La miniserie de Netflix narra la historia de una chica de 19 años que huye de la comunidad en la que nació y creció en búsqueda de su libertad. No apta para miradas prejuiciosas.
Esty tiene 19 años y vive en Nueva York. Contada de esa forma, parece una historia más entre la de muchas personas de 19 años que viven en esa ciudad. Pero la de Esty es una vida que conjuga una singularidad, vive en una comunidad jasídica, y una característica común a la de muchas personas en el mundo, es mujer.
Williamsburg es un barrio conocido por sus barbas hipsters, un circuito gastronómico y cultural, del distrito de Brooklyn en Nueva York. Es menos conocido que sus calles albergan a Satmar, una comunidad jasídica fundada por el rabino Joel Teitelbaum a comienzos del siglo XX y formada por migrantes húngaros que se instalaron en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.
Casi desconocida para el público que creció rodeado de las costumbres cristianas de diferentes ramas, la ultraortodoxia judía es vista con muchos prejuicios, en general, y algo de condescendencia con sus mujeres, en particular. Y esa mirada es casi imposible de evadir para la mayoría de quienes ponemos play al primer episodio de Poco ortodoxa. Disponible en Netflix (y plataformas alternativas gratuitas), esta miniserie alemana creada por Anna Winger y Alexa Koralinski es una ventana a historias que comparten muchas más cosas de lo esperado con otras, a pesar de las diferencias religiosas y culturales.
La serie es una adaptación del libro de Deborah Feldman sobre su vida en esa comunidad, Unorthodox: The Scandalous Rejection of My Hasidic Roots (Unorthodox: El rechazo escandaloso de mis raíces jasídicas). Hablada en Yidish, recrea un universo que vemos reproducido detalle a detalle, de tal manera que podemos oler los olores de esos departamentos, saborear la comida y sentir la incomodidad del clima opresivo decorado con sillones forrados en plástico y camas individuales, donde la religión es omnipresente. La serie se reparte entre el drama y algo de thriller, marcado por las persecuciones de los enviados a Berlín a “traerla de vuelta a casa”, con la ingenuidad de Yanky, devoto de su religión y del amor por Esty, y un poco de gestos mafiosos del primo-oveja negra Moishe, atravesado por la Torá “de la calle” y el fondo de pantalla del rabino en su celular.
Dios esperaba demasiado de mí
Así explica Esty su viaje de Nueva York a Berlín. Y es en estas primeras impresiones personales que nos chocamos con las observaciones prejuiciosas empapadas de la mirada occidental (acostumbrada a los ritos cristianos). “Hablás como si hubiera estado presa”, le dice Esty a una nueva amiga en Berlín, rostro cosmopolita de Alemania. En esas palabras sencillas y directas narra la experiencia de quienes, a veces sin conocer más que una realidad o sin otras alternativas, viven su vida. Eso no impide, como aprenderemos, que surjan interrogantes y dudas. Esty se pregunta muchas cosas, quizás demasiadas para lo que se espera de ella, y tiene pasiones que nadie le enseñó y sin embargo arden, como la música.
“¿Tocás el piano?”, “Cuando nadie me ve”, algo que confirmamos con la revelación conmovedora del teclado de cartón que vive debajo de su cama de soltera. Sin saberlo, eso abre una puerta a lo desconocido. La profesora de piano, esa mujer no judía a la que su familia le alquila un departamento y trata con desprecio cada vez que puede, es una aliada inesperada sin condicionamientos ni exigencias. Las personas indispensables cuando tu “lugar en el mundo” deja de ser un refugio.
La serie se divide en dos tiempos, entre flashbacks de Williamsburg y el presente en Berlín (quizás con demasiado énfasis en el choque de opresión y libertad, especialmente cuando pensamos en la vida de millones de migrantes para quienes las becas para “circunstancias extraordinarias” son justamente extraordinarias). El hilo entre esos dos momentos es Esty, que atraviesa una transformación mucho menos dramática de lo que imaginamos de este lado de la pantalla, pero no por eso menos profunda. Esty no abandona sus creencias, aunque sí empieza a dudar de las interpretaciones de los hombres sobre cómo se viven esas creencias en la vida cotidiana.
Entre el pasado y el presente de Esty también están en tensión constante las ideas que dieron vida a las comunidades de sobrevivientes del Holocausto, como la de Satmar en Brooklyn, y las generaciones jóvenes que conviven en un mundo globalizado con el que se relacionan de forma contradictoria (esa tensión está muy presente en el personaje de Moishe, el primo que se fue y volvió, portador de ese teléfono celular al que el inocente Yanky le pregunta, “¿Dónde está Esty, teléfono?”).
La vida de los hombres
Poco ortodoxa es la historia de una mujer que, en la búsqueda por vivir su vida, inicialmente según sus creencias, se choca con imposiciones y prejuicios culturales y religiosos. En esa búsqueda, identificamos con Esty las estructuras de opresión que se edifican sobre la fe, judía ortodoxa en esta historia pero que podría ser reemplazada por otras. El matrimonio, la maternidad obligatoria, la familia, el mandato del placer masculino, ninguna de estas imposiciones son exclusivas del judaísmo.
Y, sin embargo, las vemos con comodidad hasta que advertimos que son también mandatos seculares, funcionales con diferentes modos a las sociedades patriarcales. Porque aunque el “patriarcado institucionalizado”, como lo define el sociólogo sueco, Göran Therborn, es uno de los grandes perdedores del siglo XX, sus instituciones (la familia, la monogamia obligatoria para las mujeres, entre otras) se transformaron pero siguen condicionando la vida de la mayoría de las personas, especialmente de las mujeres.
La comodidad se termina cuando observamos el mundo “desde afuera” (porque no es el nuestro), a través de reglas específicas que no tenemos naturalizadas, todo parece más claro. El episodio que construye de forma trabajosa y un poco agobiante la ceremonia del matrimonio puede ser aburrido para la mirada ansiosa. Sin embargo, si nos detuviéramos a ver en detalle cada paso de cualquier ceremonia religiosa que nos es ajena, cada ritual secular como agujerear las orejas de las mujeres al nacer y no las de los varones, usar calzado no funcional con fines estéticos (según los valores patriarcales) u obligar a una forma determinada de relaciones sexo-afectivas, todo parece perder sentido.
Los personajes “secundarios” de Poco ortodoxa son una galería humana sin desperdicio. Las madres conservadoras, “las pecadoras”, y su relación con la nueva generación, con los reproches y agradecimientos (que no siempre son cómo los prefiguramos desde el living), las suegras, las tías y las sexólogas (diseñadoras del placer a medida de la reproducción), las vecinas y las parientes con todos los hijos “que deberías tener”, las personas mayores, fuente de autoridad pero también de imposiciones que tienen más que ver con los humanos que con los dioses. ¿Qué detona las decisiones de Esty? ¿Qué la hace sentir fuera de lugar? ¿Alguien la rescata? ¿Necesita ser rescatada?
Muchos de los descubrimientos de la vida “afuera” parecen increíbles en 2020 (pero también son un recordatorio, a veces incómodo, de que mucha más gente de la que creemos no vive rodeada de conectividad ni de multiculturalismo, y no por motivos religiosos sino sociales y económicos). Lo que en las democracias capitalistas se llama con demasiada determinación “identidad” no es algo constantemente pensado, y es probable que muchas personas durante gran parte de nuestras vidas no nos pensemos todos los días. Muchas cosas construyen “lo que somos”, en el viaje de Esty lo vemos desarmado paso a paso: la ropa, las palabras que usamos, los lugares donde vamos, las personas con las que nos relacionamos y, como aprende nuestra “heroína” un poco a los golpes, las condiciones materiales que la obligan a encuentros de los que no estaba segura cuando emprendió su viaje (spoiler alert: esto no es reduccionismo, más bien son los contornos de las vivencias de la opresión, como explica muy bien uno de los amigos berlineses –cool y resuelto a los ojos de Esty–: “Imagínate un chico gay como yo en Nigeria, ¡con un chelo!”). La realidad material no impide reflexionar, cuestionar u oponerse a las opresiones que incluye la vida en las democracias de “libre elección” e “igualdad de oportunidades”.
Quizás, la invitación más interesante de Poco ortodoxa es a mirar la vida con los ojos de esa mujer que está tan convencida de sus creencias (que en esta historia son religiosas) como de su derecho a ser libre, y esa convicción la hace tomar el toro por las astas.
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