O de cómo llegué a abrazar las banderas del trotskismo.
Lunes 22 de agosto de 2016 19:09
A principios de 1998 entraba a la secundaria, en el amontonamiento de ranchos llamados villas miseria en la Córdoba en que me crié. Una madre de clase media, docente devenida en empleada doméstica, hizo un esfuerzo más y se preocupó para que sus hijos vayan a un colegio en el centro. Un privilegio y una oportunidad que esa madre no se cansaba de recordar, y fue esta la puerta que al abrirse, nunca se cerró.
Los radicales tienen una costumbre casi natural de querer convertir todo en un shopping. Esta idea se materializó y quisieron hacer un centro “limpio” de los jóvenes que veníamos de los barrios más pobres. El gobernador Mestre, por aquellos años, prohibió que cualquier alumno de la provincia asista a un colegio que no quedara a diez cuadras de su casa.
Este fue el inicio para conocer el pasado y cómo ese presente, tenía una relación directa con aquel. Mi preocupación era ir al centro, a un colegio distinto al del barrio, y que el esfuerzo de una mujer se cumpliera sea como sea. Marchas, quilombo.
En esa marea donde miles nos movilizábamos, conocí a la izquierda. A los 14 años tantas siglas y nombres de otros países me eran muy complicados de aprender. Sólo el más sencillo quedó rápido: Carlos Marx, porque le podía decir Carlitos, como me aconsejó en su momento Andrea D´Atri.
El conflicto pasó, se ganó y el desierto se llenó de polvo. No volaba una mosca en la Docta radical que pasaba a manos del “gallego” De La Sota. Fueron momentos donde pude entender la explotación del hombre por el hombre, la extracción de plusvalía, la esencia y la apariencia. Que la historia era la historia de la lucha de clases. A los 14 años empecé a ver los procesos reales, a entender que había que moverse. Pero para moverse, como en la música, hacen falta instrumentos y lo que sale de ellos.
Fue necesario ir hasta el final del pasillo y abrir otra puerta, tal vez la más importante que conservo. Fue el libro de que leí con un paseo interminable: me pasaba de las paradas del bondi con él; no prestaba atención en clase; mi única preocupación era el capítulo actual y el que seguía. Un texto complejo que, a su vez, me resultó sencillo. El libro de la Historia de la revolución rusa me llevó a conocer a León Trotsky.
“Era más normal ser escéptico que apasionado” le dije una vez a alguien que me achacaba con esa calificación casi como un insulto. Hay escépticos de la Revolución, aunque dicen anhelarla. Éstos, que ven cualquier esfuerzo práctico en vano, carecen al menos de tres elementos:
El primero, es no conocer la historia de las revoluciones. Las que triunfaron, las derrotadas y las que quedaron a mitad de camino.
El segundo, es tomar la derrota con liviandad, ¿sino el neoliberalismo qué fue?
Y el tercero, es no intentar hacer un hilo de continuidad entre el pasado, con todo lo complejo que es, para tratar de relacionarlo con el presente y darle paso al futuro. El futuro como tal, es una proyección del presente, y se lo puede imaginar “por el simple hecho de estar en movimiento y nosotros somos parte de ese movimiento”.
Cuando empecé el libro Historia de la revolución rusa fue aburrido. “Características del desarrollo de Rusia”, duro pero pasó. La “Rusia zarista y la guerra” puso algo más color. “El proletariado y los campesinos”; “La revolución palaciega”; “La agonía de la monarquía”, me iban atrapando cada vez más. Hasta que por fin llegó mi premio, el capítulo 7: “Cinco días (23-27 de febrero de 1917)”.
El que me lo prometió afirmó valer la pena y no me decepcionó. En unas pocas páginas Trotsky logra que uno sea un espectador vivo de los miserables que van convirtiéndose en los dueños del futuro.
Si la revolución es la liberación de los sectores más oprimidos y explotados, la de febrero tiene en primera línea a las mujeres. Ese género que, en lo personal, fue para mí símbolo de fortaleza, esfuerzo y violenta defensa de los peligros que acechan a una joven mujer con muchos hijos en un mar de miserias.
Vi cómo triunfaba la revolución. Y esto, como si hubiera aprendido a hablar, me quedó y despertó algo tal vez dormido. Pude imaginar que la revolución no era solamente necesaria sino también posible…
No faltó mucho para ver a los explotados levantarse, no solo el 2001 en Argentina también el octubre boliviano del 2003, una imagen parecida a la Rusia de 1917.
León Trotsky logró que pueda ver a las clases en su lucha, sus intereses y resolver la militancia revolucionaria como un arma que uno puede empuñar o no. El futuro es nuestro y hacia él vamos imaginándolo con los pies bien enterrados sobre la tierra.