Compartimos la reflexión de una trabajadora teléfonica que decidió participar del XXXI Encuentro Nacional de Mujeres en Rosario.
Martes 11 de octubre de 2016 18:03
“Rosario siempre estuvo cerca” y, por eso, entre tantos otros motivos, participé por primera vez en un Encuentro Nacional de Mujeres.
Desde hacía varios años quería participar, pero siempre hubieron motivos (¿o excusas?), que lo impidieron: los fines de semana largos de octubre eran (o fueron) aprovechados por la familia para ir a pasear, o la nena es chiquita y cómo la voy a dejar sola… ¿y por qué pensar así? Si la nena tiene un papá que la cuida siempre, y un hermano mayor que también se desvive por ella…
Los argumentos y los mandatos también están internalizados en muchas de nosotras, ¿no? Pero una energía extraña, un deseo, una necesidad urgente me llamaba a participar: la violencia, el desprecio, la desigualdad, la denigración, la muerte de cada mujer me sacude, me atraviesa con un dolor y una bronca que necesitaba compartir y canalizar.
Cuando decidí organizarme para ir a Rosario, ya era demasiado tarde: todas las plazas hoteleras, hosteleras, residenciales, y etc., estaban colmadas. Y ahí me acordé de las mujeres de Pan y Rosas, mis amigas y compañeras Flor y Lore que siempre me invitan, siempre convocan, siempre activan y militan para pelear por los derechos de las mujeres.
A pesar de las diferencias ideológicas (en los últimos años me he sentido mucho más cerca de kirchnerismo que de la izquierda trotskista), y también (hay que decirlo) a pesar de que ya a mi edad le huyo a los acampes, a los grandes grupos y duchas compartidas (¡ay!), me sumé a la delegación docente (lista Marrón) de Pan y Rosas.
En el grupo había varias como yo que nunca habíamos participado de un Encuentro. Varias también éramos independientes y no militábamos en ninguna organización política.
La experiencia de todo el encuentro fue tan fuerte, tan difícil de transferir y contar.
Desde la convivencia con las compañeras docentes, que tan amorosamente nos trataron, con tanto respeto. El cuidado, la empatía y el desprejuicio entre todas hizo que se generara una comunidad hermanada que, luego descubrí, se daba no sólo entre nosotras y nuestro grupo, sino entre cada mujer que circulaba por la ciudad, en cada escuela, en cada taller.
Escuchar las experiencias y realidades de mujeres tan distintas, pertenecientes a estratos sociales diversos, de regiones del país tan distantes y con situaciones sociales tan disímiles, hicieron que muchas de nosotras por momentos sintiéramos la vista nublada al escuchar que, a pesar de todo, lo que nos une es el intentar salir adelante, luchar para superar los problemas, para cambiar lo imposible. No importa incluso las diferencias: juntas podremos y conseguiremos hacer realidad nuestros derechos (el más urgente, el aborto libre, seguro y gratuito).
Luego de marchar y expresarnos durante un recorrido por toda la ciudad, con gritos, cánticos, petardos, pintadas, banderas, tetazos y bengalas de colores, terminó el encuentro con mis compañeras en un abrazo tan fuerte, y sentido y colectivo como no existieron otros anteriores para mí. En 2017 nos encontraremos nuevamente (y desde ahora, para siempre) resistiendo juntas.