Un sistema judicial clasista, patriarcal y racista. Una disputa por el control del Consejo de la Magistratura que no altera lo sustancial de un sistema aristocrático. La perspectiva de una nueva sociedad socialista, donde las relaciones entre las personas no requieran de un poder coercitivo externo que las regule.
Viernes 22 de abril de 2022 21:26
En 2018 Paolo Rocca, uno de los hombres más ricos del país, admitió que había pagado coimas durante el primer gobierno de Cristina Kirchner. Lo hizo ante un selecto auditorio de empresarios. En agosto de 2021 fue sobreseído en la causa que investigaba el hecho. El líder del imperio económico que es el grupo Techint no pasó un solo día en la cárcel, no pagó una multa, no tuvo que hacer probation.
En el otro extremo de la escala social, decenas de miles de personas habitan las decadentes y sucias cárceles de todo el país sin tener condena firme. Cumplen prisión sin que esté debidamente probado que delinquieron. La inmensa mayoría es pobre. El sistema judicial es, nadie lo dude, profundamente clasista.
La situación no ocurre solo en Argentina. En EE.UU., ese virtual paraíso para derechistas rabiosos -como Milei- y moderados -como Larreta, Sergio Massa o Manzur- el sistema judicial tiene un profundo carácter clasista y racista. Un artículo publicado por el Washington Post en 2018 -y actualizado desde esa fecha- tira datos impactantes. Cita, entre muchas cosas, un estudio de 2015 que indicaba que los hombres afroamericanos reciben, en general, penas de entre 270 y 400 días más que los blancos. Mientras más oscura la piel, más grande la diferencia. Otro informe, pero de 2017, consignaba penas hasta un 20 % más extensas para los afroamericanos que para los blancos, atendiendo el mismo delito.
El carácter clasista, patriarcal y racista del sistema judicial resulta inseparable del capitalismo. Donde hay opresión y explotación no puede haber real “igualdad ante la ley”. Diseñado originariamente como un poder contramayoritario -en los inicios del régimen constitucional burgués norteamericano-, el Poder Judicial debía actuar como reaseguro jurídico último de los intereses de las minorías frente a las mayorías. En términos históricos concretos, garantizar la dominación de una reducida franja de grandes propietarios frente a la masa de pequeños comerciantes, trabajadores y pobres en general.
En nuestra época el Estado es, esencialmente, una maquinaria para sostener la dominación social y política del gran empresariado. El Poder Judicial y el Derecho funcionan como parte de esa compleja articulación coercitiva. Esa finalidad requiere una casta que administre y ejecute el funcionamiento del sistema. Los enormes privilegios materiales de los jueces encuentran allí su explicación.
Exploremos Argentina. Un juez de la Corte Suprema gana, desde marzo de 2022, $ 796.348 mensuales. Un secretario de la Corte se lleva $ 658.268. En enero de este año, un juez de la Cámara de Casación recibía un salario de $ 687.368. Los privilegios no acaban en el mundo de la Justicia Federal. También en enero de este año, los jueces de la Justicia provincial cordobesa recibían, en promedio, $ 527.773. Más al norte, en Salta, un juez de primera instancia cobraba $ 351.000. Agréguese a eso miles de jueces jubilados que cobran, en promedio, $ 292.278.
Estabilidad en cargos casi vitalicios; beneficios auto-otorgados, como no pagar impuesto por Ganancias. ¿Cómo los jueces podrían impartir algo parecido a “justicia”? Su estatus y sus privilegios los acercan a la clase dominante; se integran con ella. Por otro lado y en simultáneo, son parte de un entramado -mafioso o semimafioso- constituido junto a los servicios de Inteligencia y las fuerzas represivas. Articulación que, por arriba, encuentra unidad en la relación con el poder político de turno y los grandes medios de comunicación, eternos operadores del gran empresariado.
Las “maniobras geniales” de la pequeña política
Encerrado en las cárceles fascistas de Mussolini, el revolucionario italiano Antonio Gramsci escribía sobre las diferencias entre la “gran política” y la “pequeña política”. Si la primera atendía a las transformaciones profundas, la segunda comprendía “las cuestiones parciales y cotidianas en el interior de una estructura ya establecida”; se reducía a “las luchas de preeminencia entre las diversas fracciones de una clase política”.
Los choques entre el kirchnerismo y la Corte Suprema se inscriben dentro del universo de la pequeña política. Hay en disputa porciones de poder al interior de un sistema que tiene una función conservadora. Negocian y rosquean dentro de una estructura que deja libre a los Rocca mientras encierra a miles de pobres sin condena.
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El Consejo de la Magistratura nació del Pacto de Olivos y la reforma constitucional de 1994. Consagrando el poder de las fuerzas políticas mayoritarias y los actores de la corporación judicial, se convirtió en un mecanismo que “ordenaba” la selección de jueces en función de la cercanías al poder. Un sistema donde la inmensa mayoría de la población no tiene voz ni voto.
Lo ocurrido esta semana refuerza esa tendencia. Mediante sus propios fallos y pasando por encima del Poder Legislativo, la Corte resucita una norma derogada hace década y media en función de empoderarse. Lo hace debilitando la participación de los partidos políticos que, a diferencia de jueces y fiscales, sí deben someterse al veredicto de las urnas.
El máximo tribunal tiene, de por sí, un carácter claramente bonapartista, apareciendo como “guardiana” e intérprete de la Constitución, al tiempo que resuelve múltiples sentencias, muchas de ellas de fuerte impacto político y social.
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Esa avanzada no puede ser menospreciada. La experiencia latinoamericana de la última década dice mucho del poder que tiene, valga la redundancia, el Poder Judicial; de su rol protagónico en golpes, maniobras y operaciones contra quienes fueron elegidos por voto popular. El llamado lawfare tiene una poderosa realidad, aunque cierto progresismo abuse del término.
La respuesta kirchnerista a la Corte oscila, una vez más, entre el relato, el pragmatismo y la impotencia. De la denuncia de “un golpe de Estado” se pasa, casi sin escalas, a tretas destinadas a ocupar un lugar en el nuevo esquema. La división del bloque oficialista en el Senado -glorificada como una “gran maniobra” de Cristina Kirchner- desmiente los discursos. Si hubo un golpe, tal decisión implica aceptarlo y participar en el nuevo esquema de los golpistas. La fragilidad de los relatos es demasiado evidente.
Esa fragilidad se hace aún más evidente si se repasa la historia del propio kirchnerismo. Sus tiranteces con el Poder Judicial nacieron en el final de la segunda presidencia de CFK. Hasta entonces, la relación con jueces y fiscales tuvo poco y nada de tensiones. La reforma impulsada en 2006 tuvo como finalidad obtener un mayor control sobre el Consejo de la Magistratura, no transformar una estructura conservadora.
Además, difícilmente el kirchnerismo podría desafiar seriamente a ese Poder Judicial al servicio del poder económico: hace apenas una quincena, Cristina Kirchner reivindicaba al capitalismo como el “mejor sistema posible”.
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Sin embargo, la ausencia de respuesta no es inocua. Cada batalla no dada construye correlación de fuerzas: a favor de la derecha y contra las mayorías populares. Nada impedía al kirchnerismo movilizarse contra la decisión de la Corte. Pero no lo hizo; eligió el relato exagerado del golpe para terminar en el malmenorismo pragmático de la rosca.
La Corte y el kirchnerismo no disputan el "control de la Justicia”, sino la primacía al interior de un aparato que funciona en interés de las clases dominante. Una gigantesca caja que controla resortes fundamentales del Poder Judicial, incluido un presupuesto que, en 2021, alcanzó los $ 80 mil millones.
Un programa que cuestione ese esquema de poder, incluso en los marcos del capitalismo, debería empezar por plantear la elección directa de los jueces. Estos funcionarios deberían ganar un salario similar al de un trabajador o trabajadora, liquidando sus enormes privilegios, y ser revocables sencillamente. Parte de una reforma judicial democrática profunda implicaría incorporar los juicios por jurado en todas las áreas, incluyendo temas que hacen al poder político, como la corrupción.
Este programa, en la actualidad, solo es planteado por el Frente de Izquierda, que lo hace como parte de una política anticapitalista y socialista, en el marco agitar la necesidad de un Gobierno de los trabajadores y el pueblo.
Una nueva sociedad y una nueva justicia
No puede haber una justicia independiente en una sociedad donde existan clases sociales con intereses antagónicos. Bajo el capitalismo, el Poder Judicial -como la mayoría de las instituciones- sirve a los intereses de la clase social dominante: el gran empresariado, nativo y extranjero, defendiendo su propiedad privada. Es la Justicia de los Coto, Rocca, Galperín o Bulgheroni. Es la Justicia de los grandes bancos y las grandes petroleras.
Distinto sería en una sociedad donde la gran industria, los transportes, la producción de energía y el conjunto de las fuerzas productivas fueran públicas y sociales, siendo controladas por los propios trabajadores y trabajadoras. Donde la economía fuera planificada y discutida de manera democrática por la población. Allí las mayorías obreras y populares empezarían a ejercer la autoadministración de la vida social, económica y política, en lo que podríamos llamar un Estado de nuevo tipo, siguiendo a Antonio Gramsci. Ese proceso, necesariamente, se extendería al terreno de las cuestiones judiciales.
Una sociedad de ese tipo no puede sostenerse en los marcos de un país. La historia del siglo XX lo mostró. Es necesario que la transformación revolucionaria y socialista se extienda a nivel mundial. La internacionalización de la economía, los múltiples vínculos sociales, políticos y culturales entre diversas naciones son marca identificatoria del tiempo histórico actual. Una nueva sociedad socialista tiene que desplegarse, necesariamente, a nivel internacional.
En ese sistema las tensiones sociales y económicas empezaran a desaparecer, a medida que crezcan la productividad y la producción de riqueza. En la medida en que esto ocurra, ese Estado de nuevo tipo comenzará a extinguirse. Se hará cada vez más innecesaria la regulación de las relaciones entre personas y grupos de personas. El derecho progresivamente se transformará en costumbre. Los problemas y diferendos serán resueltos en conversaciones y debates, apelando a la racionalidad, la solidaridad y la camaradería.
Una perspectiva así no tiene nada de utópico. No hay nada en la naturaleza humana que obligue a recurrir permanentemente a un poder externo para solucionar diferencias.
Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.