Martes 23 de septiembre de 2014
Siempre había un árbol gigante, que aparecía imprevisto, cuando uno intentaba decir en un picnic de primavera que te quiero, Marcela. La niña de un año menor de la secundaria, se escondía detrás y ese juego de escondidas terminaba cuando la pelota nos daba en la cabeza que era la señal de los compañeros de vamos a jugar al fútbol y no ves que no te da bolilla. Eran lindos los picnics en los bosques de Palermo, en los cuales cada chica llevaba algo de comer y los pibes, las gaseosas. Pero más allá de los fracasos de seducción, era evidente que la primavera nos encendía, pero más que nada ese mismo día de la primavera, el del picnic, donde todo era posible aunque nada lo fuera. La sangre daba vueltas, trastornada, y entonces íbamos y veníamos, hacíamos un gol, intentábamos un beso, comíamos un sándwich, saltábamos, nos caíamos, y en una de esas nos íbamos al zoológico a joder, no a otra cosa, como jodía el Negro Suárez a los pobres y resignados animales. En uno de esos alocados picnics de primavera, molestó tanto a la jirafa que se acercaba a ver de qué se trataban los animales del otro lado, que de repente, en un movimiento veloz, revoleó su infinito cuello hacia abajo para darle la cornada que el Negro se merecía. Ahí me enteré que las jirafas tienen cuernos, y de los notables reflejos de mi compañero, que milimétricamente consiguió esquivarla y encima al grito de “ole…”.
Hoy también los jóvenes celebran sus picnics de la primavera. Pero al parecer no hay tanto árbol entrometido, y las Marcelas de ahora no dan tantas vueltas por un simple beso. Y seguro que no muchos se animarán a cruzarse al zoológico, por los 130 pesos de la entrada y por tanto olor de los viejos animales, y la pena de su encierro y destino. Es que hoy, además de mayor libertad sexual, la juventud tiene conciencia de la ineficacia de estas cárceles. Todavía algunos recuerdan la triste muerte del oso polar Winner –vaya ironía- que falleció a fines de 2012 muerto de calor y harto de los cohetes de las fiestas.
El picnic, como tantas cosas en este Sur que también existe, llegó como una tradición inglesa, de campiña y tea five o’clock. En la Edad Media, tanto los campesinos como los nobles, durante sus viajes, comían al aire libre. En el siglo XVIII pasó a ser una costumbre de aristócratas. Pero en el siglo posterior el picnic se pone de moda en gran parte de Europa. En realidad era “el día de campo” en un contexto de vuelta a la naturaleza promovido, por ejemplo, por los escritores franceses Emile Zola y Guy de Maupssant. Al primero lo consideraron el padre del naturalismo, y a Guy un excéntrico que gustaba hacer el amor en cualquier parte y al sol, y que supo decir, en un picnic, que “el individuo que se contente con una mujer toda su vida, estaría al margen de las leyes de la naturaleza”. También, a los célebres impresionistas Claude Monet y Edouard Manet les placía crear sus pinturas al aire libre, y entre pinceladas se bebían un trago y comían algo con sus compañías de ocasión.
Pero aquí abajo, abajo, hay muchachas y pibes que no sabemos si hacen un picnic. No sabemos si lo hacen en la Villa 31 de Retiro, porque los están tapando con un murallón. ¿Y dónde prepararán sus picnics los chicos desalojados del predio de Villa Lugano…? No todos tienen acceso a un picnic, ni siquiera el del día de la primavera.