Como en el viejo porfiriato de los siglos 19 y 20 que fue abatido por una revolución campesina, en México continúan existiendo campos agrícolas donde se confina a los jornaleros a condiciones infrahumanas de vida y de trabajo.
Lunes 6 de abril de 2015
Ayer eran peones encasillados y hoy son un sector de la clase obrera súper explotada. Situación que el terrateniente Francisco l Madero nunca tuvo en planes modificar, a la caída del dictador Porfirio Díaz.
Y es que la continuidad de las condiciones de explotación de los trabajadores del campo en el siglo 21 expresa el carácter del moderno estado mexicano surgido tras la asunción al poder de Venustiano Carranza y los posteriores gobiernos revolucionarios que truncaron la exigencia de ¡Tierra y Libertad! de las masas campesinas armadas.
Con el triunfo del ala de la revolución encabezada por el terrateniente Venustiano Carranza y la consolidación del proyecto de estado por Álvaro Obregón (que supuestamente terminaba formalmente con la barbarie en el campo), nuevas formas de acumulación capitalista encumbrarían a la nueva burguesía rural vencedora.
Y es que, con la liquidación física de los ejércitos campesinos encabezados por Villa y Zapata, y la interrupción de la revolución social que subvirtió el orden burgués de ese entonces –haciendas expropiadas, reparto armado de tierras, etc. – la naciente burguesía –la pequeña burguesía que encabezó los ejércitos triunfantes y que serían una nueva clase de latifundistas como el general Álvaro Obregón en Sonora– organizaría las nuevas relaciones de producción en el campo en base a sus necesidades como clase, dando lugar en los años posteriores a una masa de proletariado agrícola, al mismo tiempo que profundizaba la creación de latifundios.
Así, sobre el liquidado porfiriato se sentaban las bases de lo que serían después las instituciones del extenso priato. Por eso podemos afirmar que las condiciones actuales de miseria en el campo y la crisis del mismo –producto de la apertura del mercado nacional a los agrobusiness, que determinan los precios y la producción agrícola–, son consecuencia indirecta de la derrota del sector revolucionario que levantó las demandas de los campesinos. Esto se dio de manera limitada o localista –falta de un programa más radical en Villa y falta de una visión nacional y de nación en Zapata–, y porque no lograron actuar independientemente de la dirección burguesa de la revolución.
El nuevo proletariado agrícola: continuidad de la miseria en el campo
La falta de tierras de los campesinos, que se profundizó con la liquidación del ejido a partir de la contra reforma al campo en 1992 –que significaba el fin de reparto agrario, la apertura al mercado de las tierras de propiedad social, ejidal o comunal–, el impulso a un nuevo latifundismo –al permitir legalmente que las “sociedades mercantiles” por acciones puedan ser propietarias de predios 25 veces mayores a los establecidos para la pequeña propiedad individual–, aceleró enormemente el proceso de proletarización de los campesinos pobres iniciado hace décadas y expresó un salto en su migración al norte del país en busca de trabajo, dado que miles no lograron cruzar la frontera hacia los Estados Unidos. Esa reforma preparó las condiciones para la entrada del Tratado de Libre Comercio en 1994, y la predominancia de la mano de obra agrícola muy barata.
La crisis capitalista de la década de 1980 y la imposición de la fase neoliberal como forma de acumulación en el campo, reprodujeron formas de explotación que existían en el régimen de haciendas donde los peones o jornaleros trabajaban llevando consigo a su familias a la región adonde fueran –como Yucatán o Valle Nacional en Oaxaca, como narra John Kenneth Turner en “México Bárbaro”.
Las jornadas intensas de trabajo, miserables salarios y ausencia de prestaciones –como lo evidencian los jornaleros del Valle de San Quintín–, más un control semiesclavista, sigue siendo la causa del enriquecimiento de los empresarios agrícolas y de la pauperización del proletariado agrícola. Muchos de estos campos de explotación son propiedad de la casta política y gobernante.
Hoy no son los temibles “rurales” de la dictadura porfirista los que garantizan con su dureza la ganancia de los latifundistas; es la democracia bárbara y asesina del Partido Revolucionario Institucional –y el régimen de la alternancia– en una etapa de desarrollo industrial.
Es la democracia degradada apuntalada por las centrales sindicales traidoras como la Confederación de Trabajadores de México (CTM) y la Confederación Revolucionaria Obrera de México (CROM), que negocian la vida de los trabajadores a cambio de riqueza y poder político.
Pero obedece también al control estatal que “el gobierno de la revolución” impuso mediante la Confederación Nacional Campesina en años del cardenismo (que además impidió que se organizaran junto al movimiento obrero). Y, en las últimas décadas, a las organizaciones campesinas llamadas independientes que facilitaron la contra reforma salinista al artículo 27.
Es necesaria una segunda revolución mexicana
La huelga de los jornaleros de San Quintín en Baja California Sur, estallada el 17 de marzo con la toma de la estratégica carretera Peninsular (y su resistencia combativa) es una muestra de la potencialidad de este sector del proletariado, y del rol que puede desempeñar –bajo una estrategia combativa– en la alianza revolucionaria de obreros y campesinos. Política que ha faltado en anteriores luchas de los jornaleros agrícolas en varias regiones del país.
Hoy tienen que afrentar a los terratenientes herederos del porfirismo bárbaro con la que lucharon los ejércitos campesinos en la primera revolución mexicana y el sistema político que permite (y defienden) esta explotación y las condiciones inhumanas de existencia.
Y no pueden confiar en un nuevo Madero (aquel sólo quería cambiar el régimen político) que, de existir, los llamaría a enfrentar a los latifundistas empuñando la boleta electoral.
Los trabajadores del campo y la ciudad debemos continuar con la obra del general suriano Emiliano Zapata. Pero esta segunda revolución no debe buscar a políticos ajenos a la clase trabajadora para que la encabecen.
No podemos hacer la revolución anticapitalista y anti-imperialista con las manos de la burguesía.
No es el “¡sufragio efectivo no reelección!” (ni hoy la transición política dirigida por los partidos patronales) el programa para obtener las demandas de los explotados y oprimidos del campo y la ciudad.
Es echar abajo los planes de miseria que sufren las masas trabajadoras, terminar con la entrega al imperialismo, y acabar con la burocracia sindical que acuerda contratos colectivos de trabajo esclavizando a los jornaleros, a sus familias y a la clase obrera en general.
Sólo la organización independiente de los trabajadores puede levantar un programa anticapitalista y anti imperialista que acabe con la explotación y la barbarie capitalista.
Mario Caballero
Nació en Veracruz, en 1949. Es fundador del Movimiento de Trabajadores Socialistas de México.