Trump instaló formalmente a John Kelly como jefe de gabinete. Este general retirado con fama de disciplinador llega buscando poner orden entre las distintas camarillas que disputan el poder en la Casa Blanca.
Miércoles 2 de agosto de 2017
El 31 de julio el presidente Donald Trump instaló formalmente a John Kelly como su flamante jefe de gabinete. Este general retirado con fama de disciplinador llega con el mandato explícito de poner orden entre las distintas camarillas que disputan el poder en la Casa Blanca, a la que el ingenio popular ha rebautizado como “House of Chaos”.
Como primera muestra de autoridad, a la media hora de haber asumido, Kelly hizo despedir a Anthony Scaramucci, el efímero e impresentable director de comunicaciones que fungió como alter ego de Trump. Recordemos que Scaramucci, estuvo solo 10 días en su cargo, quitándole el récord al general Michael Flynn que hasta ahora ranqueaba primero con 29 días de permanencia como asesor de seguridad nacional. Esos escasos 10 días fueron suficientes para que “the Mooch” como se lo apoda, hiciera un desparramo. Antes de su despido precipitó la renuncia del secretario de prensa, Sean Spicer; anunció el desplazamiento del exjefe de gabinete, Reince Priebus, al que con poco elegancia llamó “fucking paranoide” y lo responsabilizó por filtraciones a la prensa; y arremetió contra el representante de la “alt right” Stephen Bannon, al que acusó de “auto fellatio” en una entrevista reproducida sin censura en The New Yorker.
La purga parece no haber concluido. En la mira está el procurador general, Jeff Sessions, un conservador que llegó a su puesto de la mano del presidente pero que cayó en desgracia cuando se recusó de la investigación sobre la supuesta injerencia rusa en la campaña electoral de 2016. Para Trump es el responsable directo de que se haya constituido un comité especial para investigar el llamado Rusiagate, que tiene entre sus principales sospechosos a integrantes del núcleo familiar del presidente.
La vertiginosa rotación de personal en puestos clave de la administración, incluido el despido del jefe del FBI, es producto de la intensa lucha entre camarillas y grupos de interés, y da una medida de la profundidad de la crisis política en la principal potencia imperialista. Un periodista del sitio FiveThirtytEight identificó al menos ocho sectores que pugnan por influir en las decisiones de la Casa Blanca –diversas alas del partido republicano, el núcleo familiar, la extrema derecha, Wall Street, los “exdemócratas”- entre las cuales Trump pretendía actuar como árbitro. Sin embargo, los seis primeros meses turbulentos de su presidencia indican que estas rivalidades se salen fácilmente de control.
En el plano externo, la sintonía de Estados Unidos con las derechas latinoamericanas que se ve en la política agresiva contra Cuba y Venezuela, no alcanzan a configurar una estrategia.
Como se vio en la cumbre del G20 la política de “America First” está deteriorando las relaciones con otras potencias imperialistas, en particular Alemania.
El cambio de orientación que proponía Trump hacia mejorar las relaciones con Rusia está en ruinas. No solo el escándalo del Rusiagate salpica a su familia, su presidencia y agita el fantasma del impeachment. El Senado votó por mayoría aplastante, con el voto en contra de Bernie Sanders y del republicano Paul Ryan, una nueva ronda de sanciones contra Rusia. Este es uno de los principales ejes del partido demócrata, que considera que los servicios rusos metieron la cola para favorecer a Trump contra Hillary Clinton.
Arrinconado por las filtraciones de las relaciones de funcionarios y miembros de su círculo íntimo con funcionarios del gobierno de Putin, Trump convirtió las sanciones contra Rusia, Corea del Norte e Irán en ley y política de estado. Se ha instalado nuevamente una atmósfera tensa cargada de retórica propia de la Guerra Fría. Putin respondió expulsando a más de 700 funcionarios de la embajada norteamericana en Rusia, una medida con fuerte contenido simbólico, aunque el verdadero peligro está en la escalada de otros conflictos, como el de Ucrania. El despliegue de 100.000 soldados rusos en las fronteras del territorio de la OTAN ya encendió la alarma.
Una situación potencialmente más peligrosa por sus consecuencias es el conflicto con Corea del Norte. Por segunda vez en un mes, el régimen norcoreano probó el pasado viernes un misil balístico intercontinental. Ante esto la reacción de Trump fue increpar a China con una catarata de tuits y sin dar demasiados detalles, insistir que están todas las opciones sobre la mesa.
En el Medio Oriente, la polarización introducida por la política exterior de Trump amenaza con extender y profundizar el conflicto intra islámico entre chiitas y sunitas, expresado en la guerra fría regional entre Arabia Saudita e Irán. En su viaje a la región Trump alentó la formación de una alianza sunita encabezada por la monarquía saudita que debutó con un boicot contra Qatar, uno de sus rivales que le disputa influencia regional. La jugada, que produjo una crisis diplomática, militar y económica sin precedentes no está exenta de riesgos para Estados Unidos: este pequeño estado del golfo alberga nada menos que el comando militar y unos 10.000 soldados norteamericanos.
La tarea de Kelly no luce para nada sencilla. Intentará disciplinar manu militari a las diversas fracciones. Y sin el expertise político ni las relaciones con el establishment partidario que tenía R. Priebus deberá remontar la derrota resonante de su jefe en el senado, donde murió su iniciativa para derogar el sistema de salud conocido como Obamacare, nada menos que por los votos de tres senadores republicanos.
La agenda parlamentaria futura es aún más incierta con proyectos polémicos como una audaz reforma tributaria que promete recortar cualitativamente los impuestos a las corporaciones, la aprobación del presupuesto y de la ampliación del margen de endeudamiento, el plan de infraestructura y las leyes antiinmigratorias.
A su vez, se avizora complejo el escenario de la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que iniciará el 16 de agosto próximo, ante la imprevisibilidad de la administración Trump.
Esta crisis se expresa en la bajísima popularidad del presidente. Según la última encuesta de ABC News/Washington Post, la tasa de aprobación de Trump es de apenas el 36%, limitada fundamentalmente a su base electoral, mientras que el un 58% desaprueba su gestión. Algunas noticias, como el anuncio de Foxconn de que invertirá 7000 millones de dólares en una planta en Winsconsin no alcanzan a revertir este clima ni a darle dinamismo a su presidencia que aún es una incógnita. Lo que hasta el momento parece tener más éxito es la política de persecución de inmigrantes, a la que John Kelly como secretario de seguridad interior contribuyó de manera cualitativa.
Los seis meses transcurridos confirman que el de Trump es un gobierno bonapartista débil, con una base social estrecha, que busca apoyo en sectores del aparato estatal, en particular, los militares. Actualmente, tres de los cuatro puestos más importantes del poder ejecutivo están ocupados por militares: John Kelly un general cuatro estrellas como jefe de gabinete; el general James Mattis como secretario de defensa y el teniente general H.R. McMaster como asesor de seguridad nacional.
El antecedente histórico de que un militar ocupe el cargo de jefe de gabinete es nada menos que el segundo gobierno de Richard Nixon, cuando en 1974 nombró a Alexander Haig, que según su propio relato fue el encargado de convencerlo de que renuncie ante el escándalo de Watergate. Esto no quiere decir que Trump seguirá el camino de Nixon, pero sí que son tiempos extraordinarios.
El partido demócrata no logra recuperarse del golpe de la derrota de Hillary Clinton. Amenazó con capitalizar el “antitrumpismo” pero por ahora no sale de su estupor y de su compromiso de dar gobernabilidad. Incluso sus voceros progresistas como Nancy Pelosi, han acompañado el nombramiento de John Kelly, que cuenta entre sus antecedentes haber administrado la cárcel de Guantánamo y ser el ejecutor, bajo el gobierno de Trump, de la política policial contra los inmigrantes.
La polarización social y política que se expresó por izquierda en la base de jóvenes que adhirieron a la campaña de Bernie Sanders, atraídos por su promesa de “revolución política”, “socialismo democrático” y su denuncia a la casta de los dos grandes partidos patronales, no se agotó con la subordinación de Sanders a la campaña de Clinton. Muchos de estos jóvenes, que han despertado a la vida política, hoy se han integrado al Democratic Socialist of America (DSA por sus siglas en inglés), que según sus organizadores pasó de 8.000 a 21.000 afiliados en los seis meses de la presidencia de Trump. El DSA es un viejo partido reformista que aún reivindica su pertenencia a la Segunda Internacional. Como otras formaciones similares, -Podemos, Syriza o el Partido Laborista británico-, tienen como estrategia la gestión del estado capitalista y en esto no se diferencia de la vieja socialdemocracia. Las ilusiones en estas variantes reformistas crean las condiciones para una nueva frustración.
Es cierto que aún no estamos ante procesos generalizados de radicalización política. Pero este nuevo fenómeno político que se expresa hoy en la juventud, que sufre las consecuencias de la crisis, la desocupación, los bajos salarios, la precarización laboral, que tiene vedado el acceso a la educación y que tiene la certeza de que vivará peor que la generación anterior, es la base para construir una fuerza política verdaderamente anticapitalista. Ese es nuestro desafío.
Claudia Cinatti
Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.