El odio nacional que alientan reaccionariamente los gobiernos de Azerbaiyán y Armenia, es un incentivo suficiente para la guerra. Diversas potencias se van alineando en uno y otro bando en función de sus intereses.
Jueves 8 de octubre de 2020 02:03
Mientras el mundo sigue pendiente del Covid positivo de Donald Trump, que le agregó incertidumbre a la ya incierta campaña electoral norteamericana, a decenas de miles de kilómetros de Washington (pero geopolíticamente no tan lejos de “occidente”) Armenia y Azerbaiyán se encuentran al borde de una nueva guerra por el control de Nagorno Karabaj.
Desde el 27 de septiembre, cuando estalló esta nueva etapa del conflicto, la escalada militar ha ido in crescendo. Si bien el teatro de operaciones todavía está en gran medida circunscripto al territorio del enclave disputado, los bombardeos podrían haber afectado el oleoducto estratégico Baku-Tblisi-Ceyhan (BTC) que transporta el crudo desde Azerbaiyán a los mercados de Europa. Hay combates virulentos, concentración de tanques, helicópteros artillados y tropas. Los muertos y heridos, incluyendo civiles, ya se cuentan por centenares. A pesar de los reiterados llamados al cese del fuego y de las gestiones de las potencias mediadoras, principalmente Francia y Rusia (Estados Unidos se ha mantenido prescindente) todavía no hay señales político-militares de ninguna de las partes beligerantes que vayan en ese sentido.
La reactivación del conflicto entre Armenia y Azerbaiyán es un hecho largamente anunciado. A mediados de julio, en un enfrentamiento fronterizo a más de 300 kilómetros de Nagorno Karabaj , Armenia mató a un general y a varios soldados azerbaiyanos. Esta escaramuza provocó una oleada de movilizaciones nacionalistas reaccionarias en Azerbaiyán, permitidas por el gobierno, que fueron creando un clima más que favorable para el relanzamiento de la guerra.
Dos días antes que se iniciaran las hostilidades, el presidente azerbaiyano, Ilham Aliyev, anunció la inminencia del ataque en la Asamblea General (virtual) de las Naciones Unidas, aunque pasó prácticamente inadvertido. En su discurso, Aliyev reafirmó la decisión de su gobierno de restaurar el control de Nagorno Karabaj y las regiones adyacentes. El apoyo decisivo de Turquía a Azerbaiyán hizo el resto.
EL timing no es casual. Los gobiernos de ambos países atraviesan una situación interna crítica por la pandemia del coronavirus, las dificultades económicas y el repudio que generan sus políticas antidemocráticas.
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En Azerbaiyán, que se había reconvertido en un petro estado, la crisis económica derivada de la caída de los precios del petróleo venía alimentando el descontento popular con el gobierno autoritario de Ilham Aliyev, en el poder desde 2003, que ejerce un brutal control social mediante la represión y el accionar de un vasto aparato de seguridad estatal.
En Armenia, el primer ministro Nikol Pashinyan, que llegó al poder en 2018 producto una suerte de “revolución colorida”, ha dado un giro pragmático nuevamente hacia Rusia por lo que enfrenta una crisis de su coalición de gobierno y una caída del PIB de al menos el 6% producto de la pandemia.
Y si bien hasta ahora es un conflicto con motores locales, el rompecabezas geopolítico regional y global juega su parte, en particular, las relaciones establecidas en los escenarios de guerra del Medio Oriente.
La región del Cáucaso meridional, en particular Nagorno Karabaj y las zonas adyacentes, ha sido escenario de enfrentamientos de baja intensidad. Pero en términos generales, estos “conflictos congelados” como el de Armenia-Azerbaiyán, en los que formalmente ya no hay guerra pero tampoco un “acuerdo de paz” establecido, se mantenían contenidos en la antigua esfera soviética con la mediación de Rusia que sigue siendo la potencia hegemónica en la región.
Armenia está integrada en la órbita rusa. Es parte de la Unión Económica Euroasiática y de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), la contraparte rusa de la OTAN por la cual el Kremlin estaría en obligación de intervenir militarmente si su territorio fuera atacado, lo que ahora no es el caso porque los enfrentamientos ocurren en Nagorno Karabaj, es decir, Azerbaiyán.
Además, Rusia tiene una base militar en Armenia, con unos 5000 soldados. A la vez, Vladimir Putin mantiene relaciones con el gobierno azerbaiyano. Les vende armas a ambos. Y sobre todo está interesado en mantener relaciones comerciales y preservar el corredor estratégico que une Irán y el sur de Asia con Rusia. Eso explica que la política de Moscú sea evitar cualquier escalada y tratar de reconducir la situación a las mesas de diálogos de paz, como ha hecho en otras oportunidades.
Sin embargo, la intervención activa de Turquía, aliada histórica de Azerbaiyán y la responsable del genocidio armenio de 1915, ha alterado cualitativamente la dimensión estratégica de un conflicto local hacia uno que involucre a potencias regionales, grandes y medianas con proyección global. Plantea la posibilidad de un enfrentamiento, incluso accidental, entre Turquía y Rusia, que ya vienen rivalizando en otros escenarios como Libia y Siria. Involucra a Irán del lado de Armenia y Rusia, y al estado de Israel en el bando azerí, que tiene un interés particular contra Irán, además de negocios jugosos en la venta de armas a Azerbaiyán. También está profundizando las divisiones dentro de la OTAN, de la cual Turquía es miembro. Se da la paradoja de que las potencias de la OTAN están alineadas con Rusia en tratar de desarmar esta bomba de tiempo y volver a un relativo status quo, en contra de la posición abiertamente beligerante del presidente turco Recep Tayyip Erdogan, que empuja hacia los extremos.
Esta injerencia abierta de Turquía en el Cáucaso es parte de una política exterior ofensiva de Erdogan que, como en el caso de otros actores regionales, se explica más por el debilitamiento del liderazgo de Estados Unidos y las divisiones de la Unión Europea que por fortalezas propias. Erdogan se había jugado a exportar el “modelo turco” como forma de desvío de la “Primavera árabe” de 2011, y con ese objetivo, había apoyado al gobierno de la Hermandad Musulmana en Egipto. La derrota de esta línea por una salida aún más reaccionaria lo había dejado en desventaja frente a Arabia Saudita y enemistado con Estados Unidos, a quien acusó de haber como mínimo tolerado el intento de golpe de estado de julio de 2016.
Pero Erdogan compensó el error de cálculo con un creciente activismo, que terminó rindiendo frutos. Turquía se ha transformado en un factor decisivo para cualquier salida en Siria y Libia, donde se encuentra en bandos opuestos a Rusia (y a Francia en el caso de Libia). Ha lanzado repetidos ataques militares contra los kurdos en Siria, incluso cuando eran los únicos aliados de Estados Unidos en el terreno. Y recientemente se lanzó a una disputa territorial con Grecia y Chipre con vistas a garantizar las rutas de petróleo y gas del Mediterráneo. Este “neo otomanismo” de Erdogan va acompañado de un brutal giro bonapartista y represivo en el plano interno, en particular contra la oposición kurda del Partido Democrático de los Pueblos.
En síntesis, aunque el odio nacional que de manera reaccionaria alientan los gobiernos de Azerbaiyán y Armenia, es un incentivo más que suficiente para la guerra, diversas potencias se van alineando en uno y otro bando en función de sus propios intereses.
El conflicto en Nagorno Karabaj es de larga data. Tiene sus orígenes en la política de opresión nacional de Stalin, que como Comisario para la Nacionalidades en la década de 1920, entre otras imposiciones incluyó a Nagorno Karabaj, de mayoría armenia, dentro de las fronteras de Azerbaiyán. Esta política de Stalin de negar los derechos de autodeterminación nacional de las nacionalidades más pequeñas e históricamente oprimidas por el zarismo fue denunciada por Lenin en su testamento como un chovinismo contrario a los intereses de la clase trabajadora, ya que la “injusticia nacional” conspiraba contra la solidaridad de los explotados y socavaba la lucha antiimperialista. La historia le dio la razón.
En vísperas del colapso de la Unión Soviética, bajo el gobierno de Gorbachov, la independencia nacional fue un motor de las movilizaciones populares, y una oportunidad para que burócratas se reciclaran en líderes nacionalistas.
Las movilizaciones por la independencia de Nagorno Karabaj y su reunificación con Armenia, y los pogromos anti armenios, comenzaron en 1988. En 1991, con la disolución de la Unión Soviética, la región votó por abrumadora mayoría la independencia en un referéndum, lo que finalmente desató la guerra por parte de Azerbaiyán en 1992 contra el derecho de autodeterminación nacional del enclave. Esa guerra brutal, que dejó un saldo de 30.000 muertos y un millón de desplazados, fue suspendida por un cese del fuego en 1994 negociado fundamentalmente por Rusia, Estados Unidos y Francia (además de Armenia y Azerbaiyán) que constituyeron el llamado “Grupo Minsk”. El acuerdo mantuvo a Nagorno Karabaj dentro de las fronteras de Azerbaiyán pero bajo un gobierno armenio.
Las Naciones Unidas rechazaron el derecho a la autodeterminación nacional. Y la república independiente de Artsakh proclamada por Nagorno Karabaj, no fue reconocida por ningún país (tampoco por Armenia). Además, en el curso de la guerra, Armenia que contaba con el apoyo de Rusia, avanzó no solo sobre Nagorno Karabaj, sino también sobre una franja considerable de territorio azerbaiyano circundante, expulsando a la población local, a los que no se les permitió retornar después de los acuerdos de Minsk. Por esta dinámica de las últimas décadas, por el momento en el conflicto lo que parece primar es la utilización reaccionaria del nacionalismo por parte de los gobiernos capitalistas de Armenia y Azerbaiyán, sobre el cual actúan potencias extranjeras como Turquía para sus propios fines, lo que hace real la posibilidad de una guerra reaccionaria a escala regional. Esto no significa que en el curso de los acontecimientos el conflicto pueda cambiar de carácter.
La gran lección de este conflicto sin fin es que las potencias imperialistas, Rusia y los gobiernos de Azerbaiyán y Armenia no han sido capaces ni siquiera de dar una salida mínimamente democrática, profundizando las condiciones de opresión. Por eso, la única solución que puede traer una paz duradera empieza por el retiro de las potencias extranjeras, el reconocimiento del derecho de autodeterminación nacional, el retorno de las personas desplazadas, y la lucha contra los gobiernos capitalistas que son los verdaderos enemigos de los trabajadores y los sectores populares de Armenia, Azerbaiyán y Nagorno Karabaj, en la perspectiva de establecer gobiernos de trabajadores y una federación voluntaria de repúblicas socialistas del Cáucaso.
Claudia Cinatti
Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.