El tiempo es lo más valioso que tenemos las personas. Esta afirmación parece verdadera para todos los significados que tiene la palabra “valioso”. La vida es corta, el tiempo es oro, el tiempo vuela. Pero en nuestras vidas nos falta para hacer lo que nos gusta, que seguro no es el trabajo. Entre todas las infinitas variables en que se puede abordar el tema, este artículo trata del tiempo y un deseo: el arte, no importa cuál.
Lo hace con las siguientes preguntas: ¿qué relación hay entre el tiempo y la realización de una obra de arte? y ¿cuánto tiempo necesitamos para disfrutar del arte? Y un poco más: en las respuestas hay un intento necesario por revisar los significados de algunos enfoques o palabras que por el uso cotidiano no explican bien un punto de vista diferente. Por ejemplo, la necesidad del “tiempo libre” que surge como algo básico para empezar a responder estos interrogantes, es una idea común que confirma la existencia de un “tiempo esclavo”, de un tiempo en el que vivimos presos, cautivos o encarcelados. Entonces la última pregunta es: ¿es posible dar una pelea por el tiempo libre que no se frene ante el tiempo esclavo del trabajo asalariado?
El tema bien podría ser otro: los microorganismos y el arte, la luna y el arte, el porno y el arte, el imperio y el arte, los conejos y el arte, y así al infinito. Pero el recorte sobre el tiempo tiene que ver con algo que hoy estamos acostumbrados a sentir en nuestros cuerpos: todo debería ser veloz, instantáneo, en tiempo real, eficaz, incluso disfrutar de la cultura.
Estas tres preguntas tienen también una razón: son una inmersión cada vez más profunda en un mismo problema. Son problemas que importan al campo artístico específico y son problemas que importan a todas las personas, porque el arte nos acompaña desde las cavernas y está basado en elementos sensibles, lúdicos, atávicos, además de los racionales, que son inseparables de nuestra vida. No podríamos vivir sin el deseo de producir o disfrutar de la música, la danza, la pintura, la escultura, la literatura, la arquitectura, la fotografía o el cine.
Si lo vemos desde la historia: lxs artistas conquistaron en el capitalismo la posibilidad de construir una institución diferenciada en la sociedad con su propia lógica interna, escuelas, debates, financiamientos, consagraciones, cismas; y a su vez el arte logró una expansión enorme en la cultura de masas con nuevas disciplinas nunca antes pensadas. Pero justamente uno de los puntos de vista más radicales de la fracción revolucionaria del campo artístico del siglo XX fue considerar que los códigos profundos de la producción artística chocaban en su esencia con los del capitalismo, y pelear por dejar de ser una institución diferenciada de “productores” que tratan al pueblo como “consumidores”. Unir el arte y la vida aprovechando todo el potencial de las nuevas tecnologías que iban surgiendo, para que todo el que quiera producir o disfrutar del arte pueda hacerlo, e incluso borrar la barrera entre la producción y el goce, la obra y el espectador. “Transformar el mundo, dijo Marx; cambiar la vida, dijo Rimbaud: estas dos consignas para nosotros son una sola”, escribió el escritor y poeta André Bretón en 1936.
Como es obvio, este artículo solo puede aspirar a señalar algunas de las líneas principales de respuesta. A través del hipervínculo entre películas y cuentos, entre crítica literaria y textos marxistas. Jugando a descubrir conexiones donde anidan esas formas radicalmente distintas de pensar el arte y nuestras vidas, dejando los enlaces abiertos para que el lector sume los propios. En este primer artículo abordamos las dos primeras preguntas, dejando para la próxima semana la tercera.
¿Qué relación hay entre el tiempo y la realización de una obra de arte?
El escritor y crítico Ricardo Piglia da una pista sobre esto en su libro Formas breves. Buscando respuestas a “cómo concluir una obra” trae un relato cuyo centro es la relación del tiempo y el arte, lo instantáneo y el proceso de trabajo. Rescata una historia que cuenta Ítalo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio, la parábola del cangrejo:
Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. “Necesito otros cinco años”, dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurrieron diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto.
Para Piglia, ya que el relato trata sobre un artista y su núcleo básico es el tiempo y las condiciones materiales del trabajo, el cuento se convertiría en “un tratado sobre la economía del arte”. Porque hay un contrato entre el pintor y el rey y hay una dificultad que le recuerda a Marx: es imposible medir el tiempo de trabajo “socialmente necesario” para definir el valor de una obra de arte, como sí es posible medirlo en la producción industrial de, por ejemplo, una cafetera, mesas o automóviles.
La idea del trabajo “socialmente necesario” para Marx, parte del análisis de que en el capitalismo todo el trabajo tiene un carácter dual, bifacético, con dos caras, como el dios Jano de la mitología romana, a los que llamará “trabajo concreto” y “trabajo abstracto”. El trabajo concreto o útil es característico de todos los modos de producción sin excepción, o sea que existe en la producción de todo valor de uso desde la Antigüedad. En cambio, el trabajo abstracto, dado que es creador de valor de cambio, solo existe en la producción de mercancías, que son la base de la economía capitalista. Insistiendo sobre esta dualidad: las mercancías son a la vez productos que satisfacen necesidades sociales como productos portadores de valor de cambio, que es lo que realmente importa a los capitalistas en función de satisfacer su deseo de ganancias. Este valor de cambio está determinado por el tiempo de trabajo “socialmente necesario para su producción”, en el cual lo importante no es el tiempo individual que a cada productor le lleva producir algo, sino que se determina socialmente: como promedio de todos los productores de un mismo tipo de productos. En esto el tiempo es clave, no es la misma posibilidad de competencia o ganancia si se produce más rápido o más lento cafeteras, mesas o automóviles.
Pero en la lógica de producción del arte, el trabajo abstracto no está presente. Piglia lo resumirá en su conclusión de esta manera: “El arte es una actividad imposible desde el punto de vista social porque su tiempo es otro, siempre se tarda demasiado (o demasiado poco) para “hacer” una obra. ¿Cuánto tiempo, después de todo, emplea Chuang Tzu para dibujar el cuadro?”.
El valor en el mercado del cangrejo de Chuang Tzu no está determinado porque se tarda 10 segundos o 10 años en producirla, porque no hay forma de medir el tiempo promedio que llevaría a diferentes artistas realizar “cangrejos perfectos”. Aún bajo el capitalismo, el arte tiende a ser un ámbito donde se produce sin tiempos establecidos, expresando la subjetividad del artista, y donde incluso su valor de uso es un fin en sí mismo.
Si la metáfora del cangrejo nos deja pensando en el lapso de una década para un proceso artístico que se resuelve en un gesto, ¿qué nos puede hacer pensar la hipérbole sobre el arte y el tiempo que desarrolla Stanislaw Lem en uno de los cuentos de su famoso libro Ciberiada?. Los cuentos de ese libro están protagonizados por dos brillantes robots constructores: Chancletacio y Verdcañol, que tienen poderes equiparables a verdaderos dioses. Ambos tienen una enorme inteligencia y no pocas veces “compiten” entre sí, pero de una manera que esa palabra (ensuciada por el uso capitalista) no hace justicia; entre ellos hay una amistosa rivalidad.
En el “Electrovate de Verdcañol”, el robot de ese nombre decide construir una máquina que escribirá poemas. Con ese objetivo acumula toneladas de literatura cibernética, de poesía, y estudia. Pero resulta que “después de cierto tiempo comprende que la construcción de la máquina era muy simple, casi un chiste comparada con su programación”. Verdcañol piensa que
…el programa que tiene en la cabeza un poeta cualquiera ha sido creado por la civilización en la cual ha venido al mundo; que esa civilización fue originada por otra, la precedente, y antes de esa una más temprana, y así hasta los comienzos del Cosmos, cuando las informaciones sobre el futuro poeta giraban todavía confusas en el núcleo de la nebulosa primigenia. Por lo tanto, para programar la máquina primero había que repetir, si bien no todo el Cosmos desde el inicio, por lo menos una parte considerable.
Y se pone a trabajar para lograrlo. Su máquina debe procesar millones de sucesos, el caos inicial, la Era de Hielo, los comienzos de la civilización, la Era de piedra, y así eones y milenios. Debe ser aumentada, complejizada, se descompone y es reparada, debe volver atrás, retomar y seguir. Reproducir civilizaciones perdidas, la Edad Media, el clasicismo y el tiempo de las grandes revoluciones. Debe ser alimentada de circuitos lógicos, emocionales y semánticos, debe añadirle voluntad. Lograr el electropoeta es muy difícil, pero luego de semanas Verdcañol lo pone en marcha y desafía a Chancletacio a darle temas para crear poesía.
No voy a desarrollar acá cómo sigue el cuento porque no hace a nuestro tema directo, solo añadir que la máquina se volvió tan poderosa que generaba acalambramiento lírico y estados de éxtasis místicos, al punto que no se la puede destruir porque ataca con tan bellas baladas que los ejércitos caen rendidos. La hipérbole de Lem lleva hasta el final el proceso acumulativo y colectivo del arte que se hunde en la profundidad del tiempo pero se nos presenta corto y envasado bajo el régimen de la propiedad privada.
Se podría objetar que este proceso acumulativo no es solo una característica del arte sino que la ciencia o la misma industria tienen la misma lógica, y esto es así pero con sus propias características. En El eternauta, de Germán Oesterheld y Francisco Solano López, que trata de una invasión extraterrestre mortífera a Buenos Aires luego de que el imperialismo entregara “el Sur” para salvarse, hay una conversación sobre el tiempo que ayuda a marcar esta particularidad del proceso acumulativo de la industria y nos permite entender mejor sus diferencias con el arte.
En una escena de la historieta luego de una batalla en Barrancas de Belgrano, un oficial invasor está a punto de morir en una cocina; es un “mano” (cuya característica es tener hiperdesarrollada esa extremidad). El personaje deja de lado su agresividad conmovido ante su propio final y comienza a mirar lo que hay a su alrededor, tan lejano y diferente a su planeta natal. Observa una cafetera y dice “Alcánzame esa escultura por favor… en la gracia de ese cuello hay siglos de arte”; le contestan: “no es una escultura, es una cafetera”, a lo que el extraterrestre responde:
Ignoro lo que es eso, posiblemente un implemento de uso doméstico. ¿se dan cuenta los hombres de todas las maravillas que los rodean? allá en nuestro planeta hay objetos parecidos... Cada cosa irradia aquí milenios de inteligencia, milenios de arte, milenios de ternura. Lástima no tener tiempo para saber por qué ese recipiente es cilíndrico, por qué tiene molduras la pata de esa mesa…
En el relato de Oesterheld y Solano López el ”mano” continúa descubriendo como objetos únicos el abollado tarro de yerba, las cacerolas tiznadas y la desvencijada cocina.
Los objetos industriales hunden también sus raíces en la profundidad del tiempo, pero en ellos los elementos sensibles, lúdicos, atávicos que los componen están cristalizados y estandarizados bajo la racionalidad parcial de la producción en masa. Mientras en la producción artística estos elementos se recrean, y aunque en la cultura de masas y “la industria cultural” se tienda a estandarizarlos, la tensión está lejos de haberse terminado.
Quizás las elucubraciones ficcionales sobre los tiempos de la producción artística puedan ser objetables, se puede apelar a la veracidad de la ciencia y la historia para añadir otro ángulo de respuesta a la pregunta. En el documental La cueva de los sueños olvidados (2010), de Werner Herzog, el director investiga la caverna francesa de Chauvet, considerada como uno de los mayores tesoros de la humanidad. Es una galería de arte natural con más de 400 pinturas rupestres de 32.000 años de antigüedad. Descubierta accidentalmente en 1994, el sitio es una verdadera “cápsula del tiempo”, ya que un derrumbe en su entrada guardó lo sucedido tal como había sido dejado. El equipo de Herzog consiguió un permiso especial para entrar a filmar las pinturas, que se muestran junto con sus comentarios y entrevistas a arqueólogos y científicos que trabajan en ella.
Todo es impactante. Sucede que mientras los científicos analizan un mural para detectar el proceso de trabajo de los artistas del Neolítico se encuentran con una concepción diferente del tiempo y el arte. La obras tiene una composición coherente, descubren una cierta expresividad circular entre los diferentes animales retratados, donde destacan por contraste la de unos magníficos caballos que aprovechan el relieve de la piedra para generar volumen y movimiento. Sin embargo,
… al comparar todas las pinturas de la cueva parece seguro que estos caballos fueron creados por un solo individuo. Pero en las proximidades de los caballos, hay figuras que se superponen. Lo sorprendente es que, de acuerdo con el carbono 14, hay indicios de que algunas de estas figuras superpuestas fueron dibujadas con intervalos de hasta 5.000 años. Esta secuencia y su duración se nos hace inimaginable al día de hoy.
Herzog concluye que nosotros “estamos atrapados en la historia, y ellos no lo estaban”. La cueva de los sueños olvidados es un documento de otro uso y otra concepción del tiempo en el arte.
El proceso de creación del cangrejo instantáneo de Chuang Tzu, la programación necesaria para el electropoeta de Verdcañol, el arte cristalizado en los objetos cotidianos descubiertos por “el mano”, el diálogo de miles de años de los artistas del Neolítico, ayudan a pensar qué relación hay entre el tiempo y la realización de una obra de arte desde una concepción temporal alejada de las naturalizaciones del mundo en que vivimos. Los códigos profundos de la relación entre el tiempo y la realización de una obra distan mucho de ser los que marca el mercado capitalista.
Pensar las relaciones más finas y directas entre esto y nuestra cultura actual quedará para otros artículos y la imaginación del lector. Lo que queda en evidencia es que para un artista que quiere dedicarse de lleno a producir arte el acceso al tiempo es un punto central de su trabajo, los códigos internos del oficio lo exigen. De la misma manera, cualquier persona que quiera producir arte, aunque quizás no desee dedicarse a ello, necesita acceso al tiempo. El bien más escaso de nuestras vidas.
¿Cuánto tiempo necesitamos para disfrutar del arte?
Si habláramos en términos puramente económicos, pensando en “el mercado de las industrias culturales”, el apartado anterior hubiera tratado de “la producción” de una obra de arte. Mientras la pregunta que abordamos ahora estaría relacionada a “la circulación” con el objetivo de convertirse en “un consumo cultural”.
La idea es clara, pero la película 2×50 años de cine francés de Jean Luc Godard nos permite reafirmar el problema al que nos enfrentamos. En 1995, en ocasión del primer centenario del nacimiento del cine, el British Films Institute encaró un proyecto audiovisual para repasar esa historia y en Francia es Godard quien encara la tarea. En la película discute con Michel Piccoli, encargado de los acontecimientos institucionales que se preparan para la celebración. Entre varios ataques, Godard le pregunta incisivamente qué es exactamente lo que se celebra. Piccoli responde: “Se celebra el primer siglo del cine. Hemos tomado como fecha el año 1895 que es la fecha de la primera exhibición pública con espectadores que pagaron para ver una película”. A lo cual Godard responde: “Es decir que se celebra la explotación del cine, no la producción”. La epopeya del primer cine había sido reducida oficialmente al cobro de una entrada.
Ampliando este punto de vista a todas las artes, la idea de “disfrutar” que se halla en nuestra pregunta estaría relacionada directamente a adquirir una entrada para el teatro, un recital, una galería, un museo, el cine, comprar un libro o lo que sea. Y el tiempo necesario para ese “disfrutar” se reduciría al momento de la “entrega” y “el goce” del producto o el espectáculo.
Pero la respuesta puede ir por un lado diferente, alejada de esas naturalizaciones. Podemos decir que aún dependiendo del tipo de expresión cultural la respuesta siempre es: necesitamos tomarnos bastante tiempo si de disfrutar del arte se trata. Pero esto exige nuevamente asumir otra concepción del tiempo y del proceso de construcción de nuestros gustos.
Los códigos del arte también piden tiempos extendidos para disfrutar porque no se basan solo en el evento o el gesto de observar, leer o escuchar, sino en un aprendizaje previo extendido en el tiempo y ejercitado con la experiencia, que permite descubrir diferentes capas de la obra en el momento del encuentro. Disfrutamos más cuando tenemos más conocimiento del artista, de sus influencias, de su campo cultural, de sus intenciones. Y eso no debe entenderse como "haber leído" sobre el mismo, sino como algo basado en la práctica, en ejercitar los sentidos. El encuentro con la obra (sea cual sea) condensa nuestra experiencia previa personal y colectiva, y acumula estímulos para otra.
Lo saben los fanáticos de una banda, de un escritor, de un cineasta, una compañía de teatro o de un artista plástico. Y como el campo artístico dialoga entre sí y con su historia, cuanto más experiencia de diversidad tenemos, más conectamos con lo que particularmente nos gusta. Ver un artista o una obra completamente desconocida genera en nosotros una experiencia sensible, pero gozamos más de cualquier expresión artística cuanto más expresiones artísticas disfrutamos extendidas en el tiempo.
Pero para la mayoría de la población este proceso está vedado por las jornadas de trabajo largas y bajos salarios, con precarización laboral o directamente desocupación, tener tiempo y dinero para gozar de la experiencia artística con los códigos profundos que el arte reclama se vuelve casi imposible. El gozo se vuelve fragmentado o se accede a un “tiempo libre” regimentado y acelerado por la competencia por “la novedad” que pasa a ser una estética del shock para mantener nuestra atención.
Este punto de vista no tiene nada que ver con la idea de no disfrutar del vértigo y de la velocidad en el terreno cultural y en la percepción. Sino con señalar el límite que esta lógica pone incluso al goce de la velocidad, ya que decodificamos de manera instantánea cuanto más aprendizaje previo tenemos en ese tipo de experiencias.
Este problema tiene un origen muy terrenal y simple: la búsqueda acelerada de ganancias. En este nivel, la velocidad responde a la necesidad de circulación rápida de las obras (del tipo que sean) con el objetivo de facturar la mayor cantidad de dinero posible y renovar la oferta cultural de manera inmediata. Lo instantáneo, lo efímero, está esencialmente relacionado a esta necesidad particular del capitalismo. A tal punto se piensa en la explotación de la cultura que surgen disciplinas como “la economía de la atención” que trata la atención como “un recurso escaso”.
Pero sobre esta cuestión estructural se desarrolla una de las principales ideologías de nuestra era digital: la instantaneidad.
El crítico neoyorquino J. Hoberman, en su libro El cine después del cine, o ¿qué fue del cine del siglo XXI?, encaró a principios de este siglo las transformaciones del audiovisual en la bisagra de la “revolución digital”. En este sentido propone ubicar a Matrix de Lana y Lilly Wachowski como la película bisagra que en 1999 inauguró la principal ideología de la cultura digital: que la experiencia podría descargarse directamente al cerebro. Los procesos de aprendizaje, desde el arte del kung fú, a manejar armas o helicópteros, y por qué no las películas o disfrutar del arte, todo debería ser instantáneo. Existiría una “voluntad digital” que se nos aparece como una fuerza irresistible que parece rehacer el mundo, incluso creando muchas realidades posibles. Aunque no lo pueda ser, eso creemos.
La realidad es que los tiempos de la experiencia vital son insustituibles, y no hay nada de malo en eso, aunque haya mejores herramientas que ayuden a acelerar procesos. Esta afirmación parece verdadera, tanto como que no hay un espíritu separado del cuerpo que pueda cargarse o descargarse, tanto como que en el mundo de las finanzas la instantaneidad de las transacciones existe, pero los barcos contenedores entre China y Europa o Estados Unidos, tardan semanas en navegar.
Para seguir buscando ángulos de respuesta a nuestra pregunta, puede sumar seguir analizando los medios audiovisuales que son los que ganaron el peso decisivo inundando todas las artes e incluso internet.
Un punto de vista interesante es el del cineasta Peter Watkins, que en su libro La crisis de los medios analiza el problema del tiempo, tanto para la realización como para disfrutar una película. Watkins es un desterrado de la gran industria desde el año 1965 en que la BBC le pidió un documental sobre las consecuencias que un ataque nuclear tendría sobre Inglaterra y realizó un “documental del futuro” (con imágenes de archivo y entrevistas) que desnudaba las mentiras del gobierno ante algo tan devastador. La película fue prohibida y Watkins inició un camino propio donde el poder y el tiempo son dos temas centrales en la forma y el contenido de sus obras.
Watkins identifica el problema en base a dos conceptos: la monoforma y el reloj universal. La monoforma refiere al formato estandarizado para contar historias marcado esencialmente por el estilo del cine norteamericano; mientras que con el reloj universal se refiere a los tiempos ultra pautados por la TV o el cine (y ahora las plataformas) para las duraciones de las películas, los planos, las escenas, tomando el parámetro de la publicidad y el consumo. En La crisis de los medios da cuenta de un disminución del tiempo de duración de los planos de las películas a lo largo de las décadas. Este problema, relacionado a disfrutar de una película, considera que se debe a que “cuanto más saturada está la gente de imágenes, debido al bombardeo permanente al que la someten los medios, más necesario se vuelve aplicarle electrochoques que la mantenga atenta a la pantalla (como el jockey que fustiga al purasangre exhausto en la recta final)”. En su diagnóstico extiende su crítica a las escuelas de formación que enseñan que “el objetivo es tener más impacto en la audiencia” y se dice “si acortas este plano tendrás más impacto”. Para Watkins esta forma de comunicación, en el sentido amplio del término que incluye las formas sensibles de la estética, están reñidas con “el método humano de comunicación”.
Según su punto de vista, en los marcos sociales actuales, la rapidez del lenguaje audiovisual, que podría ser utilizada de manera creativa y compleja, al no estar enmarcada en un proceso de experiencia artística plena, se convierte en
… un antiproceso, en la medida en que la especie humana se caracteriza por tener una necesidad vital de tiempo, duración y espacio. Elementos que son indispensables para nuestra capacidad de juzgar, reflexionar, hacernos preguntas y pensar libremente, y que necesitamos para poder avanzar a lo largo de toda nuestra vida.
Por último podemos pasar a una disciplina en crisis: ¿qué sucede si pensamos en los tiempos para disfrutar de un libro? A propósito de esto podemos volver a Ricardo Piglia, pero ahora en La forma inicial. Ahí se pregunta sobre la velocidad, la instantaneidad y el significado de la frase “una imagen vale más que mil palabras”. Para Piglia, la imagen tiene obviamente una captación más rápida por el tipo de percepción “mientras que leer un texto de cien palabras o de mil palabras, cualquier texto que sea, tiene otro tiempo”. Porque “hay una lentitud de la lectura, un tiempo para captar el sentido, que es difícil de cambiar”. En este análisis plantea que los modos actuales de abreviar, quitando letras, algo típico de los mails, mensajes de texto (o whatsapp) son una especie de taquigrafía personal, pero donde el lector debe reponer las letras que faltan, de modo que la lectura es siempre más lenta que la circulación de los textos que internet ha democratizado. El tiempo extendido para disfrutar de un libro está asociado al propio dispositivo de lectura y eso no se puede cambiar.
Para Piglia, el vértigo atractivo de internet, la proliferación de información simultánea, podría inducir paradójicamente a la necesidad de cierta pausa en los sujetos (nosotros) que estamos siendo bombardeados, una apuesta que surge de la necesidad de procesar significados. Esta idea recorre de alguna manera aspectos de las conversaciones reflejadas en el libro. Interpelado sobre la idea de que la aceleración contemporánea es el fin o la barbarie cultural, donde no hay intervalos “ni tiempo para tener dudas”, propone recuperar la noción de interrupción, tanto como amenaza como para lograr destacar lo importante en un flujo continuo.
La denuncia de Godard frente a la celebración comercial del cine, el planteo de Hoberman sobre la ideología de la era digital contenida en Matrix, la advertencia de Watkins sobre los electrochoques, las reflexiones de Piglia sobre los tiempos reales de uso de dispositivos particulares como el libro, ayudan a pensar qué relación hay entre el tiempo y disfrutar de una obra de arte desde una concepción temporal alejada de las naturalizaciones del mundo en que vivimos. Y desde una construcción del gusto amplia sobre la base de disfrutar de manera sostenida de la diversidad artística. Esos códigos profundos para disfrutar de una obra distan mucho de ser los que marca el mercado capitalista.
En el contexto actual quizás una de las lógicas más interesantes a rescatar del arte sea su capacidad de freno, del corte del tiempo. Si nuestra experiencia diaria es un flujo constante, el arte debería ayudar a cortar ese flujo, pararlo, disfrutar.
Como escribí en la introducción, el artículo se dividirá en dos partes. Las tres preguntas realizadas tienen una razón: son una inmersión cada vez más profunda en un mismo problema. En la próxima entrega trataré de la pelea por el tiempo libre, cuestión clave relacionada a la lucha por la reducción de la jornada de trabajo, 6 horas por 5 días, que se lleva adelante desde la izquierda. Pero tomando la necesidad del “tiempo libre” también como una idea que confirma la existencia de un “tiempo esclavo”, de un tiempo que vivimos presos, cautivos o encarcelados. Entonces la pregunta central del próximo artículo será: ¿es posible dar una pelea por el tiempo libre que no se frene ante el tiempo esclavo del trabajo asalariado?.
COMENTARIOS