Sherlock es una serie británica estrenada en 2010 por la BBC One. Creada por Steven Moffat y Mark Gatiss ha llegado a ser una de las producciones más vistas de los últimos años.
Sábado 14 de enero de 2017
Si bien Sherlock Holmes, al igual que Poirot, reconoce su génesis en Dupin y en la increíble capacidad deductiva y literaria de Poe, este detective de papel y tinta se ha diferenciado de aquellos en una dosis extra de energía y humanidad. No se nos escapa que el aristocrático Dupin sólo caminaba y razonaba y Poirot, obsesivo con su aspecto, rara vez se hubiera permitido algo de sudor. Sherlock, en cambio, se concedió participar de los vicios y fantasmas de todo hombre normal. Y, sin embargo, los tres personajes son excelentes exponentes de la misma especie de literatura policial: el policial clásico.
Con frecuencia, los personajes que pueblan el infinito universo de la ficción literaria logran la trascendencia con la que todo escritor ha soñado alguna vez. Es lógico. El olvido es tan cruel como el paso del tiempo. Pero los personajes, esos hijos que sobreviven, están condenados a un purgatorio donde la repetición es la medida de su suerte: recitan los mismos parlamentos, pueblan siempre los mismos lugares, acarrean siempre la misma roca y destejen, hasta el fin de los tiempos, el mismo argumento. Son como un vinilo rayado que entona siempre la misma estrofa.
Muchas experiencias literarias intentaron crear nuevas historias para viejos personajes, pero no faltó la condena que les endilgara el robo descarado del sudor ajeno. Y nos preguntamos, ¿por qué no?
Tal es el concepto, opinamos, de esta serie que lanzó la BBC y que ya transita su cuarta temporada. Protagonizada por Benedict Cumberbach (Sherlock) y Martin Freemann (Watson), esta serie nos muestra las aventuras de un genial investigador privado del siglo XXI que comparte con el viejo Holmes, el personaje creado por el doctor aburrido, muchos detalles y vicios, amigos (o deberíamos decir: amigo) y enemigos (o deberíamos decir, simplemente, Moriarty). Incluso pareciera transitar las mismas aventuras, un siglo y medio más tarde que cuando lo hiciera por primera vez. Pero esto último no es del todo correcto.
En efecto. Aquel Sherlock enfrentó al enorme sabueso de los Baskerville, una criatura enorme que inflama los temores de los aldeanos en un páramo envuelto en la bruma. Este Sherlock también enfrenta a un enorme y deformado perro, sólo que ahora no es el animal el motivo central de la historia sino las armas químicas y los secretos gubernamentales.
Pensemos en “The abominable bride”, el capítulo solitario de la hasta ahora inconclusa cuarta temporada. Por supuesto que abreva en las aventuras del viejo Holmes (la señora Ricoletti aparece mencionada en El ritual de los Musgrave), o tal vez podríamos decir, en una fina mistura de sus aventuras. No lo negamos. Sólo que aquí, también, estamos frente a un universo literario diferente. Somos espectadores de dos épocas que conviven, que se entrecruzan en el cerebro narcotizado del nuevo Sherlock. Y el viejo argumento de cazar el fantasma de una novia despechada se transforma en una excusa para hablar de quienes controlan nuestro mundo masculino: las mujeres. Sherlock y Watson enfrentan aquí el gran tema de actualidad: la opresión de la mujer. Gran jugada para ganar audiencia. Gran idea para ganar simpatías. ¡Ah, Sherlock! ¡Qué oportunista eres! ¡Y qué astuto!
¿Es Sherlock, entonces, una reedición actualizada del Holmes de Sir Arthur Conan Doyle, una adecuación temporal a la época que nos toca vivir? ¿Es éste el mismo Sherlock que pobló nuestras lecturas adolescentes y nos inflamó de curiosidad hasta la última deducción inesperada? No. Ciertamente no es el mismo. Este Sherlock simpatiza con aquel, incluso tiene su mismo nombre, su misma dirección y el mismo incondicional amigo. Es más, muchas de sus aventuras actuales tienen, como subtexto, los antiguos capítulos de Doyle. Pero este personaje no es el mismo. No es el viejo Sherlock Holmes que ha saltado al siglo XXI. Y no hacemos esta aclaración en sentido peyorativo. Aclaramos.
Con demasiada frecuencia, a muchos clásicos literarios se les exige que, para merecer el privilegio de pisar las tablas, respete a rajatabla todo el universo asentado en el papel. Se le impone, en definitiva, el martirio recurrente del que hablamos más arriba. “Si así no lo hiciere,...”. Podríamos preguntarles a los guardianes de la tradición, por caso, si la imitación de época y vestuario, incluso de vocabulario y fonética, garantiza, per se, un Hamlet shakesperiano. Sin tener idea de cómo sería una puesta teatral en la época victoriana, la repetición de la estampa en todas sus facetas es, para este tipo de concepciones, una garantía suficiente de autenticidad. Y esto es tan discutible.
Sin intenciones de reeditar esta polémica ya muy regurgitada, cuando miramos a este Sherlock, aunque vemos a un personaje que comparte infinidad de tics con el viejo, con el clásico; aunque nos percatamos de que muchas de sus aventuras tienen una imbricada connivencia con las de Conan Doyle (lo que, por otra parte, no deja de ser un guiño cómplice con el asiduo lector, ahora convertido en espectador), somos capaces, al mismo tiempo, de dilucidar que no es una serie que adecua viejos trapos a nuevas modas. No. Este Sherlock Holmes es otra cosa. Y no lo decimos con el resentimiento peyorativo de esos guardianes de tradiciones. Lo afirmamos con total entusiasmo. Este Sherlock es algo más. Es una apropiación. Una superación, sin culpas, de algo ya creado. Una liberación, en definitiva, del cadalso donde habita todo personaje. Un paso adelante para hablar de temas de nuestro universo que en aquel, por cuestiones de historia y de desarrollo, estaban ausentes. Y creemos que esta postura ideológica acerca del arte, del cine y la literatura en este caso, es de una audacia alentadora. Algo así como un impulso para armar sobre lo ya armado, construir sobre lo construido, como una escalera que se impulsa, hacia lo alto, peldaño por peldaño.
Sin embargo, esta serie es algo más que un audaz paso de concepción. Es un prodigious script. Un guión excepcional. No es sencillo recrear más de una aventura del viejo Holmes en un único capítulo televisivo, manteniendo vivo, al mismo tiempo, la esencia de su espíritu. No resulta fácil trasmutar un mundo victoriano de complacencia aristocrática en un universo tecnológico de ambigüedad moral e ideológica. Sin embargo, todo esto es parte constitutiva del guión, esa cosa que todo cineasta reconoce como el imprescindible primer paso y que es capaz de sostenerse y continuarse en la sucesión de capítulos, algo fundamental en la actualidad de las series.
Y como si esto fuera poco, el diseño de arte es delicioso: no sólo su fotografía, su vestuario. Su concepción del color está impregnada de sobriedad. También, y sobre todo, lo está su edición, cargada de transiciones que no sólo desnudan un asombroso trabajo creativo sino una minuciosa planificación en el rodaje. Y todo esto cruzado con la excelencia interpretativa de actores de increíble performance (sobre todo, de sus protagonistas, Cumberbach y Freemann, y la simpática química que mantienen), formados, como no podía ser de otra manera, en la inagotable fuente del teatro inglés.
Si no fuera porque ya miles se muestran apasionados por esta serie, diríamos que es necesario verla. Así que, en vista de los hechos, sólo diremos que disfrutarla es... elemental.