Durante días, meses, años, el conjunto del régimen político se había preparado para ese momento. Las declaraciones, comunicados, twits y notas periodísticas estaban prácticamente escritos de antemano. Cada actor estaba listo para jugar su rol. Después de años de acusaciones, defensas y polémicas, Cristina Kirchner finalmente sería condenada en un juicio por corrupción.
Y, en parte, así sucedió. Cuando a las 17:39 horas del martes 6 de diciembre el tribunal leyó esa parte de su sentencia, desde la oposición de derecha, junto con algunos grupos mediáticos, celebraron un “fallo histórico” y el “fin de la impunidad”, aunque algunos también se quedaron con gusto a poco, exigiendo una pena más dura. Desde las distintas alas del peronismo, en cambio, denunciaron las irregularidades del juicio y su carácter persecutorio. La izquierda, por su parte, lejos de esa grieta, y principista, señaló que este juicio manipulado y viciado de parcialidad no buscaba combatir la corrupción que indudablemente existió en los gobiernos kirchneristas y existe en todos los gobiernos capitalistas. El dictado de inhabilitación a Cristina Kirchner para ejercer cargos públicos por parte de un grupo de jueces llenos de privilegios y que jugaban al fútbol con Macri, es muestra evidente de esa parcialidad. Eso no quita la utilización política que hace el kirchnerismo para manejar la agenda, queriendo tapar la realidad de un ajuste descarnado que están aplicando bajo los dictados del FMI.
El clima, sin embargo, se había enrarecido los días anteriores. Con llamativo timing, y evidencias de espionaje ilegal, las jornadas previas habían estado atravesadas por la filtración de chats que dejaron al desnudo una obscena connivencia entre empresarios del Grupo Clarín, miembros de la casta judicial (entre ellos Julián Ercolini, impulsor de la causa vialidad por la cual fue condenada Cristina Kirchner), funcionarios del macrismo y ex agentes de inteligencia. En esas conversaciones, el grupo confabulaba para intentar ocultar un turbio viaje que habían hecho juntos a Lago Escondido, tierras del magnate Joe Lewis. Espionaje por un lado, impunidad de grandes actores del poder, por el otro.
La impunidad que exhibe descaradamente esa casta judicial no cayó del cielo. Los partidos políticos mayoritarios tienen responsabilidad en su conformación y perpetuación. La inmensa mayoría de los jueces que hoy pueblan los tribunales federales -incluido Ercolini- pasaron por la aprobación del Senado nacional, donde el peronismo tiene mayoría desde hace cuatro décadas. Al mismo tiempo, ningún gobierno intentó terminar con el poder o los enormes privilegios que cuentan jueces y fiscales. Durante los años kirchneristas hubo, a lo sumo, algún intento de reforma parcial, dejado de lado ante el rechazo de la propia Corte. Enfrentar ese poder implicaría imponer la elección de los jueces por sufragio universal, planteando además los juicios por jurados para las causas por corrupción, que afectan al poder político. Solo el Frente de Izquierda Unidad plantea públicamente un programa de este tipo.
En todo esto andaba la Argentina de los de arriba cuando, de pronto, el escenario volvió a cambiar. No habían pasado siquiera dos horas de conocerse la condena cuando la vicepresidenta volvió a patear el tablero al anunciar que en 2023 no será candidata a nada. Los papeles se quemaron, los guiones se tiraron a la papelera. Otra vez, barajar y dar de nuevo.
Descifrando a Cristina
Con la misma pasión febril que vivió la sentencia a Cristina Kirchner, el círculo rojo de los sectores politizados del país se dedica desde entonces a recalcular el escenario político. Desde la simbología peronista, ya no se habla tanto de un nuevo 17 de octubre, sino de un nuevo renunciamiento -histórico o no, según quién sea el emisor del mensaje-.
En temporada alta de especulaciones, se debate primero cuáles fueron los motivos que llevaron a la vicepresidenta a esta decisión, que a muchos sorprendió luego de semanas y meses de operativo clamor y actos políticos realizados bajo los cánticos de “Cristina presidenta”, que cobraron más fuerza luego del grave atentado contra su persona el 1° de septiembre.
Si nos atenemos a las propias palabras de Cristina Kirchner, su renuncia tiene que ver con la decisión de no “someter a la fuerza política que me dio el honor de ser dos veces presidenta y una vicepresidenta a que la maltraten en período electoral diciendo que es una candidata condenada, con inhabilitación perpetua, con administración fraudulenta”.
Aceptando la hipótesis de que su renuncia será indeclinable -versión que parece la más probable-, en el plano de la interpretación cabe suponer que aquella aseveración de Cristina Kirchner se asocia también a la caracterización de una probable derrota del peronismo en 2023. Una hipotética campaña electoral enfrentaría la dificultad de tener que relatar los años 2019-2023 y el fracaso del experimento Frente de Todos. Su ubicación, primero semioficialista-semiopositora y ahora de apoyo abierto a Sergio Massa, complicaría mucho esa tarea. Adicionalmente, elige correrse de quedar señalada como responsable de una eventual derrota y ser acusada de que “ganó la derecha porque el peronismo llevó una candidata condenada por corrupta”. Con esta decisión de bajarse puede quedarse sin fueros, pero apuesta a sostener una mayor fortaleza, retirándose con un discurso épico contra la persecución, preservando así un capital político y un legado que la campaña electoral y una eventual derrota podrían tirar por la borda. Ahora, intentará jugar su rol dirigente en el peronismo desde la historia, como ex presidenta, estadista y jefa moral de su corriente.
Por supuesto, en su discurso Cristina Kirchner omitió lo central: si el peronismo se expone a una derrota en 2023, es esencialmente porque defraudó sus promesas de campaña de 2019. Legitimando la herencia macrista y aplicando los planes del FMI en gran medida contra su propia base social y electoral, condujo a la dura situación que se vive actualmente. Esta semana se conoció el informe de la Universidad Católica Argentina (UCA) que arrojó que un escalofriante 43,1 % de la población vive en situación de pobreza, mientras que los ingresos populares no paran de perder poder adquisitivo. Según cálculos de Luis Campos, integrante del Observatorio Social de la CTA Autónoma, “en octubre el salario real medido por RIPTE volvió a caer y registró el valor más bajo desde abril de 2006. Sí, el peor nivel en más de 15 años. En comparación con octubre de 2021 está casi un 5 % abajo”.
Agreguemos un elemento más: ganar la próxima elección a la presidencia (si fuera posible) podría ser aún peor para Cristina Kirchner que quedar como la responsable de la derrota. Lo que viene después del 10 de diciembre de 2023 es una nueva crisis de deuda, con los fenomenales vencimientos que fueron “pateados para adelante” en su momento por Martín Guzmán, en un escenario internacional sumamente complejo y en un país donde la crisis social y la paciencia están llegando al límite. ¿Querría la hoy vicepresidenta estar al mando de esa situación, viniendo ya del fracaso del Frente de Todos?
Más allá de Magnetto, más allá de la casta judicial, es evidente que en la decisión de Cristina Kirchner hay también otros motivos profundos.
En busca del centro perdido
Los hechos nuevos invitan a revisar y reinterpretar algunos datos del pasado muy reciente. Por ejemplo, el discurso de Cristina Kirchner de hace poco más de 20 días en La Plata, en el que, lejos de radicalizar y polarizar, postuló que "es necesario acordar políticas. Los condicionamientos son tan profundos que van a requerir que todos los argentinos tiremos para el mismo lado. Si no, el país será difícil para cualquiera”.
Si dejamos de lado por un momento la virulencia con la que hoy se vive la disputa judicial por la condena y por el control del Consejo de la Magistratura, podemos ver que ya en aquellas palabras se entreveía que lo que está en debate no son solo nombres (candidaturas), sino las vías para garantizar un programa de consenso burgués ante la crisis que se vive en Argentina. Programa que fue enunciado en aquel acto y cuyos lineamientos centrales podrían sintetizarse en: seguir de la mano del FMI aunque duela; apostar todo al extractivismo (Vaca Muerta, campo, minería); acuerdo democrático con la oposición de derecha (tras el atentado contra su vida); e inseguridad (llenar de Gendarmes el conurbano). El renunciamiento de Cristina Kirchner está estrechamente ligado a ese objetivo.
Dicho de otro modo, después de amagar durante meses con resolver la crisis del Frente de Todos “por izquierda” (críticas a Guzmán y al FMI mediante), Cristina Kirchner postula resolverla por derecha [1], como ya se había evidenciado con el nombramiento y sostenimiento de Sergio Massa y su ejecución aplicada de los planes del FMI. Su renunciamiento, aunque muchas incógnitas aún están por verse y el escenario tiene que decantar, presumiblemente favorece una candidatura más de centro en el peronismo (¿el propio Massa?, ¿Manzur?, ¿Scioli?), ya que objetivamente debilita el poder de negociación del ala camporista del peronismo. Sin embargo, lo central es que quizás estemos ante un nuevo paso hacia el abandono de la lucha por la predominancia dentro del peronismo de cualquier orientación de aquellas que la derecha tilda de populistas. Una a una, el kirchnerismo va bajando sus banderas, y eso se percibe en el desánimo creciente que se observa en gran parte de sus simpatizantes que vieron defraudadas sus expectativas. Más de conjunto, en términos históricos, este giro evidencia una nueva crisis del peronismo como movimiento político burgués, cada vez más incapaz de darle algún valor concreto a las banderas que supo agitar de “justicia social”. Es tarea y obligación de la izquierda debatir con paciencia un balance y la posibilidad de una perspectiva distinta con los millones que no están dispuestos a aceptar y quieren enfrentar la decadencia infinita del país que viene de la mano de la sumisión al FMI. Volveremos sobre esto más adelante.
Vale destacar que estas preocupaciones de Cristina Kirchner lejos están de ser exclusivas de ella. Ante la prolongada crisis económica y social de la Argentina y su reflejo en el desgaste de las dos principales coaliciones políticas, desde hace tiempo son crecientes las voces que piden la constitución de un “centro” político para conducir la crisis y los mayores ataques que vienen de la mano del FMI, tratando de evitar escenarios de alta conflictividad social y pérdida de la “gobernabilidad”. En Argentina, el 2001 no pasó en vano: para la clase dominante, la lección central pasa por intentar evitar una repetición de aquellas enormes movilizaciones que derribaron al Gobierno de De la Rúa. Sin embargo, sin ir tan lejos en el tiempo, hoy basta con levantar un poco la mirada para ver que por fuera de las fronteras nacionales las crisis, las rebeliones populares e incluso caídas de gobiernos están a la orden del día en distintos países, en el marco de un mundo convulsionado. La cosa no está para jugar con fuego.
Por eso es que no solo en el peronismo, sino también desde las palomas de la oposición de derecha (como Larreta y su insistencia sobre un “consenso más amplio”) hasta el propio embajador de Estados Unidos en Argentina Mark Stanley (“hagan una coalición ahora”) o figuras internacionales que visitan el país como Felipe González (que aconseja que el país haga su propio “Pacto de la Moncloa”), expresan esta preocupación.
Puede fallar
Es cierto. Una primera lectura del renunciamiento de Cristina puede arrojar no solo que todo el peronismo se quedó recalculando respecto de cómo hacer su armado electoral sin su figura más taquillera (y a la vez una de las más rechazadas), sino también que el sacudón beneficia a las palomas de la oposición de derecha en detrimento de los halcones [2].
Esto último tiene explicación: no es lo mismo polarizar en campaña electoral contra Cristina Kirchner, que contra un candidato ubicado más en el centro. No es lo mismo la pirotecnia verbal de un Milei, una Bullrich o un Macri si del otro lado quien recibe es Cristina que si es Massa, Scioli o Manzur. Por ahora, a los halcones, les movieron el arco.
Sin embargo, aún es prematuro para sacar conclusiones categóricas en un escenario que tiene que decantar. En una Argentina inestable, el calendario electoral que termina en octubre de 2023 aún aparece como un horizonte de largo plazo.
No será lo mismo si Massa tiene algún pequeño “éxito” (es decir, bajar la inflación y dar alguna sensación de estabilidad, pero de ninguna manera recomponer los ingresos populares en el marco de un plan de ajuste), que si un nuevo golpe devaluatorio provoca otro cimbronazo sobre la economía argentina, en cuyo caso los programas de shock que proponen los halcones pueden cobrar más fuerza como salida demagógica a la crisis.
Anotemos también como un elemento central que quienes se proponen como alas duras de la oposición de derecha no solo se basan en la polarización con Cristina Kirchner, sino también -y quizás sobre todo- en el inmenso descontento popular que se acumula, con índices sociales dramáticos y los fracasos sucesivos de un gobierno tras otro. Eso, de acá al calendario electoral, no hay expectativas de que cambie sustancialmente, y es un problema que excede largamente a lo coyuntural, lo cual nos lleva al próximo punto.
Un régimen político en descomposición
Los problemas estructurales que aquejan al peronismo gobernante son los mismos que asolan al conjunto del régimen político capitalista. La crisis de una economía subordinada a los designios del FMI tiene sus múltiples réplicas en el tejido de la superestructura política nacional.
Garantes del ajuste en curso, ni Juntos por el Cambio ni el Frente de Todos pueden ofrecer un programa capaz de atraer la simpatía de las mayorías populares. Carentes de esa herramienta, sus disputas adquieren una dinámica propia dentro del régimen político, ajena a la vida de la población trabajadora. Eso es lo que está en la raíz de las furiosas peleas que invaden el Congreso, las redes sociales y los medios de comunicación.
En la coyuntura, las dos coaliciones mayoritarias no solo se cruzan con virulencia respecto del Lago Escondido Gate al que hicimos referencia, sino que también protagonizan una feroz disputa por el control del Consejo de la Magistratura. En esa guerra de bolsillo, el objetivo central es el control de la institución que formalmente designa o remueve jueces. El juego político se traslada a Tribunales. La “justicia” se politiza porque esa aparece como la única vía para conquistar una preeminencia difícil de lograr por otras vías. Allí encuentra su raíz la decadencia que se expresó en la última sesión en Diputados, donde misoginia y homofobia aparecieron a ambos lados de la grieta.
Más de conjunto, esa tensión expresa una suerte de empate catastrófico en el régimen político. Ninguna de las dos coaliciones mayoritarias -no solo las fracciones políticas, sino también los intereses sociales alineados a ellas- es capaz de establecer su propia hegemonía al interior del sistema político [3].El resultado es un frágil equilibrio donde consensos y vetos se acompañan mutuamente. Al voto consensuado alrededor del acuerdo con el FMI lo sigue la feroz pelea por el Consejo de la Magistratura. Al fracaso de un Gobierno, le sigue el fracaso del siguiente, como ocurrió con el de Cambiemos y acontece con el del Frente de Todos.
Esa falla estructural del sistema político habilita una creciente crisis de representación, una separación cada vez mayor entre algunos sectores de masas y los partidos que se postulan en su nombre [4]. La creciente antipolítica -que intenta catalizar a derecha Milei- emerge como una expresión ideológica y cultural. El descontento que se expresa en múltiples procesos de lucha y en la simpatía hacia el Frente de Izquierda y sus referentes es otro de los rostros de esa ascendente crisis con la política capitalista.
En este marco, el nuevo giro a derecha del kirchnerismo, habilitado no solo por la renuncia de Cristina Kirchner, sino, sobre todo, por la postulación de un programa de centro burgués -que presumiblemente iría acompañado de una candidatura del peronismo que refleje ese contenido-, es de alguna manera un intento de dar respuesta a estos problemas, pensando en la “gobernabilidad”. Como dijimos más arriba, su éxito no está garantizado, sino que “puede fallar” ante la profundidad de la crisis y lo que se avecina para los próximos años, que no apaciguará sino que profundizará el descontento de masas, aplicando los planes del FMI.
En otro plano, cabe subrayar que para la izquierda lo central es que este nuevo escenario constituye un nuevo desafío histórico. El agotamiento -previsible- del kirchnerismo como programa de gobierno con sus viejas banderas, tras el fracaso del Frente de Todos, actúa como símbolo del fin de una etapa y de la urgencia de dar nuevos y grandes pasos en la lucha por un proyecto para dar vuelta la historia.
Según algunos analistas, como Julio Burdman en Le Monde Diplomatique, la izquierda podría ser una de las beneficiadas del nuevo escenario político. Ese es el desafío a asumir. De lo que se trata es de la pelea por construir una nueva voluntad colectiva, que ante el fracaso del peronismo y de las expectativas que había sembrado en millones, plantee un proyecto de salida a la crisis sobre la base de la independencia política de todas las variantes capitalistas y de la lucha por poner todos los recursos y avances tecnológicos en función de las necesidades sociales, en armonía con la naturaleza, y no de las ganancias de unos pocos. Más que nunca está planteada la pelea por un gran partido socialista y revolucionario de la clase trabajadora que asuma este desafío construyéndose al calor de la crisis y de los nuevos episodios de la lucha de clases del próximo período. El PTS, junto a miles de compañeros y compañeras independientes en todo el país, viene poniendo en pie Asambleas Abiertas para discutir esta perspectiva. En ellas no solo se delibera sobre las tareas del momento y las peleas a dar, como en este momento junto a las y los trabajadores de la salud o los aeronáuticos de GPS, entre tantas otras, sino también desde qué óptica participamos en ellas los revolucionarios, planteando la coordinación y la autoorganización; las peleas a dar en las organizaciones de masas del movimiento obrero y la juventud; las luchas políticas de partidos; los combates que tenemos que dar contra los sentidos comunes que imponen las clases dominantes; las campañas políticas de cada momento y lugar; un programa de salida a la crisis y la relación entre táctica y estrategia y la relación de cada batalla con nuestros fines últimos. En el fondo de la cuestión, está el desafío de construir una nueva alternativa ante el fracaso de todas las variantes capitalistas, un partido de decenas de miles de militantes que luchen conscientemente por esta perspectiva, insertos en lugares de trabajo, estudio y barrios, que ante los futuros embates de la crisis pueda dar vuelta la historia. Un partido que, junto a la fuerza social del movimiento obrero, las mujeres y la juventud, batalle ante el consenso del FMI, que será lo único que tienen para ofrecernos peronismo y oposición de derecha ante la etapa que viene.
Poner en debate la democracia capitalista
Una fuerza política y social de ese tipo tiene en primer lugar tareas inmediatas. Hoy algunas de ellas son el apoyo a todas las luchas y pelear por poner en pie una coordinadora de todos los sectores combativos, que también luche por imponer un paro nacional y plan de lucha a las burocracias sindicales, levantando medidas ante la crisis como la ruptura con el FMI y no el pago de la deuda, la nacionalización de la banca y el monopolio estatal del comercio exterior, entre otras. Pero estas batallas son indisolubles de plantear el horizonte de la transformación revolucionaria de la sociedad. La perspectiva de dejar atrás un régimen político y social que, estructurado sobre los intereses de una minoría dominante, condena a millones a la creciente degradación de sus condiciones de vida.
Parte de esa pelea significa poner en discusión a la propia democracia capitalista como régimen político. Los partidos mayoritarios, aun con matices y discusiones entre ellos, la presentan como el único horizonte posible. Como la herramienta que, aun “con imperfecciones”, garantiza la voluntad popular.
Sin embargo, ese régimen político es indisociable de su carácter de clase. La democracia capitalista funciona en los limitados marcos que la dominación burguesa y su Estado tienen para ofrecer. Para los millones que forman la mayoría trabajadora, su poder de decisión se reduce a la elección de representantes cada dos años o cuatro años. Con estos mecanismos, su capacidad de incidir en la vida nacional termina cuando se sale del cuarto oscuro.
Mientras tanto, el poder económico “vota” todos los días. El gran empresariado decide los destinos del país mediante sus múltiples lazos con la casta política que administra el Estado burgués, escribe las leyes o imparte lo que suele llamarse “Justicia”. Cuando no puede acudir a esos mecanismos normales, apela a los golpes de mercado o al lockout (cierre de empresas). En esta democracia limitada, los grandes poderes fácticos actúan a espaldas de las grandes mayorías. El empeño de los protagonistas del chat en ocultar su viaje es, esencialmente, un intento de esconder al verdadero poder actuando en las sombras.
Una democracia más genuina sólo puede surgir en los marcos de un Estado de nuevo tipo, al decir de Antonio Gramsci. Un Estado que no funcione como garante de la dominación social capitalista, sino que -dirigido democráticamente por la clase obrera y el pueblo pobre- reorganice el conjunto de la sociedad en interés de las mayorías populares. Un Gobierno de los trabajadores y el pueblo que solo puede ser impuesto por la más amplia movilización revolucionaria.
Un régimen social y político así sólo puede emerger superando la gran propiedad privada capitalista. Poniendo las grandes industrias, el transporte, los servicios y el conjunto de los medios de producción económica en manos del conjunto de la sociedad para que ésta decida, democrática y colectivamente, cómo hacerlos funcionar. Para dejar atrás una sociedad organizada en función del lucro de unos pocos, abriendo el camino a una sociedad socialista que solo puede ser conquistada a escala mundial.
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