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Red Internacional
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ESCENARIO POS ELECTORAL. ¿Por qué resiste Trump?

A más de una semana de las elecciones, y un poco menos desde que Joe Biden fuera proclamado presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump aún no ha asumido la derrota. Eso implica que tampoco se ha iniciado formalmente la transición entre las dos administraciones, que según usos y costumbres de la alternancia bipartidista, suele ser relativamente ordenada aunque nunca del todo pacífica.

Jueves 12 de noviembre de 2020 00:48

La breve coyuntura de inestabilidad política instalada la noche del 3 de noviembre, se cerró para casi todo el mundo el sábado 7, cuando Pensilvania y Nevada se pintaron de azul y permitieron que Biden superara el número mágico de los 270 delegados en el Colegio Electoral.

Por arriba, el partido demócrata y el republicano son los dos partidos de Wall Street y la burguesía imperialista. Pero por abajo, a la hora de legitimar el régimen político de la plutocracia, se basan en coaliciones electorales distintas, que con pocos matices se han repetido en esta elección. La base electoral demócrata está en las ciudades, en los sectores de menores ingresos, sindicalizados, jóvenes, precarios, afrodescendientes, latinos y LGTB. La base electoral republicana está concentrada en las zonas rurales, mayormente masculina, blanca, de mediana edad, de ingresos superiores a 100.000 dólares anuales y de nivel educativo básico. La sorpresa fue el mejor desempeño de Trump en sectores latinos, no solo entre el gusanaje de Florida, algo esperable, sino en bastiones demócratas como el empobrecido Valle de Río Grande en Texas (Mike Davis los llama los republicanos del Valle del Río Grande). De conjunto, la elección no fue el repudio masivo a Trump que, contra todos los pronósticos, aumentó su caudal electoral. Fue más reñida de lo esperado y terminó definiéndose a dentelladas en los mismos swing states que definieron la elección de 2016, lo que dejó una sensación incómoda de un seudo “empate catastrófico”. Aunque haya ganado Biden no solo en el Colegio Electoral sino también en el “voto popular”, los 70 millones de votos que obtuvo Trump es un capital político disponible.

En este marco de profunda polarización, la política de Trump de torpedear la elección ha abierto un escenario pos electoral enrarecido y cargado de tensiones.

La decisión de Trump de no asumirse como loser y negarse a ser un “pato rengo” en los poco más de dos meses que le quedan en la Casa Blanca era previsible. Denunció fraude por anticipado en el último tramo de la campaña, cuando se palpitaba su derrota. Y no es ningún secreto que ya tenía preparado un ejército de abogados, encabezados por el exalcade mano dura de Nueva York, Rudy Giuliani, para litigar en las cortes lo que se le negara en las urnas. El que avisa no traiciona.

Trump insiste en que no perdió sino que le robaron la elección. Hizo presentaciones judiciales en algunos estados, en particular en los swing states en los que Biden dio vuelta la tendencia con el conteo del voto por correo y fueron decisivos para su triunfo. Pero es evidente que está flojo de papeles para demostrarlo. Los fallos adversos en varias instancias indican que no hay predisposición de la justicia a sumarse al clima de inestabilidad e incertidumbre que implicaría poner en cuestión el resultado electoral. Además, en la clase dominante prima el interés de tener un gobierno –republicano o demócrata, no importa- con legitimidad para perseguir la agenda del capital imperialista tanto en el plano doméstico en la situación pos movilizaciones contra el racismo, como en un mundo convulsionado por la pandemia del coronavirus, las tensiones geopolíticas y la emergencia de China como competidor estratégico.

Los analistas ensayan distintas explicaciones para la resistencia trumpista. Están las interpretaciones psicológicas de rigor, que hacen eje en el carácter negador y narcisista de Trump, incapaz de procesar una derrota. Y también las diversas hipótesis políticas. Pero casi nadie, ni siquiera los medios y revistas más afines a Trump, considera seriamente que pueda revertir el triunfo de Biden. Incluso los que mantienen la intriga sobre las irregularidades, como National Review, dicen que es hora de dar vuelta la página y prepararse para la guerra contra el próximo gobierno.

El acompañamiento institucional del partido republicano en la cruzada por desconocer el resultado fue recibido con desconcierto en el establishment. Salvo algunas excepciones como el expresidente George W. Bush (h), o John Bolton, el halcón neoconservador que le dice a Trump que su tiempo se terminó, el Grand Old Party se ha alineado con la estrategia del presidente. Esto incluye a la burocracia política con cargos estatales, como Mike Pompeo (Secretario de Estado) y los jefes de la mayoría republicana del Senado y la minoría de la Cámara de Representantes. Lo que hace insostenibles las explicaciones personalistas.

Todo indicaría que la verdadera estrategia de Trump no es atrincherarse en la Casa Blanca (lo que por otra parte no puede hacer porque el 20 de enero será desalojado) sino mantener la adrenalina del partido republicano y evitar que su derrota derive en un tribalismo desgastante. Es que a pesar de haber perdido la Casa Blanca, el GOP mantiene una cuota muy importante de poder estatal y una alta capacidad de influir en la política doméstica y exterior del imperialismo norteamericano. Tiene una sólida mayoría en la corte suprema de 6-3 y muy probablemente se quede con el control del Senado, una herramienta indispensable para spoilear al gobierno de Biden. Además, avanzó en la Cámara de Representantes, recortando la ventaja de los demócratas.

La evolución de la relación entre Trump y el partido republicano aún es una incógnita. Varios años antes del “fenómeno Trump”, dos periodistas publicaron un interesante estudio en el que destacaban la capacidad del conservadurismo estadounidense de metabolizar a sus fracciones de derecha radical, al servicio de los intereses de la elite política y corporativa (Una nación conservadora. El poder de la derecha en Estados Unidos, J. Micklethwait y A. Wooldridge). La incorporación del Tea Party a la maquinaria republicana y la transformación trumpista del GOP parece darles la razón.

Trump ha manifestado tener la suficiente voluntad política reaccionaria de mantenerse como un factor poder, el tiempo dirá con qué aliados y bajo qué forma se reinventará el “trumpismo” con su líder en el llano. ¿Será una fracción de derecha intensa dentro del partido republicano como el Tea Party pero con un poder infinitamente mayor? ¿O sentará las bases de un nuevo partido-movimiento populista de derecha? Las hipótesis están abiertas.

En lo inmediato, se ha abierto un interregno peligroso para la gobernabilidad burguesa, con pocos antecedentes en la historia reciente.

La crisis de 2000 cuando la corte decidió darle la presidencia a George W. Bush no cuenta porque Al Gore desistió del litigio y rápidamente aceptó hacer pasar el robo por una victoria de los republicanos con todas las de la ley.

Algunos historiadores se remontan a la elección de 1800 cuando el Partido Federalista trató de birlarle la presidencia a Thomas Jefferson, que finalmente la ganó después de más de 30 votaciones empatadas en la Cámara de Representantes. Este episodio bizarro fue magistralmente narrado por Gore Vidal en Burr (1973), una de sus novelas de la saga histórica sobre el nacimiento de la república americana.

Más próximo en el tiempo, se lo compara con la transición traumática entre Hoover y Roosevelt que duró cuatro meses interminables en los que las corridas y quiebras bancarias estuvieron a la orden del día. También con los últimos 17 días de la presidencia de Richard Nixon, en julio de 1974. Nixon se negaba a admitir que el escándalo de Watergate lo había liquidado políticamente y por lo tanto se resistía a renunciar.

Trump pasó a ser el cuarto integrante de un club al que nadie que haya estado en la cima del poder burgués quiere pertenecer: el de los presidentes sin reelección. Los otros tres son Herbert Hoover que perdió con Franklin Delano Roosevelt en 1932 como consecuencia de la Gran Depresión; Jimmy Carter que fue derrotado en 1979 por Ronald Reagan bajo el impacto del fiasco de los rehenes en Irán y la crisis de los precios del petróleo; y George Bush (padre) que perdió con Bill Clinton en 1991 por una combinación de economía y geopolítica.

La comparación no es casual. Coincide con otro momento histórico peligroso para la clase dominante, en el que se combina una crisis sanitaria y económica de magnitud con el retorno de la lucha de clases y elementos de radicalización política.

Aunque es probable que Trump no pueda deshacer en la corte suprema el resultado de las urnas, eso no quiere decir que su política sea inocua. Para millones de norteamericanos que componen su base electoral el gobierno de Biden será ilegítimo (un 70% de los votantes de Trump según una encuesta reciente) y eso sin dudas es una debilidad de origen. No es la única. Así como el “populismo de derecha” es un factor en las urnas y en menor medida en las calles –Proud Boys, “vigilantes”- también lo es la lucha de clases y la radicalización política hacia izquierda de una amplia vanguardia -juvenil, multirracial, diversa, trabajadora, precaria- que fue la base del “fenómeno Sanders” y de la emergencia del DSA (Democratic Socialists of America) que adoptó como estrategia ser una colateral del partido demócrata. Esto llevó a la frustración primero con la derrota del “sanderismo” que se sumó sin más a la campaña del neoliberal Biden, y luego con el “malmenorismo”.

La existencia de este fenómeno político-ideológico de izquierda explica que el “socialismo” haya estado en discusión en la campaña. Las bases materiales de este fenómeno –el agotamiento de la hegemonía neoliberal y su sobrevida bajo el gobierno de Obama- se han ampliado con la pandemia del coronavirus, la recesión económica aguda que afecta a alrededor de 25 millones de trabajadores, entre nuevos desocupados y subocupados, y la violencia racial y policial. Sin el elemento moderador, aunque carente de entusiasmo, del “antitrumpismo”, el gobierno de Biden, es decir de Wall Street, deberá lidiar más temprano que tarde con estas tendencias profundas a una mayor radicalización política y de la lucha de clases.


Claudia Cinatti

Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.