Dialogamos con el escritor sobre su última novela, Una oportunidad, publicada este año por Blatt & Ríos. Allí, un narrador cuyos límites con respecto al autor son siempre imprecisos, relata cómo lidió con un embrujo que le impedía hacer cosas.
Cecilia Rodríguez @cecilia.laura.r
Viernes 30 de septiembre de 2022 15:39
A la prolífica lista de libros sorprendentes y raros como Qué hacer, Gracias, Tres cuentos espirituales, El Aleph engordado y Amado Señor, Pablo Katchadjian acaba de sumar, este año, Una oportunidad. Publicada por Blatt & Ríos, la novela sigue a un narrador que quiere contar cómo lidió con un embrujo que le impedía hacer cosas, en espera de que su experiencia sea de ayuda a quienes leemos. Pero no está totalmente seguro de lo que cuenta y entonces duda, se contradice y sostiene todo tipo de ambigüedades, para invitarnos a pensar (y a divertirnos mientras lo hacemos). Dialogamos con el autor sobre algunos de los problemas que atraviesan el libro.
El libro empieza con una cita del poema de Keats, “Oda a un ruiseñor”. La cita dice: “no puedo ver qué flores hay a mis pies”. ¿Escribiste a partir de la cita o es algo que apareció al final?
La cita la puse al final, después de escribirlo. No se refiere a un momento particular sino a todo el libro. Las flores están en tu camino, pero no las ves. Y si no las ves, las pisás, las esquivás… Me parecía que era algo análogo a la escritura del libro, porque no sé qué flores piso, qué flores levanto, qué flores se ven. Y escribirlo era irme en esa oscuridad.
El punto de partida del libro es el embrujo. El narrador dice que está embrujado y que va a contarnos cómo hizo para deshacerse del embrujo. ¿Por qué ese punto de partida, de donde salió?
No tengo mucha práctica esotérica encima, pero uno a veces tiene intuiciones sobre cosas que tiene que hacer. Y en un momento tuve la idea de que tenía que consultar una bruja, sin creer necesariamente en nada. Entonces hice lo mismo que dice al principio de la novela: le escribí a una amiga astróloga y ella me pasó tres teléfonos de brujas. Tenía los tres teléfonos y no sabía a cuál llamar. Y escribí un libro. No llamé a ninguna.
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¿Leíste sobre brujas?
No mucho, siempre leo sobre esas cosas y sobre muchas otras. Son mundos interesantes. Pero no leí para el libro en particular. Fue eso: no puedo hacer algo, lo proyecto y escribo.
Hay un tema con elegir, el narrador dice: “elegir es una condena: lo ideal es que las cosas se elijan solas, que se propongan como única opción”. ¿Cómo es esto?
El otro día leía un libro de Raúl Ruiz, el cineasta. En un momento cita a un filósofo musulmán que dice: para elegir, primero hay que elegir elegir, y para elegir elegir, primero hay que elegir elegir elegir. Entonces es infinito. Y lo podría haber puesto perfectamente en el libro. Está esa idea.
Sin embargo, cuando no se puede elegir, hay un conflicto. El protagonista de otro libro tuyo, Gracias, empieza la ficción siendo un esclavo. Y el amo lo manda a hacer un trabajo humillante, que no quiere hacer. Cuando no existe elección, hay un padecer.
Si, hay un padecer, pero no tenés la necesidad de elegir tampoco. El problema para el personaje de Gracias empieza cuando puede elegir: ahí entra en tensión. Se ve obligado a elegir porque la situación es intolerable y no puede seguir haciendo lo que le mandan a hacer. Y aparece la opción: matá al amo. Aparece la opción y la pregunta: ¿lo hago o no? Y finalmente no elige, simplemente entra en crisis por no poder tomar una decisión, se escapa al bosque, se encuentra con una nena salvaje, come raíces, llega alucinado al castillo, aparece el amo, le tira un latigazo, se pelean y lo mata, pero no llegó nunca a elegir. Por algún motivo siempre está ese tema. En ¿Qué hacer? también está. Para mí, es imposible elegir.
Te dicen, ¿qué comemos Pablo, pollo o hamburguesas? ¿No elegís?
Prefiero no elegir. Salvo cuando es inevitable. Por ejemplo, si odiás el pollo: pero ahí no estás eligiendo, simplemente estás bloqueando una de las opciones. Pero si te gustan las dos, ¿a qué tendrías que estar atento? ¿a qué necesitás comer? ¿a qué te caería mejor? ¿a qué comiste antes? Es demasiado complicado. A mí me gusta cuando se eligen solas las cosas. Que es raro, porque el discurso contemporáneo es “elegí, tomá decisiones, sé libre”. ¿Pero qué elegís, generalmente?
A veces no hay demasiadas opciones o todas son muy parecidas.
Zapatillas verdes o rojas. Aparte, lo digo por esa idea de Kleist que me gusta tanto: hay un estado nuestro que sabe más que nosotros. Vos podés percibir un montón de cosas a un nivel no conciente. Cuando hacés cosas sin elegir, estás siguiendo un montón de impulsos, estás siendo guiado por un montón de fuerzas que vas percibiendo. En cambio, al momento de elegir, es como si apareciera solo la conciencia y con ella sola es muy complicado elegir. La elección debería ser algo intuitivo, pero en el momento que se plantea como elección, parece que deja de ser intuitivo. Por ejemplo, conocés a alguien, te gusta, decís: quiero estar con esta persona. Va pasando el tiempo y en algún momento aparece la opción: ¿te casás o no te casás? Y eso te paraliza. ¿Qué es esta necesidad de elegir que apareció?
Además hay decisiones que se presentan por usos y costumbres.
Es que en general no se decide. Simplemente decís: ahora llega el momento de casarse y te casás. Y está bien, va fluyendo. Bueno, elegir carrera es muy difícil. Salvo que elijas intuitivamente. Hay gente que tiene una capacidad de conectarse muy rápidamente con eso.
O es muy testaruda y no quiere volver atrás…
Y eso es dejar de elegir. Es interesante: si vos seguís, algo se empieza a armar. Es como escribir. Cuando escribís estás tomando decisiones todo el tiempo pero no estás pensando que estás tomando decisiones. Si pensás que estás tomando decisiones, te bloqueás. Entonces tenés que seguir y si te arrepentís podés volver atrás pero si seguís seguramente algo empezás a armar igual. Es ultra realista esto que digo: la vida es así: hacés algo, después haces otra cosa y algo se va armando. La cuestión es que no te bloquees.
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En un momento el narrador dice: “Creo que se le puede dar una oportunidad a la autoayuda, también. El pueblo eligió la autoayuda, ¿por qué negarse? (…) Probablemente la autoayuda sea el mejor género posible (…) y a la vez un género imposible, porque nació estropeado por el comercio y con un nombre ridículo. Así que, pienso, habría que retomar la elección pero no el género, escribir verdaderos textos de autoayuda que no sean del género autoayuda. Esto que cuento (…) podría leerse como un texto de autoayuda sin el género.”
No sé si tengo muy claro eso de la autoayuda. Todo el tiempo escribo cosas y después las pienso. Lo que escribo me lleva a pensar y hacer cosas, como si fueran oráculos que hago para mí. A veces tardo muchos años en darme cuenta de lo que hice al escribir. Hace poco, respondiendo una entrevista, entendí que escribo sobre venenos desde hace 15 años. En todos los libros hay algún tipo de envenenamiento y yo no lo había visto. Con esto de la autoayuda es igual. Eso por un lado. Por el otro, hay una fantasía de salir de la literatura, hacer un texto desde la literatura que sea, a la vez, extraliterario. Acá eso se reduce a la idea de que el libro sea útil. Que alguien lo lea y diga: “el libro me está ayudando”, que es como un tabú para el mundo de la literatura, pero al fin y al cabo uno lee muchos libros que sirven y ayudan. Entonces era encarar eso pero explícitamente: decir de entrada que el libro se propone ser útil. Mucha gente me dijo que le sirvió, lo que me fascina.
Me hace ruido eso de que “el pueblo ya eligió”. Me genera contradicción porque el narrador está inseguro de sus elecciones, pero al mismo tiempo da por sentada la elección del pueblo.
El pueblo es una entidad abstracta, elige sin elegir. Hay algo un poco irónico ahí. Porque ¿qué es la elección del pueblo? Lo que alguien decide que es. A la vez, podés percibir que alguna elección hay, pero es muy difícil llamarle elección. Sacando la discusión de qué es el pueblo, me parece que el género autoayuda es algo que está bastante elegido y que responde a necesidades genuinas.
Pero ahí se podría discutir que se elige eso porque no hay otra opción. Un amigo psicólogo me contaba que es ridículamente poca la cantidad de psicólogos en los hospitales públicos.
Bueno, pero eso es un hecho. La elección está amparada en eso, pero finalmente es lo que está elegido. Si hubiera más psicólogos se elegiría otra cosa.
El libro plantea que el embrujo se puede entender de forma metafórica. Cualquier cosa que te impida hacer algo puede ser considerado un embrujo, y el libro es una ayuda para lidiar con eso. Al final hay una serie de consignas que a veces tienen los libros de autoayuda, pero el mismo narrador dice “estoy diciendo cosas obvias”. Por ejemplo “no hay que escuchar demasiado a los demás”. Es obvio, pero ¿cuándo escuchar y cuando no?, no se sabe de antemano…
En un punto, la autoayuda es un género imposible. Desde la literatura funciona como una gran metáfora, pero después hay otras cosas. Por ejemplo, están los aforismos de Lichtenberg, que me gustan mucho. Hay uno que dice que la grandeza de Jesús fue haber trabajado con los materiales que tenía, sin pretensiones de elevarlos a otro nivel. Así, hizo una filosofía que estaba al nivel de sus seguidores: carpinteros, pescadores, trabajadores, mayormente analfabetos. Por eso hablo, en el libro, de la “elección del pueblo” en relación con la autoayuda. Podés elegir escribir un libro que sea muy complejo y está bien, pero acá quería escribir un libro que fuera completamente accesible, que no pretenda nada, que trabaje con el material que está.
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¿Tiene que ver con esto de mezclar los vinos? El protagonista en un momento compra un bar y hay una serie de mozos y mozas que trabajan en restaurantes muy caros, que le traen a su bar los culos de botella que los comensales dejaron. Entonces el protagonista sirve copas que son mezclas de vinos distintos, y por ahí mezcla un vino berreta con uno caro, y sale algo fantástico.
Sí, es esa idea de mezclar lo que tenés y de mezclar cosas malas con cosas buenas. A ver qué pasa, qué aparece. El chiste ahí es que aparece el mejor vino. Se luce un vino que no se hubiera lucido. Ahí está la idea de dar una oportunidad, que es el título del libro. Imaginate si el sistema social apuntara a darse oportunidades entre sí, que todo fuera una colaboración para dar oportunidades, sería hermoso. Bueno, es eso.
En un momento vienen de una bodega y le ofrecen comercializar una de las mezclas que hizo. Pero le exigen que oculte que uno de los vinos es berreta, para cobrar caro y vender mucho. Y él se niega. Después vienen de una bodega boutique y le ofrecen lo mismo, pero para un público más reducido y exquisito, y él se niega. Finalmente se queda con la tercera opción, que no le implica ocultar los materiales que componen su vino y además ofrecerlo a un público no especializado. Un poco eso es el libro, ¿no?
Si, totalmente. Y está lo de exponer los materiales. ¿Cuáles son? En lo que acabás de citar tenés la literatura antigua, el material de las fábulas y ese recurso de que las cosas siempre aparecen tres veces y la tercera pasa algo. Otro material es mi confusión, que no está oculta… Mi confusión sobre qué son los embrujos y qué hacen las brujas, que no lo sé, pero también mi confusión sobre cómo escribir. Eso es explícito todo el tiempo.
Hay una parte donde aparece un personaje llamado Miguel, que es amigo del narrador. Es escritor y hace literatura gauchesca. Hay una presión sobre Miguel para que escriba sobre asuntos locales, sobre lo que conoce y a partir de eso le va bien en el exterior. ¿Vos sentís esa presión?
Yo personalmente no, porque ya hice otro camino. Pero existe la presión para hacer cosas que sabés que pueden funcionar. Lo veo mucho en alumnos. Una vez estaba en EE. UU. y fui a tomar algo con unos chicos que estaban estudiando la carrera de escritura creativa en ese país. Uno dijo, como queja, “acá nos dicen que tenemos que escribir sobre lo que conocemos. No está bueno”. “No, no está bueno”. Seguimos hablando y me dice “yo crecí muy pobre en Texas”. “Ah, mirá”. Seguimos hablando y finalmente me dice: “ahora estoy terminando una novela”. “Ah, y de qué se trata”. “Es sobre crecer muy pobre en Texas”. ¿Viste? Fueron tres momentos distintos de la conversación. Como que no se había dado cuenta de que estaba haciendo lo mismo de lo que se quejaba. Está esa presión a escribir sobre lo que conocés, sobre tu ámbito chiquito. Una cosa empirista en un punto. No te vayas, tocá lo que tenés alrededor, tu pequeño mundo y hacemos conocer este pequeño mundo. Por eso a Miguel le va bien afuera escribiendo sobre su pequeño mundo.
El tema ahí es ¿qué es la literatura? En este caso es dar a conocer o construir una fantasía chiquita o muy poca fantasía alrededor de lo que conocés. Pero para mí la literatura es eso que dice Kleist: conocer ese estado que sabe más que uno y dejarlo que se exprese. De brujas sé muy poco, no es un mundo mío, y si alguien viene y me dice que mi libro le sirvió para conocer el mundo de las brujas, le voy a decir que no, que el mundo de las brujas no es así. Hay una idea que recupera Carlo Ginzburg en un ensayo, habla sobre Morelli. Este italiano inventó una técnica para descubrir cuándo los cuadros son falsificaciones, y la técnica se basaba en focalizarse en los aspectos aparentemente secundarios del cuadro: en las orejas, en los dedos, esas cosas que el pintor hace sin prestar demasiada atención. Entonces ahí donde menos atención pone, más está el pintor, lo característico de ese pintor. Ponete desatento, escribí caminando entre flores que no ves, sin saber cuáles estás pisando, y ahí va a aparecer algo que sos vos, pero tampoco sos vos, como si lo más profundamente propio fuera a la vez algo que no es propio, como si se diera vuelta. Esta es mi hipótesis de trabajo.
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El capítulo 2 es muy sorpresivo. Viene la historia del embrujo, las brujas, qué hacer con eso, y de repente aparecen Pamela y Mario, que encima van cambiando de nombres, y lo interrogan al narrador, con bastante brusquedad. ¿Qué onda?
¿A vos qué te parece?
Que te empezaste a interrogar a vos mismo.
Sí, es eso. No filtrar. Estás escribiendo algo y en un momento empezás a dudar, bueno: poné la duda en el libro, es parte del libro. Podés excluirla para que parezca que no tenés dudas, pero también podés incluirla y que eso enriquezca el libro.
El capítulo 3 también es sorpresivo. El narrador de repente se hace corresponsal de guerra. Ya me adelantaste que la guerra en la que basaste el capítulo es la que ocurrió entre Armenia y Azerbaiyán en 2020.
Si. Estuve bastante atento cuando fue esa guerra, había unos audios que mandaba gente desde allá, que circulaban.
Tu apellido es armenio.
Si.
¿Quién vino de Armenia?
Mi abuelo. Mi papá nació acá. Mi abuelo y mi abuela escaparon del genocidio y terminaron en Alepo. Se conocieron ahí. Ahí nació mi tía y después vinieron para acá y nació mi papá. Y mi bisabuelo del lado materno también vino de Armenia. Siempre estoy atento a lo que pasa. Y recibía un montón de información, leía notas y eso quedaba ahí. Cuando estaba escribiendo y apareció esta posibilidad de que el narrador fuera corresponsal de guerra, toda esa información fue encontrando su lugar.
¿Lo de los drones es cierto?
Eso leí y creo que no solo Azerbaiyán sino que es una práctica que ya está establecida. Reclutan adolescentes gamers para manejar los drones. Leí una nota, en ese momento, sobre cómo unos militares de Azerbaiyán visitaban los locales de video juegos reclutando gamers. Se requiere mucha habilidad para manejar esos drones, y la encontraron ahí. Terrible.
Tiene otro final la guerra, más lindo.
Sí, es una pequeña venganza literaria. Es como lo de las brujas. No puedo llamar a las brujas, escribo un libro. Armenia perdió la guerra, escribo y la gana. En un momento empecé a fantasear muy seriamente con hacerme corresponsal de guerra y me puse a leer libros de corresponsales de guerra y bueno, no me hice corresponsal, lo puse en el libro.
En un momento el narrador habla del instinto antiguo, dice que este instinto tiene “la tendencia a opacar todas las cosas salvo algunas pocas a las que hace brillar en exceso. Brillan los brujos, por ejemplo, y los naufragios, y se opacan los edificios y las personas. Brillan, por ejemplo, los dolores del cuerpo y se opacan las palabras rutinarias. Las palabras extrañas y cargadas de sentido brillan en exceso, por ejemplo, y se opacan los policías. La violencia policial, en cambio, brilla en exceso, y, al contrario, se opacan las instituciones”. Y sigue dando ejemplos. ¿Cómo es esto del instinto antiguo?
Es como si uno tuviera opciones de percepción de la realidad y una opción es el instinto antiguo. Es una fantasía sobre la antigüedad pero probablemente está basada en algo que está cifrado en nosotros. Podemos percibir lo básico de las fuerzas. La policía es una institución civilizada, la violencia policial no. Obviamente podemos decir que la institución policial es esencialmente violenta, y es cierto. Pero, a su vez, es como si la violencia fuera un elemento antiguo en una institución moderna. Entonces pensás: bueno, podés percibir así y con cosas menos polémicas que la policía. Por ejemplo, podés ir a un concierto y superponer a lo que estás viendo unos cavernícolas golpeando troncos con unos huesos. En un punto está eso, el concierto es la punta de un camino muy largo. Hay una idea de Pascal Quignard, de El odio a la música, que dice que puede ver en un cuarteto de cuerdas europeo, cuatro tipos vestidos de negro encorvados sobre tripas de animales. El cuarteto es como una cima civilizada, cuatro tipos sentados con instrumentos muy calibrados, muy bien construidos. El instinto antiguo te permite percibirlo como un extremo de una historia precisamente antigua, por eso en el medio están las tripas.
Esto se puede hace con cualquier actividad humana, pero ya que hablamos de arte, superpuesto al artista hay un chamán, un brujo, un tipo que cuenta cosas en un fogón, un tipo que se sube a un balde y cuenta cosas en una feria. Al escritor ruso Dovlátov le preguntan cuál es su origen como escritor y él responde que su origen son probablemente esos tipos que no querían salir a cazar, y después, los que no querían salir a cosechar, y que les gustaba contar historias en un fogón. Y entonces encontraron esta solución para no tener que hacer ninguna actividad productiva.
Al mismo tiempo la idea de que el arte no es productivo o, más bien, que no es útil, es una idea moderna, del siglo XIX
Es moderna y además es rara. Porque si hacés el ejercicio de imaginar una sociedad sin ningún tipo de producción artística, es muy difícil. Es como una especie de distopía robótica muy rara. Más irreal que cualquier fantasía que te puedas imaginar. No hay fantasía, no hay imaginación, no hay libros, no hay películas, no hay música.
No conozco ninguna distopía así.
Yo tampoco. A la vez te lo imaginás como un mundo de oficinas y fábricas, pero nunca existió. En cualquier situación el tipo llega a su casa y se pone a cantar algo o va a una fiesta y baila. Es muy difícil imaginar un mundo donde no exista algún tipo de expresión así.
Al final del libro reaparecen los interrogadores, Pamela y Mario, y lo quieren hacer sentir mal del libro que escribió. El tipo se tipo se cansa y les grita “burgueses” CITA. Y ellos se ofenden bastante.
Se ofenden porque les dice burgueses pero también porque poner la palabra burgueses en una novela está mal.
Es como un pequeño editor en el hombro diciendo “no pongas esto”.
Algo así. El libro está todo el tiempo a punto de caerse. Lo escribí todo el tiempo con esa sensación y acercándome todo el tiempo a ese borde. Y pensé todo el tiempo: esto está mal, cómo vas a poner esto. “Burgueses”, cómo vas a poner un interrogatorio sobre lo que estás escribiendo. Pero lo ponés, tirás cosas adelante que después tenés que alcanzar. ¿Y ahora qué hago con esto? Bueno, hay que sostenerlo. Además me daba un poco de cosa, ¿a dónde me paro para decirles “burgueses”? Estoy escribiendo un libro. Pero me interesaba porque había leído un libro de Franco Moretti sobre la burguesía y la literatura; y del realismo literario como una construcción de la burguesía del siglo XIX, para proyectar una imagen de estabilidad al mismo tiempo que producen desequilibrios. Y me acordaba de algo, que no recuerdo quién lo decía, pero iba de que a los nazis les gustaban las estatuas perfectas, con cuerpos perfectos, al mismo tiempo que estaban despedazando cuerpos. Esta cosa de usar el arte como un reflejo falso, como una máscara de lo que están produciendo. Y me parecía que un libro desordenado, caótico, confuso, ambiguo, contradictorio y casi mal, es un libro más honesto, formalmente hablando… y más realista, también.
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Cecilia Rodríguez
Militante del PTS-Frente de Izquierda. Escritora y parte del staff de La Izquierda Diario desde su fundación. Es autora de la novela "El triángulo" (El salmón, 2018) y de Los cuentos de la abuela loba (Hexágono, 2020)