Escenas de la pre pandemia IV.
Juana Galarraga @Juana_Galarraga
Domingo 13 de septiembre de 2020 18:51
Foto: Télam
"Escalonemos detalles del día, que serán interesantes para los cronistas del futuro".
Roberto Arlt
Alarma a las 7.45.
Alarma a las 7.50.
Alarma a las 7.55.
Por la ventana del cuarto entra el zumbido de un motor. Es un zum zum grave y largo que amasa la pesadez circularmente, como el aleteo en cámara lenta de un cascarudo gigante. Puede ser el motor de una bomba, que se combina con el efecto de decenas de aires acondicionados a coro. Las gotas chorrean desde las mangueras y golpean contra unas chapas que sobresalen de las paredes del pulmón del edificio.
Alarma a las 8.00.
La ráfaga de la ducha estrellándose con la cerámica de la bañera hace consciente el cambio de ambiente: ya saliste de la cama. El vapor acumulado y la descarga del inodoro alejándose por las cañerías viejas, anuncia el momento de otro paso más: estás por entrar a la ducha.
La canilla chilla con la primera vuelta del cierre, la que más cuesta. La ráfaga se va silenciando hasta que las últimas dos, tres gotas, revientan solitarias, como letras t chiquititas que caen sobre la espalda.
Frente al espejo, un pshhh pshhh de perfume estalla y hace una mancha transparente que chorrea por el cuello y por el pecho. Un shhh shhh de desodorante se espolvorea y se pega como un talco blanco en las axilas. Un plaf plaf de crema para peinar cae espeso en la palma ahuecada de la mano y se desparrama segundos después con un rash rash del cepillo contra el cuero cabelludo.
De alguna manera, en algún orden de prioridades que no todas las mañanas es el mismo, calculando pasos y desplazamientos, intercalando la ejecución de las órdenes del cerebro con miradas fugaces a la hora del celular, sucede el resto: elección de la ropa y el calzado, preparación de la mochila, preparación del desayuno, preparación de la vianda, cepillado de los dientes.
El agua se sacude en la botella de plástico y el rodar hueco de los tragos por la garganta da el último empujón.
Tintineo maldito de las llaves. Eco sombrío de la puerta que se escapa para arriba y para abajo por las escaleras del edificio.
Roces metálicos de la cerradura.
***
Estacionamiento quejumbroso del ascensor en planta baja. Taconeo acelerado por el pasillo. Buen día del portero que riega las plantas del pulmón a mitad de camino. El pitido de la cerradura magnética de la puerta del edificio prepara desde bien temprano el espíritu: afuera mandan los pitidos.
Lentes de sol para hacer frente al disparo sincronizado de resplandor, que llega desde cada baldosa de plaza Congreso, de los vidrios, de los bordes metálicos de los monumentos, de las rejas, de los techos de los autos, de los carteles y de las paredes de los edificios claros de alrededor. El sol de diciembre es despiadado.
Los colectivos lanzan chistidos de aire y un chirrido agudo con sus frenos neumáticos. Ejército de flautistas desafinados circulando como flechazos. Un fondo envolvente de motores en funcionamiento parece no tener fin. Ruuum ruuum, track track track track, prrrm prrrm. Bocinazos, portazos de autos, máquinas de obras, martillazos, fierrazos, noticias amargas desde las radios, canciones escapando por las ventanillas, ringtones, timbres, voces humanas descoordinadas, superpuestas, indistinguibles, en todas las direcciones.
El aleteo de una paloma que decide correrse de adelante a pocos centímetros de los zapatos. Un retumbe cavernoso y más ruidos que emergen desde la noche que siempre reina en los túneles del subte.
***
Una flecha verde se enciende y un nuevo pitido confirma que queda un viaje menos en la SUBE. El molinete gira y empuja desde los glúteos con un click que hace irreversible el camino. El sol apenas baja por las escaleras, pero el calor vive atrapado en esta profundidad mínima.
Acumulaciones de pelusa y grasa negra flamean al son del viento, como babas de diablo adheridas a la rejilla de los ventiladores enormes del techo. Un esfuerzo persistente de sus motores y paletas baten el caldo del aire caliente, las toses, los bostezos, los estornudos, alientos matinales que empañan celulares, escupen micrófonos o asedian narices de otras almas dispuestas a mantener conversaciones a la distancia de una hora pico.
El tren espera la subida de los pasajeros en el andén de enfrente, lanzando chistidos de aire como los colectivos, resoplidos de bestia cansada de tirar del carro. Una luz opaca, como de linterna vieja, choca contra la pared del túnel y anuncia la llegada de la máquina que viene en sentido contrario, casi a punto de doblar la curva y aparecer a pocos centímetros, del otro lado de la franja amarilla al borde de los zapatos.
Se acerca una i muy aguda y eléctrica que se estira mientras dura la fricción de los frenos y se va convirtiendo en una u moribunda que se apaga con la marcha de la máquina. Las puertas se abren con un pram. Algunos alientos lanzan al aire pedidos de permiso con distintos niveles de intensidad y respeto. Cuerpos salen a los manotazos, eyectados del amasijo de carne que continúa viaje. Algunos desenganchan cables, tiras de mochilas, cordones, anillos, cuando todavía no han logrado sacar los dos pies de adentro.
La manada que esperó su turno para subir se acomoda como puede. Un triple pitido, estridente, se repite una, dos, tres o incluso más veces, dependiendo de la cantidad de mochilas, hombros o carteras que impidan el choque seco de los bordes de goma de las puertas. Hasta que el maquinista lo logra y las cierra.
La u que había muerto resucita y en segundos ya es la i potente que vence la inercia. La máquina sigue perforando la oscuridad con su luz amarilla, como de otro siglo, que rebota contra las paredes del túnel.
***
27 de enero de 2020
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