Una trabajadora docente nos acerca el cuento de una noche que parece una fotografía a colores
Viernes 6 de septiembre de 2019 20:39
Solísimos, sus pasos andan las veredas sucias y adormecidas del barrio de San Nicolás, que poco tiene de regalos y fruta abrillantada. En la calle, nadie. Hasta parece que le hacen eco las suelas de tan callada que viene la noche. Con el correr de las horas se volvió todo más fresco y lento. Cada tanto sale alguien de los edificios como a las apuradas, para perderse rápidamente en la oscuridad propia de otro martes de abril. A veces, un fulano surge de la nada, entra y pega un portazo y desaparece por un ascensor o una escalera. Con la urgencia glotona del hambre. Impaciente por un plato de comida que se enfría inexorable sobre alguna mesa de algún comedor.
Escuchó en la radio esta mañana que a las doce dejan de andar los colectivos y los trenes y los subtes que, de todos modos, ya no andaban hace rato. Duda si su reloj estará atrasado o si es que se anticipó el horario del feriado. Es mucha soledad para un barrio que suele ser tan agitado de nueve a dieciocho, cuando le da el sol. En una de esas hay algo amenazando la madrugada insistente de Buenos Aires y él no se enteró por no leer los diarios ni frenarse cuando pudo en la ventana de algún bar con tele, como cuando juega su equipo de fútbol y no tiene tiempo ni plata para sentarse a mirar. Por si acaso apura el tranco. Camina y se pierde por las diagonales entreveradas de la ciudad. Cada dos cuadras, una pizzería de esas blancas y rojas (más blancas que rojas) donde todo se ve, de bebida al paso y porción barata. Vacías también y en silencio.
¿Será que entre tanta nada podrán encontrarse? ¡Claro que sí! ¿Con quién podría confundirlo si es el único en varios cientos de metros a la redonda?
—Un par de cuadras por Suipacha y media por Tucumán, a la izquierda, como volviendo a 9 de Julio— se repite mentalmente y de memoria como el rezo cantado de Dánica Dorada. Ya en la esquina empieza a adivinar una orquesta de cumbia caribeña... bien podría ser colombiana. De seguro viene de ese local iluminado. Un punto de color a pesar del cemento. Como los cachetes demasiado rojos de una señora coqueta y miope pasada de rubor. Sin dudas una exageración, un “sin querer, queriendo”. Avanza, agacha la cabeza y lo pasa de largo, no vaya a ser cosa que se den cuenta que le llama la atención semejante jolgorio desubicado. Sería atroz si encima lo convidan a pasar.
—¿Acaso no se enteraron estos que ya casi arranca el paro? ¿Será que viven ahí o estarán esperando a alguien ellos también?
Mitad de cuadra.
—Al novecientos treinta y... sí, es acá. Justo en la parada del 180. Frente al local de los aviones que siempre está vacío. Ahí hay gato encerrado. Una matufia, es evidente... pinta de laverrap ya tiene...— Se habla y se responde. Una preocupante verborragia poco común le trepa la garganta. Se deja estar un rato con control disimulado: mirada a 90 grados del piso, la espalda derecha a conciencia, respirar hondo, algo tosco y sostenido y arrancar a esperar con el cuerpo dispuesto y el corazón amplio.
—En cualquier momento viene.
Mientras, para pasar el rato, practica posibles reacciones para adentro, para cuando la vea bajar por la puerta del medio del colectivo (o tal vez por la de atrás, eso le daría unos pasos más de tiempo para juntar valor de último momento).
—¿Sabré que es ella?
Cómo no iba a reconocerla, si solo de mirarla se le iba el cuerpo entero a su encuentro. Además, podría mirar de una sola vez todas las manos que cuelgan de los caños del colectivo en hora pico y saber cuáles son las suyas sin titubear. Entonces las tomaría con ternura y jugaría a quién tiene los dedos más largos y charlarían caminando por la ciudad vacía hasta que no les den más los pies. Así, callejeando cada barrio, se irían conociendo las mañas y los miedos y los deseos. Y en su paseo irían matando la vergüenza de mirarse un poco más de lo normal, sonriendo con más ganas, jugando a ser otros para decirse las cosas de un modo corriente. Se divertirían adivinando nombres e historias mientras suena un piano sutil, delicado, que huele a nostalgia y lo lleva a sus hombros descubiertos decorados con tiritas azules que terminan en un nudo que también es sutil y delicado hasta que deja de ser, entre los dedos de ambos... Pero el ruido de motor de un 504 negro de techo blanco atraviesa el adagio y lo destroza, devolviéndolo a la cumbia del antro con pinta de quiosco. Del 180, ni rastro.
Tucumán se ve más ancha que lo habitual y más apagada que de costumbre después de la primer hora. Una sirena azul muda persevera de lejos. Ni eso se acerca.
—No va a venir...
El traqueteo de una valija de rueditas que no se sabe si llega o se va le pasa por al lado. La sigue con la mirada negra que apenas creía y un pedacito de él se va con ella. En eso descubre un rosario rojo oscuro que cuelga junto a una cinta del Gauchito gastada y descolorida en el espejo retrovisor de una Saverio blanca estacionada a su lado. Lamenta no ser creyente. Le vendrían bien unos ruegos no muy pretensiosos y que alguien lo escuche desde el más allá, dado que del más acá no pareciera acudir nadie.
—¿Era hoy?
Se decide y retrocede hacia Suipacha unos metros hasta el local abierto. No debería ser un riesgo tomarse esa licencia si ella justo llegara en ese momento. Son sólo unos metros y no va a demorarse mucho. En la vidriera, cinco empanadas de pollo, a juzgar por el repulgue, se amontonan en un plato blanco de cerámica. Blanco y redondo. Alrededor, algunas golosinas, artículos de librería y objetos varios.
El pasillo divide al local en dos y lleva a un fondo verde que parece esconder una especie de cyber que no termina de descular. Ahí descansan tres tipos, o dos. Charlan y ríen. Ni lo registran. Él les pasa rápido el vistazo y, de vuelta a la vereda, el recorrido se interrumpe con dos peluches de animales de un blanco sucio y descuidado con detalles a color que cuelgan pegaditos de dos sopapas contra un vidrio.
—Sí, es hoy...
Vuelve a su punto de espera. Su panóptico callejero del que ya es preso.
—No va a venir. —Una vocecita de adentro se le quiebra ahogada en sus propios espantos e incertidumbres. Y una gota, densa, le atraviesa el pecho provocando al frío de afuera.
Entre un poste y un algo estacionado, lejos, muy lejos, divisa una luz roja que podría ser el cartel luminoso de un colectivo. El rótulo del 180 del poste que hace de parada resulta ser rojo, con lo cual es fija que viene en ese. Practica la pose de esperar como quien no está esperando nada. Espalda, respiración, 90 grados... Un minuto, dos, cinco... quince. La luz no crece como hacen los que avanzan. Ya ni siquiera está. Ahora es verde. Evidente. Un indiscutible semáforo. El manifiesto del iluso. Se desinfla. Se desarma. Por unos segundos ni respira.
—No va a venir —como un estallido.
Son las once, no queda otra que ir a esperar el 26, ese no falla y lo deja a unas cuadras de casa. Ella seguro entiende. Es tolerante y buena, eso se nota a la legua. Puede comprender que hay paro y dejan de andar colectivos, trenes y subtes. No es falta de voluntad, es que se hizo tarde y, aunque es claro que podrían haberse encontrado en Tucumán y Suipacha, la noche pinta más fresca que las anteriores. Demasiado fresca. Para caminar son muchas cuadras hasta el barrio, no tiene sentido. Total, ¿qué apuro hay?
—Si puedo ser todo lo paciente del mundo—, dice en un gesto que no es suyo pero finge innato.
—Tampoco tenía tanta ansiedad de todos modos. Mañana, o en unos días, es patente que nos vemos.
Cuando ella pispee por la ventanilla la parada y la descubra vacía se va a dar cuenta de todo y va a entender. Seguro. Tiene mirada sensible y ojos amables, de esos que interpretan serenos. Incluso puede seguir con el mismo boleto hasta su casa, que queda pasando la suya y todos contentos. Ya va a haber tiempo…
En medio de tantas calles para ser deambuladas, de tantas paradas para andar esperando, de tanto silencio innecesario, allí estaba él, implorando, grave, con el conocimiento en las manos vacías y un hueco en el resto del cuerpo. Profundo, rendido, ausente.
—Sí... mejor hacer eso— se repite una y otra vez. Mientras, sus pasos se van yendo de la música de fiesta hacia Córdoba, con todo el mundo en el corazón, antes que sea demasiado tarde... que mañana es feriado.
Sobre la autora
Lucía Rita nació en Buenos Aires en 1981. Es fotógrafa y se desempeña como docente. Cuando era pequeña encontró en la palabra escrita una forma de exteriorizar sus emociones, principalmente a través de cartas y poesías; pero fue este año (después de muchos sin escribir) que retomó esta práctica más formalmente. En última instancia, es parte de una insistente búsqueda por intentar expresarse desde la sensibilidad.