Toda lectura de un libro tiene una conclusión. En este caso ella se encuentra fuera del mismo. Y es que en las movilizaciones de la marea verde que conmueve Argentina se vuelve vital identificar en qué consiste el “patriarcado” que hay que derribar y qué vinculación tiene con un capitalismo que también merece perecer.
Toda lectura de un libro tiene una conclusión. En este caso ella se encuentra fuera del mismo. Y es que en las movilizaciones de la marea verde que conmueve Argentina se vuelve vital identificar en qué consiste el “patriarcado” que hay que derribar y qué vinculación tiene con un capitalismo que también merece perecer. Entre las activistas también tenemos debates acerca de qué articulación de fuerzas sociales es necesaria para conquistar nuestros derechos y libertades y cómo en las calles se encuentran las posibilidades de constitución de un feminismo de clase y anticapitalista. Las lectoras sabrán disculparme que anteponga una conclusión tan coyuntural en este comentario de lectura, pero es un vínculo que merece hacerse con el más que útil libro de Cinzia Arruzza –activista feminista-socialista y profesora de filosofía de la New School of Social Research de New York–. Reeditado en castellano en 2015 (en inglés lleva el sugestivo título de Dangerous Liaisions- Amistades/ Relaciones peligrosas) es un mapa útil de las prácticas históricas y los debates teóricos del feminismo a través de los tan discutidos matrimonios y divorcios entre feminismo y marxismo.
Matrimonio socialista y divorcio estalinista
La reposición histórica que realiza Arruzza sobre el devenir del feminismo y su vinculación con el movimiento obrero repone las idas y vueltas de esta relación. En los intersticios de la revolución burguesa el “matrimonio” tuvo lugar desde las primeras décadas del siglo XIX, entre un feminismo de la igualdad y el movimiento obrero socialista. Pronto el feminismo burgués constituyó un primer desencuentro, mientras que en el movimiento obrero nació una tradición de unión con las mujeres y sus luchas. A través de los aportes de Engels, Bebel, Clara Zetkin y tantas otras, tomó forma un feminismo socialista. Un feminismo revolucionario en la experiencia de los primeros años del gobierno bolchevique, que en 1920 legalizó el aborto e impulsó una amplia batería de reformas para socializar el trabajo doméstico y promover la igualdad contra la familia tradicional y la autoridad patriarcal. A pesar de las dificultades objetivas del período se reponen los avanzados aportes teóricos de Alexandra Kollontai o de León Trotski bajo la tesis de que en ningún otro momento histórico se mostró de manera tan clara el lazo que une autoemancipación y autoorganización de las mujeres y el movimiento obrero. La ruptura de ese lazo la provocó, a los ojos de Arruzza (y también a los míos), el estalinismo con la consolidación de la burocratización de la Revolución rusa, que disolvió los organismos políticos de las mujeres en el partido y en el Estado y aplicó en los años ‘30 medidas conservadoras (contra el aborto, la homosexualidad, etc.), que consolidó una alianza duradera entre los partidos comunistas oficiales y la familia patriarcal [1].
Del frío de la posguerra al calor del ‘68
La relación entre marxismo y feminismo en la segunda posguerra se configuró a partir del conservadurismo congénito del comunismo oficial: el PC (italiano) de Togliatti y el PC (francés) que se opusieron consuetudinariamente a todas las demandas de las mujeres (en Italia se oponían especialmente al divorcio por su alianza con los católicos). La segunda ola y el nuevo feminismo nacido del ascenso del ‘68 mostró experiencias más interesantes. El libro ilustra cómo en los movimientos feministas de los años ‘70 no solo la relación con el estalinismo resultó en divorcio, sino también que el vínculo con la Nueva Izquierda fue más que accidentado.
Esta crítica a la Nueva Izquierda es muy atinada e infrecuente. En Estados Unidos, es en la relación con el movimiento negro (y la interrelación entre la opresión racial y la explotación de clase), que se constituyó el puente para la emergencia de una nueva posibilidad de anudar el lazo entre feminismo y marxismo. A través del análisis de la triple opresión que las mujeres negras sufrían, nacieron muchos de los instrumentos conceptuales característicos del nuevo feminismo, mientras una Nueva Izquierda militarista y populista las rechazaba. En esta situación el centro de gravedad del feminismo se desplazó mayoritariamente a las capas medias, retornando a los campus universitarios en los que había nacido a mediados de los ‘60.
En el ascenso del ‘68 europeo emergieron nuevas prácticas. Es el caso de Gran Bretaña donde esta experiencia tuvo la posibilidad de vincularse de cerca a las luchas obreras a través de demandas en torno a la producción y reproducción social, en un movimiento de trabajadores, usuarios de servicios públicos y feministas con demandas progresivas hacia el “Estado de Bienestar” y tendiendo a cuestionar la división sexual del trabajo. También enfrentando una serie de ataques al derecho legal al aborto (básicamente restricciones al plazo permitido) donde se logró que la Confederación Sindical convocara masivamente a enfrentarlos a instancias de la Conferencia de Mujeres del sindicato. Tanto en Francia, Italia y otras latitudes el rechazo conjunto del estalinismo y la Nueva Izquierda (maoísta, guevarista, obrerista, etc.) llevó a sectores del movimiento feminista a alejarse de las mejores tradiciones del movimiento obrero. El divorcio tuvo lugar con agudos conflictos. En Italia desde la segunda mitad de los años ‘60 y fines de los ‘70 (cuando llega a su ocaso el “Mayo rampante”) un nuevo proletariado se conjugaba con las luchas feministas por el derecho al divorcio, el aborto legal y un crecimiento veloz del empleo femenino. Pero entre el movimiento feminista y el obrerismo italiano se llegó al punto del enfrentamiento físico en 1975 en una marcha por el derecho al aborto en la que sectariamente las separatistas pretendían que fuera no-mixta y los autonomistas recurrieron al servicio de orden para imponerse. El divorcio no podía ser más escandaloso.
La gramática histórica del patriarcado
Las pensadoras feministas ofrecieron respuestas muy diferentes a esta relación entre género y clase, y teorizaron también de manera muy distinta la relación específica entre patriarcado y capitalismo.
Contra el estructuralismo y el post-estructuralismo, Arruzza propone retomar el enfoque histórico de Engels para pensar el patriarcado, explorando en la evolución del nexo entre instituciones matrimoniales y producción. Para ello retoma los estudios antropológicos actuales de Stephanie Coontz en los que afirma que, en las sociedades de linaje, antes de la aparición de la propiedad privada y el Estado (y por lo tanto antes que las clases), ya se produce el inicio de la dominación masculina. Allí, las relaciones de parentesco cumplen el rol de organizar la producción y se habría operado un pasaje de la “matrilocalidad” a la “patrilocalidad”. Si en el caso de las primeras es el linaje de la mujer y su residencia el que organiza la producción, en las segundas, son los linajes masculinos los que tienen prioridad en la residencia y por lo tanto los que permiten a los hombres apropiarse del trabajo excedente producido por las mujeres. Es una hipótesis que apunta a subsanar la apelación a un instinto de dominación masculina y explicar el origen histórico de la constitución de la herencia como modo de acumulación. Era la dependencia de los hombres del tipo de trabajo realizado por las mujeres y la apropiación de su excedente, loque había dado origen a la opresión de las mujeres. De más está decir que allí opresión económica y opresión sexual se superponían. Esta explicación histórica refuta cualquier apelación a la “debilidad” biológica de la mujer e incluso corrige el mito del matriarcado originario (mito que entendiblemente cumple un rol de autoafirmación en los movimientos feministas). Arruzza pregunta si este punto de vista, llamémoslo materialista e histórico, implica necesariamente hacer de la opresión de género una cuestión secundaria, o jerárquicamente subordinada a la explotación de clase, o incluso ¿disolverla en la opresión de clase? La respuesta es no.
Ciertamente el peligro de la clase sin el género estuvo presente de distintos modos en las polémicas entre marxismo y feminismo. El optimismo de que el ingreso de la mujer en la producción era la llave de su emancipación se demostró ilusorio en la medida en que no hay ningún automatismo en este sentido. Los desarrollos desiguales de esta proletarización, las relaciones de dependencia que conlleva, la persistencia de la familia y la imbricación entre patriarcado/capitalismo se presentan como los problemas que una perspectiva revolucionaria debe afrontar. Actualmente una más extendida feminización del trabajo obliga a pensar a la clase obrera en femenino, a riesgo de entender de modo parcial cómo funciona el capitalismo, qué es la clase obrera hoy y cuáles son las formas de la interconexión recíproca de opresión de género y explotación de clase [2].
Género como clase
Pensar el género como clase ha sido el tema de los feminismos materialistas y del feminismo obrerista que emergieron en la década del ‘70, centrados especialmente en los debates en torno al trabajo doméstico. Christine Delphy en Francia y las italianas Mariarosa Della Costa, Alicia del Re y la norteamericana Selma James comparten la tesis que considera el trabajo doméstico como trabajo productivo y, por lo tanto, como explotado. La analogía termina ahí, derivan distintas teorías y distintas políticas de este hecho. Para Delphy y Diana Leonard este modo de producción doméstico es anterior al capitalismo y, aunque empírica e históricamente está vinculado al modo de producción capitalista, conserva una lógica sistémica propia. Por lo tanto, para ellas, la denuncia de un modo de producción patriarcal que tiene lugar en el ámbito doméstico es lo esencial. El beneficiario de esta explotación es el género masculino y pensar en una condición de clase común frente al capital sería un “obstáculoepistemológico” patriarcal. La conclusión para las feministas materialistas, como señalaba sin ambages el título de uno de los libros de Delphy, es que el “enemigo principal” es el patriarcado y por lo tanto los antagonismos entre mujeres y hombres. Pero la tesis de que todas las mujeres participan del mismo modo en un modo de producción doméstico, ya sea una mujer trabajadora o una mujer burguesa, tiene problemas empíricos insalvables y lleva a pensar que la opresión femenina adopta la misma forma independientemente de la clase a la que se pertenezca. Y más aún a indiferenciar sus estrategias para luchar contra la opresión, desconociendo la condición de clase común de las trabajadoras con los trabajadores varones y rompiendo la solidaridad entre ambos. El punto de vista de las obreristas es muy distinto. Para ellas el capitalismo, al negar a la familia como unidad productiva, relega a la mujer a un rol de reproducción de la fuerza de trabajo invisibilizado. Una esclavitud no asalariada en función de reproducir la esclavitud asalariada. Como el trabajo doméstico es productivo, aunque no pago –ya que el salario solo cubre los valores de uso puestos en la producción doméstica pero no el tiempo de trabajo que tiene lugar allí–, la denuncia del mismo constituye una denuncia del capitalismo, y la exigencia de un salario para el trabajo doméstico una lucha común de la familia obrera [3]. A pesar de que señalan lagunas en las teorizaciones marxistas sobre el trabajo reproductivo, para Arruzza ambas teorías caen en confusiones analíticas. Para desarrollar este punto ella retoma la teoría del valor de Marx (inspirada en los argumentos que en los ‘70 se expusieron en la revista trotskista Critique Communiste) sosteniendo que el trabajo reproductivo de la fuerza de trabajo contribuye indirectamente a la valorización de las mercancías, dado que se realiza bajo una relación de dependencia personal (históricamente codificada, jurídica y simbólicamente, en el matrimonio), precisamente porque el capitalismo sustrajo a la familia del mercado. Esto nos lleva al debate sobre los vínculos entre patriarcado y capitalismo a partir de la famosa contribución que Heide Hartmann realizó en 1979 (El matrimonio infeliz de marxismo y feminismo), según la cual no puede hablarse de un patriarcado “puro” porque éste siempre se encuentra enraizado en el seno de determinadas relaciones de producción. Es preciso distinguir el patriarcado esclavista, del feudal y del capitalista. Las estructuras patriarcales no están sostenidas ahistóricamente en una estructura psicológicao cultural. Sin embargo, para Hartmann, a pesar de su imbricación, ambas funcionan según leyes específicas y lógicas internas diferenciales, conformando dos sistemas. De ahí que haya sido criticada por Iris Young, entre otras, quien señaló que su historización es insuficiente para pensar la especificidad del capitalismo. Una opresión milenaria no puede encontrar su fundamento inicial en el modo de producción capitalista, pero otras características del capitalismo también comparten esta condición sin constituir por eso un sistema separado. La división del trabajo y la explotación (en tanto extracción de trabajo excedente) son previas al modo de producción capitalista: ¿significa eso que conservan al interior del capitalismo un sistema propio?, se interroga Young. Si es así, el análisis del capital corresponde a los seguidores de Marx (utilizando categorías “ciegas al sexo”) y el feminismo tiene exclusividad en la crítica cultural de la lógica patriarcal.
Las resonancias de este debate sobre la teoría unitaria aparecen actualmente en los desarrollos marxistas de la Teoría de la Reproducción Social, que retoman la unidad indisoluble que señalaba Marx entre producción y reproducción. Tanto contra las teorías del sistema dual (o trial al incorporar la cuestión de la opresión racial como hace Sylvia Walby en Teorizando el patriarcado), como contra quienes sostienen un capitalismo “indiferente”, que mantendría una relación simplemente instrumental con la opresión de género y racial y cuyos fundamentos estarían en remanentes pre-capitalistas que conservarían su propia lógica [4]. Al contrario, la “teoría unitaria” del feminismo marxista sostiene que la opresión de género y racial no son sistemas autónomos sino una parte integral de una sociedad capitalista que se desarrolla de manera desigual, en un largo proceso histórico que ha disuelto las anteriores formas de vida social, y combinadamente, introduciendo las opresiones en el seno del dominio del capital.
Género sin clase
La crítica a las posiciones que Arruzza denomina el género sin la clase agrupan tanto al feminismo radical y los debates sobre el psicoanálisis y el feminismo de la diferencia, como también a aquellas que cuestionan el binarismo y los planteos de performatividad. Con el reflujo del ascenso del ‘68 el nuevo feminismo tendió a naufragar. Mucha literatura del período preanunciaba este divorcio: desde el provocador Escupamos sobre Hegel de Carla Lonzi, pasando por los textos del feminismo radical norteamericano, francés y británico. Pero la crítica a los enfoques posmodernos es realizada en el libro de manera sutil y efectiva. De este conjunto de discusiones adquiere importancia el planteo de Judith Butler de la heterosexualidad como un imperativo obligatorio del capitalismo. La familia nuclear y la norma heterosexual juegan un papel central en el proceso de reproducción de la fuerza de trabajo. No estamos, por lo tanto, ante una cuestión “meramente cultural”, sino ante un hecho material. Para Nancy Fraser, en su crítica a Butler, el hecho de que el imperativo heterosexual sea material no implica que sea económico. Fraser se detiene ahí, sin señalar que el marxismo precisamente pone en cuestión qué es “lo económico” contra el fetichismo de la mercancía. Para Arruzza (siguiendo en este punto a Daniel Bensaïd) precisamente ahí empieza el problema, ya que en Marx el capital articula procesos de producción, circulación (y distribución) y reproducción de manera dinámica y simultáneamente. Así, Arruzza interpela a Butler desde otro ángulo, preguntando ¿qué hace que el género sea continuamente performado, en qué consiste y sobre qué se apoya esta coercitividad de la norma? Eso implica volver a repensar su vinculación con la organización capitalista de las relaciones sociales [5].
Y ahora que estamos juntas…
Para concluir, el mapa propuesto por el libro permite pensar algunas conclusiones útiles acerca del patriarcado que queremos derribar. Si como forma de producción el patriarcado cesó hace tiempo, y sus relaciones de poder, la ideología patriarcal, el machismo y la heterosexualidad obligatoria no constituyen un sistema social en sí mismo, sino que están imbricadas de manera estructural en el capitalismo, derribarlo requiere de una alianza estratégica entre el feminismo y la clase obrera si queremos acabar con todas sus miserias.
COMENTARIOS