En el año 2010 se sancionó la ley que reconoció el derecho al matrimonio de todas las personas. Hubo partidos políticos e instituciones que se opusieron. ¿Quiénes eran? La respuesta no sorprenderá a nadie.
Celeste Murillo @rompe_teclas
Martes 14 de julio de 2020 21:31
La madrugada helada del 15 de julio de 2010 terminaba una de las sesiones más extensas del Congreso. Fuera del recinto, una vigilia esperaba ansiosa el reconocimiento elemental: igualdad de derechos. El Congreso había votado la media sanción y el Senado decidía. La votación fue reñida, los bloques mayoritarios dieron “libertad de acción”, una “libertad” que no existía ni existe para otras leyes.
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Muchos diarios del mundo destacaron que Argentina era vanguardia. Y era cierto, solo que no se trataba de un avance gradual y armónico. El debate sobre la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo, luego conocido como matrimonio igualitario, incluyó el rechazo de muchos legisladores, legisladoras y gobernadores de todos los partidos mayoritarios. Y, sobre todo, una campaña en contra de las Iglesias católica y evangélicas, que combinó los peores prejuicios y alentó discursos de odio.
Los gobernadores
La mayoría de los votos a favor en el Congreso vinieron del kirchnerismo, el radicalismo y la centroizquierda. La oposición dentro del peronismo se concentró en los gobernadores, incluso aquellos alineados con el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (a favor), que rechazaron la ley e intercedieron para que sus senadores y senadoras votaran en contra en la Cámara alta (menos representativa y donde mayor poder tienen los Estados provinciales).
Gobernadores como Juan José Luis Gioja (San Juan) se hacían eco de los argumentos conservadores. Gioja se definió como “un defensor de la familia”, para explicar su rechazo. “Yo no estoy de acuerdo con la ley que aprobó Diputados”. Otros, como el gobernador mendocino de Mendoza, Celso Jaque, amenazó con usar una especie de “objeción de conciencia” (inexistente en la medida). El mismo día que se publicó la ley en el Boletín Oficial, declaró, “Le he pedido al ministro de Gobierno que, si hay funcionarios del Registro Civil que por la circunstancia que fuere quieren hacer uso de la objeción de conciencia, lo den a conocer”.
La posición de los gobernadores se hizo transparente en la votación de la Cámara Alta. Fue el caso de Salta, que no aportó un solo voto positivo en el Senado, aunque su gobernador Juan Manuel Urtubey fue menos estridente. En contra o ausentándose, varias provincias votaron 100% negativo, sin importar la opinión de la población, como San Luis, San Juan o La Pampa.
En el Congreso
La oposición a la ley de matrimonio igualitario tuvo un abanico de argumentos. Desde las extremas, con acusaciones de antinaturales o conspiraciones para llevarse a los niños incluidas, hasta los que se pretendían“comprensivos” pero impulsaban una segregación legal: no todas las personas pueden acceder al derecho de casarse y gozar de los derechos derivados del matrimonio (cobertura médica, pensión, entre otros).
La que encabezó el rechazo fue la senadora del Partido Justicialista por San Luis Liliana Negre de Alonso, conocida miembro del Opus Dei. “Los porteños quieren ser la capital gay del mundo”, fue una de las primeras declaraciones que hizo cuando se preparaba el debate en el Senado. Quedó al frente de la Comisión de Legislación General y organizó todo tipo de maniobras para bloquear el debate, especialmente para que se expresesn las voces a favor. “La ley que viene de Diputados con media sanción cambia culturalmente lo que es toda una vida desde la fundación de nuestra República. Cambia y redefine el matrimonio heterosexual. Lo iguala con el de las personas del mismo sexo”, fue una de las declaraciones al iniciar el debate.
Otras voces parecían, a primera vista, menos agresivas pero eran igual de peligrosas. Con argumentos similares a las posturas racistas contra los derechos civiles de la población negra en Estados Unidos durante los años 1960,“iguales pero separados,” decían reconocer el derecho a reconocer las uniones, pero no como el matrimonio, algo así como derechos de segunda. Esta postura tuvo como vocera a Cynthia Hotton, entonces diputada del PRO (hoy en el Frente Nos): “Entendemos que hay libertades y prerrogativas ante la ley que ellos reclaman y deben ser atendidas, como compartir obra social o tener derecho a la herencia. Pero nos oponemos a que, en el avance a sus libertades, se lesionen otras libertades y derechos, como los del niño a tener mamá y papá”. ¿Cuáles eran las lesiones? Reconocer a otras personas como iguales ante la ley.
¡Familia hay una sola!
Una de las principales instituciones que se opuso activamente a la ley de matrimonio igualitario fue la Iglesia católica. También fue una de las primeras grandes apariciones de las federaciones evangélicas, grandes protagonistas del movimiento antiderechos actual en Argentina y con una larga experiencia en otros países (especialmente en Estados Unidos).
La Iglesia católica se puso al frente del rechazo a la ley. Además de su tradición conservadora, enfrentada a cualquier derecho de las mujeres y las personas LGTB, el arzobispo de Buenos Aires (hoy Papa) Jorge Bergoglio estaba enfrentado con el gobierno kirchnerista hace años y venía de enfrentarse en el conflicto con el campo en 2008. Su intervención directa quedó plasmada en su llamado a la “guerra de Dios” en la carta a las monjas Carmelitas de Buenos Aires.
Se organizaron misas y marchas. El objetivo tras el cual se escondía la reacción: defender la familia de la supuesta amenaza que representaba que todas las personas tuvieran derecho a contraer matrimonio civil, sin importar su género o el de su cónyuge. La fe religiosa fue utilizada como la justificación de un discursos de odio. Según la Iglesia católica, el matrimonio y la familia eran exclusivos para personas heterosexuales y así lo reconocía el Estado hasta 2010.
La marcha naranja de “familias al Congreso”, organizada por el Departamento de Laicos de la Conferencia Episcopal Argentina (DEPLAI), la Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas (ACIERA) y la Federación Confraternidad Evangélica Pentecostal (FECEP) lanzaba alertas y sembraba preocupación. ¡La familia está en peligro! Se veían los carteles oficiales con un varón, una mujer y un bebé que decía, “Los chicos tenemos derecho a mamá y papá. Matrimonio entre varón y mujer”.
También había carteles caseros: “No destruyan la familia”, “No queremos, no queremos, no queremos esa ley, el matrimonio es sólo entre varón y mujer”. El miedo se sembraba en las escuelas y las parroquias. En una de las crónicas de la marcha del 13 de julio de 2010, una periodista preguntaba sobre el motivo de la manifestación. “Porque quieren destruir la familia”, respondió un grupo de chicas de un colegio católico (la mayoría de asistentes jóvenes eran estudiantes de colegios católicos, que llegaron en micros escolares). Ellas, como otras estudiantes decían que en las charlas de la parroquia las habían hecho comprender la importancia de estar en la marcha.
La defensa de la familia es un argumento utilizado por los movimientos conservadores en todo el mundo. El “modelo” más famoso es el del movimiento “pro familias” de Estados Unidos, surgido en reacción a la movilización feminista de los años 1960 y 1970. Convertido en base electoral que le dio el triunfo a Ronald Reagan en 1980, se replicó en muchos países y en los últimos años, cuando la movilización de las mujeres volvió a llenar las calles, volvió a ser una receta utilizada por las formaciones de derecha y ultraderecha.
La amenaza de destrucción de las familias no es tal. Ninguno de los artículos de la ley votada en 2010, antes o después, representaban un peligro para la familia. Si existe una fuerza efectivamente destructora de la mayoría de las familias, y todos los lazos de afecto y cuidado mutuo, es el funcionamiento de las sociedades actuales que corroe cualquier lazo humano en favor de las ganancias capitalistas. Lo único que hizo esa ley fue eliminar una discriminación que resultaba del prejuicio de que el matrimonio solo podía existir con un varón y una mujer.
Esa no fue ni la primera ni la última vez que las iglesias pusieron la amenaza a la familia como motor de movimientos contra la conquista de derechos. Habló del fin de la familia en 1888, cuando se discutió el matrimonio civil (que eliminaba el monopolio de la Iglesia), el voto femenino en 1947 (que “trastocaba” la jerarquía de la familia), la patria potestad compartida en 1985 y ni hablar de la ley de divorcio vincular en 1987. La única amenazada era la Iglesia, por eso siempre quien encabezaba el rechazo era un obispo, un arzobispo o cualquier otro representante de la jerarquía religiosa.
Ninguna de esas leyes destruyó la familia. Pero el argumento de “la familia en peligro” es un recurso utilizado hasta hoy por todos los movimientos antiderechos. No es un invento argentino. Existe una larga tradición de los movimientos conservadores de unir su militancia contra diferentes leyes y reformas con la fe religiosa o prejuicios culturales. La defensa de la familia, los niños y las niñas y los valores son motivos mucho más movilizadores que oponerse a un grupo de personas que demanda que se le reconozcan derechos elementales.
Ni la ley de matrimonio igualitario ni ninguna otra ley termina con la discriminación y la desigualdad, sin embargo fueron y son lo mínimo que se le puede exigir a una sociedad que se llama a sí misma democracia. Lo confirman las peleas todavía en curso, como la demanda del derecho al aborto legal, seguro y gratuito y, sobre todo, la vida cotidiana de la mayoría de las mujeres y personas LGBT que sigue marcada por desigualdades en una sociedad desigual por definición.
Celeste Murillo
Columnista de cultura y géneros en el programa de radio El Círculo Rojo.