente pobre, o negra, como la quieren llamar, vinimos a sacarle la cosecha y esperamos una respuesta”, dijeron las cosechadoras con los pibes en brazos. Solo así pudieron volver.

En los últimos años, la avaricia de los dueños del vino les trajo un problema: faltan manos para la cosecha. Los patrones dicen que “la gente prefiere un plan a laburar”. La verdad es que quienes apenas sobreviven con programas sociales y changas, no quieren perderlos por llenar tachos por dos mangos y dos meses.

Los ricachones se creen los únicos que saben hacer cuentas. Andá p’allá…

Foto: Maximiliano ’Chimi’ Ríos

Granitos y cascotes

Ana se crió trabajando en la viña. Sus padres cosechaban los racimos y les daban un balde donde los niños juntaban los granos que caían. Cuando era chica lo tomaba como un juego, pero ahora esos recuerdos le traen tristeza.

—Tener seis o siete años y levantarse a las 7 de la mañana para ir a ayudar a los padres a trabajar es duro. Tenía frío, ganas de dormir, porque a esa hora los niños tienen ganas de dormir, ¿no? Mientras juntaba granos, desde los callejones de la viña veía pasar a mis compañeritos con las mochilas.

Pero solo cambiando las fichas por plata sus padres podrían comprarle los útiles y zapatillas.

Los cambios en la producción y la necesidad de “cuidar la imagen” para el turismo hicieron que el trabajo infantil hoy se vea menos. Pero la mayoría de las y los cosecheros empezaron así. “Con cuatro o cinco años ya tenías un carrito y con eso juntabas los granos y al final de la hilera te daban una fichita” recuerda Ariel. Las madres buscaban que sus hijos lo soportaran lo mejor posible. “Yo quería que no fuera sacrificado –recuerda la “Peti”– pero lo era. Entonces en el trayecto teníamos que ir jugando. A cada rato yo empezaba una guerra de cascotes y nos llenábamos de tierra”, sonríe.

En la Argentina el trabajo infantil afecta al 10 % de los y las menores de 14 años, pero en el campo ese porcentaje se duplica.

Foto: Casandra Martínez

Toda la vida en la tierra

Ana se ríe mirando a Antonio mostrando toda su (im)paciencia hasta que el tractorista pueda calzar la cámara en su camisa y filmar su trabajo. Es su compañero de toda la vida y la pone feliz que ya esté por jubilarse.

—Todo lleva a un envejecimiento precoz. Vos hablas con una persona que tiene 50 años y sufre de dolores de las rodillas, de los pies, los pulmones, los huesos. Antes, cuando la jubilación estaba a los 65 años, muchos no llegaban. O disfrutaban tres o cuatro años y fallecían. El cuerpo ya estaba agotado.

Raúl tiene 52 años pero su rostro devuelve ese envejecimiento del que habla Ana. Dice que echa abono “para que la viña tenga más fuerza”. Parece que la viña gana fuerza a costa de la de Raúl. Pero no. El hombre gambetea los surcos como Messi en Qatar. Los periodistas, en cambio, lo seguimos como un defensor croata, tropezando con torpeza. “Si trabajás sin guantes esto te quema las manos. Algunos andan así nomás”, dice señalando a sus compañeros más jóvenes. “Eso te hace mal a la cabeza”. Ceguera, cáncer, problemas en la piel, las historias que se cuentan siempre son de familiares o vecinos.

Nadie quiere pensar si le tocó la misma suerte.

Foto: Casandra Martínez

Cuando Ana dice “antes, cuando la jubilación estaba a los 65” no habla de 1945 sino de hace un año. La ley nacional que permite la jubilación anticipada para trabajadores rurales, con 57 años y 25 de aportes, tenía una excepción. El artículo 3 excluía del beneficio, “casualmente”, a los obreros de viña. Así como guardan sus mejores vinos en toneles de roble, la patria bodeguera conservó todo lo que pudo ese derecho divino de arrebatarles a sus esclavos hasta la última gota de sudor y energía.

A poco tiempo de llegar al Congreso como diputado nacional por Mendoza, Nicolás del Caño impulsó un proyecto para terminar con esa discriminación. Junto a Lautaro Jiménez y Noelia Barbeito, senadores provinciales del PTS-FITU, organizaron una campaña junto a trabajadores y activistas, recorriendo fincas de toda la provincia. La histórica lucha de los vitivinícolas autoconvocados de 2021 volvió a levantar esa bandera. En octubre de 2021 la ley fue aprobada.

Un mínimo de justicia.

Pero se tomaron su tiempo. ¿Cuántos años de explotación, cuantas siestas con los nietos, cuántas vidas se robaron los dueños del vino?

Pregúntenle a Silva, sino.

Foto: Casandra Martínez

La canasta del contratista

En esa cadena de explotación hay otro eslabón. Los contratistas de viña. Según la ley, “se considera contratista de viñas y frutales a la persona que, en forma individual o en su núcleo familiar, trabaja personalmente en el cuidado y cultivo de dichas especies”. Por ese trabajo cobran una mensualidad y al final de la temporada reciben entre un 15 y 18 % de la producción que salga.

—Supuestamente es para llevar seis hectáreas solo, pero para vivir tenés que trabajar 10 hectáreas. Y para eso tenés que hacer trabajar a la familia.

Jorge es contratista de viña desde hace más de 25 años. En diciembre cobró 35.000 pesos de mensualidad “gracias” a la paritaria firmada por el Sindicato de Contratistas de Viñas y Frutales. Si va todo bien, al final de la temporada cobrará un porcentaje del fruto de su trabajo. Con suerte serán otros 60.000 pesos mensuales para repartir en toda la familia. Pero nunca va “todo bien”. Las heladas que cayeron después de esta entrevista se llevaron una parte del trabajo.

—Cuando hablan de ingresos tendrían que poner: una canasta para no ser pobre, otra para no ser indigente y otra para el contratista… Porque estamos más abajo que la indigencia” –cuenta Ariel, uno de los referentes de los contratistas autoconvocados–. Nosotros no tenemos derecho a nada. No tenemos derecho a mandar los chicos a la escuela, no tenemos derecho a irnos al lado de la ruta a comernos un sándwich de milanesa.

El contratista fue la forma de trabajo más común desde los orígenes de la vitivinicultura. La que encontraron los oligarcas tradicionales o los nuevos ricos que tenían la tierra o el capital, pero no tenían ni el conocimiento ni las manos para que esas raíces se transformaran en fruta y más tarde en el preciado líquido. Con los cambios de las últimas décadas modelo basado en el contratista ha dejado terreno a otro basado en una minoría de trabajadores permanentes y miles de golondrinas o temporarios que realizan las tareas según las necesidades del negocio.

Hoy se calcula que en Mendoza hay más de 2.000 “familias contratistas”.

Sonia trabaja desde los 7 años.

—La mayoría de los compañeros trabaja con sus mujeres, con sus hijos y ninguno está reflejado en un recibo. Dicen “las familias contratistas trabajan tantas hectáreas”. Mentira. Las mujeres no tenemos beneficios, ninguno. No estamos visibilizadas. ¿Y qué te dicen en el sindicato? “Siempre fue así, siempre se pagó poco”.

“Siempre fue así”. Como los patrones, los burócratas repiten esas palabras como si fuera un mandato divino que no puede cuestionarse.

En los últimos meses un sector de contratistas empezó a autoconvocarse, siguiendo el ejemplo de los trabajadores de viñas y bodegas. Mario lo dice sin vueltas. “Hay mucha gente que tiene bronca y en algún momento va a salir a manifestar. El contratista es pacífico, es sumiso, pero viste que todo tiene un límite. Y la última gota rebalsa el vaso”.

Foto: Casandra Martínez

Se va llenando la copa

—El vino lo hacemos nosotros. El vino está dentro de las botellas que transportan a distintos países gracias a nosotros. Gracias a nosotros que trabajamos la viña y cosechamos unas buenas uvas y gracias a los trabajadores de las bodegas que las elaboran y hacen vinos de exquisiteces que pueden vender en distintos países estos grandes empresarios.

Ana refuerza el “nosotros” en su historia. Se sabe parte de la clase que hace mover ese gigantesco negocio. Los verdaderos hacedores. Lo aprendió desde chica, pero los últimos años la hicieron dar un paso más.

Primero empezó a reunirse con cosechadores de fincas vecinas. Después fue a reclamar al sindicato. Más tarde conoció a la izquierda y luchadores que pensaban como ella. En 2021 se convirtió en una de las referentes de “vitivinícolas autoconvocados”. Así aprendió a pelear por el salario y los cuerpos de sus compañeros y compañeras, pero también por algo más. “No me gustan las injusticias con los trabajadores, no me gusta ver sufrir a mis hijos, mis nietos. Si pudiera dar vuelta este mundo del derecho al revés lo haría”, dice.

Pero ya llegaremos a esa parte de la historia.

Esta crónica es parte de un trabajo periodístico multimedia de La Izquierda Diario y el boletín Vendimia Obrera del Movimiento de Agrupaciones Clasistas.


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Lucho Aguilar

@Lucho_Aguilar2
Nacido en Entre Ríos en 1975. Es periodista. Miembro del Partido de los Trabajadores Socialistas desde 2001. Editor general de la sección Mundo Obrero de La Izquierda Diario.