En un nuevo capítulo en la historia de los agrotóxicos, Santa Fe y Rosario figuran como las protagonistas principales de una historia que tiene como elemento central la subordinación de la universidad y la investigación estatal a las corporaciones del agronegocio.
Lunes 23 de noviembre de 2020 10:20
En La chica mecánica, una novela biopunk publicada en 2009, el escritor de ciencia ficción Paolo Bacigalupi nos proponía explorar un mundo en el que los combustibles fósiles se han agotado y el mercado mundial de los alimentos se encuentra dominado por un puñado de corporaciones internacionales dedicadas a la biotecnología, las cuales no dudan en recurrir a acciones terroristas para eliminar todo residuo de cultivo no genéticamente modificado. A pesar de que la novela del italiano se enmarca en un futuro distante (siglo XXIII) del que no reconoceríamos prácticamente nada en común con el nuestro, el gobierno de Alberto Fernández parece estar decidido a acortar esa brecha, poniéndonos más cerca de un futuro distópico ya no tan lejano, y ubicando a Santa Fe en el origen de esa nueva historia.
¿Pero porqué la reciente decisión del gobierno nacional de aprobar el cultivo y comercialización de una nueva semilla de origen transgénico, en este caso el trigo HB4, haría la diferencia? ¿Porqué podría llegar a ser el inicio de una nueva historia? ¿No somos acaso desde hace ya casi tres décadas, el paraíso de los cultivos transgénicos y los agrotóxicos? ¿No es el litoral santafesino uno de los protagonistas estelares en esta nueva novela pampeana de ciencia ficción de pueblos fumigados, patios de escuelas rociadas con agroquímicos y salas oncológicas repletas? En parte sí: desde todos los puntos del arco político (peronistas, cambiemitas y socialistas), el estado ha acompañado a las grandes corporaciones del agronegocio en todas sus peticiones, y ha abierto las puertas de la provincia al ingreso del glifosato que se acumula en los callos de las manos del peón, en las hojas del tomate y los surcos del repollo cultivado en los márgenes de los campos de soja. Nada parece haber de nuevo en esto, y el cambio de nombres en las filas de los gobernantes de turno no representan ningún cambio en los intereses defendidos: ayer Mauricio Macri quejándose de la “irresponsabilidad” de los jueces que obligaban a ampliar la distancia entre los campos fumigados y las escuelas, hoy Alberto Fernández permitiendo que las facturas, las pastas, las galletas y el pan estén hechas con harina de trigo transgénico.
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Pero el trigo transgénico sí trae noticias nuevas. Y sí nos puede poner en el centro de la escena mundial, dado que Santa Fe ha logrado probablemente situarse en el inicio de una nueva historia que anticipa futuros como los de Bacigalupi, no sólo porque la investigación que dio por resultado la creación del trigo transgénico HB4 fue llevada a cabo en la Universidad Nacional del Litoral (por investigadores de CONICET, con recursos humanos y capitales públicos), sino porque BIOCERES, la empresa encargada de desarrollarlo se encuentra radicada en Rosario, en un predio “La Siberia” que logró que el Estado le cediera en forma gratuita por 20 años para que instale su rama de investigación y desarrollo, INDEAR. Cabe remarcar que tal generosidad por parte del Estado al momento de gestionar las necesidad de tierras no parece cumplirse con todos los que la requieren: todo lo han recibido los ocupantes de Guernica en el partido de Presidente Perón, o (para no salir de Rosario) de los asentamientos en el barrio Tío Rolo y en Magaldi, ante sus pedidos de una tierra para vivir, han sido promesas vacías y engañosas, amenazas e intimidaciones; pero de concesiones gratuitas por 20 años, nada.
La falacia del trigo transgénico como proeza nacional
Respecto de la narrativa nacionalista con la que se trató de vender el evento del descubrimiento y patentamiento del trigo transgénico, valen ciertas aclaraciones: en primer lugar, es cierto que el desarrollo del trigo HB4 contó con el apoyo continuado de todas las gestiones presidenciales, desde Cristina Fernández (quien inauguró la investigación en 2012 de la mano de su entonces amigo Lino Barañao) hasta Alberto Fernández, pasando por Mauricio Macri. También es cierto que la investigación fue financiada por el estado a través de CONICET y la Universidad Nacional del Litoral. Y también es cierto que entre quienes integran y financian BIOCERES se hallan patriotas a esta altura conocidos: Federico Trucco, CEO de la empresa e hijo de Víctor Trucco, que jugó un papel importante en las negociaciones con Felipé Solá en los 90 para permitir la aprobación de la soja transgénica; Héctor Huergo, periodista estrella de Clarín Rural y fundador del canal de cable vocero de los agronegocios, Canal Rural; Gustavo Grobocopatel, el ya célebre Rey de la Soja, y Hugo Sigman, el futuro rey de los chanchos.
Pero no es menos cierto que Bioceres forma parte de una empresa conjunta mayor, Trigall Genetics, que está integrada también por Florimond Desprez, una supuesta “empresa familiar” francesa (como se autodescribe en su sitio web) que, mediante la fusión con capitales no franceses, se ha ido convirtiendo en una de las multinacionales del agro más importantes de Europa. Si a esto sumamos las conexiones de la propia Bioceres con otros monstruos de los agroquímicos como Syngenta, Dow Agrosciences y Monsanto, el olor a campo argentino empieza a desaparecer rápidamente, y cede su lugar al ya conocido olor a dólares, agrotóxicos, y salas de hospitales de pueblo.
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Todo esto es suficiente no solo para dar por tierra con la falsa imagen de la proeza nacional con la que se trató de hacer digerible la noticia, sino también para poner sobre la mesa la necesidad de discutir a fondo el papel de la investigación, las universidades, el Estado y el pueblo.
El trigo transgénico y la resistencia a la sequía
La principal característica del trigo HB4 que destacan sus desarrolladores es el hecho de que es mucho más resistente a la sequía que las variantes no transgénicas (lo cual, desde su perspectiva, justifica la catarata de efectos negativos que lo acompañan). Pero por distintas razones, el argumento de la sequía como excusa para introducir alimentos transgénicos en la cadena alimenticia, es sumamente flaco y cuestionable: en primer lugar, porque, de acuerdo a algunas organizaciones ambientales, promesas como ésta de la resistencia a la sequía deben ser tomadas con pinza, ya que no es en absoluto seguro que vayan a cumplirse. En segundo lugar, porque, como señalan los defensores de la agroecología y los críticos del modelo transgénico, las hibridaciones naturales (es decir, las cruzas de cultivos realizadas por medios naturales) que los seres humanos realizan desde hace miles de años pueden ofrecer resultados similares a los prometidos por el agronegocio, es decir, variedades de cultivos resistentes a condiciones adversas — variedades que, sin embargo, están desapareciendo como producto del monocultivo de las variedades patentadas por las multinacionales. Pero el problema fundamental es que la incidencia de la sequía en la producción de cultivos no es una preocupación que debería afectarnos particularmente, dado que el problema que enfrentan las sociedades actuales bajo el modo de producción capitalista no es de producción de alimentos. Si la producción de alimentos mundial supera enormemente los índices necesarios para alimentar a la población mundial, ¿tendría algún efecto positivo para los sectores de la población que pasan hambre si las grandes corporaciones pudieran producir más trigo gracias a las semillas HB4? Ciertamente no en cuanto al acceso a alimentos básicos. Las promesas desarrollistas del Estado y de las corporaciones involucradas no son ni pueden ser otra cosa que absolutamente falsas: el aumento en el rinde de las cosechas de trigo gracias a las semillas transgénicas sólo puede beneficiar a sus poseedores, pero absolutamente a nadie más.
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Lo que necesitamos, a fin de cuentas, no es un aumento en la producción agrícola; lo que necesitamos es sustituir este modelo neoextractivista, cuyo único beneficiario es el capital del agronegocio, y cuyas víctimas son el medio ambiente y las clases dominadas. ¿Es posible lograr ese objetivo mediante la apuesta a proyectos agro-ecológicos aislados, basados en modelos de economía local y popular, como los defendidos recientemente por el Proyecto Artigas? Creemos que no, y que tales proyectos están, tarde o temprano, condenados a dos desenlaces posibles: o bien se reducen a experiencias aisladas y sin impacto real en la dinámica de la producción agrícola nacional, o bien terminan siendo fagocitadas por el agronegocio en sus intentos de darle una pátina pseudo-ecológica a sus empresas (el denominado “greenwashing”). La única salida a este modelo neoextractivista, que nos condena no sólo a comer alimentos de origen transgénico, sino también a vivir en la vecindad de megafactorías de cerdos o de tierras arrasadas por los fuegos, radica en la adopción urgente de medidas radicales, como la nacionalización definitiva de los crecientes latifundios, la nacionalización de los grandes pools de siembras (que conducen a la extinción de los pequeños productores agrícolas) y de los monopolios cerealeros y frigoríficos, y la conformación de un monopolio nacional del comercio exterior.
Por otra parte, si el aumento de la producción de trigo a partir de las semillas HB4 no tendría ningún efecto positivo para quienes estamos fuera del 1% que posee los medios de producción, de sus efectos negativos podemos llenar páginas y páginas: contaminación genética de las variedades de cultivos naturales (no transgénicos); aumento de los monocultivos, con la consecuente reducción de la biodiversidad; retraimiento y saboteo activo de toda forma alternativa de planificación y producción agraria; aumento espacio-temporal de la frontera agrícola (por ser resistente a la sequía, el trigo BH4 podría ser cultivado en áreas hasta ahora impensadas -como islas arrasadas por el fuego-, y a lo largo de todo el año, dejando de ser un cultivo de invierno). Un efecto adicional vendría de la mano de glufosinato de amonio, el agrotóxico con el que serán fumigados los campos de trigo transgénico y un verdadero Rasputín de los herbicidas, dado que puede resistir en la comida congelada hasta dos años y que se puede llegar a resistir el hervor sin inmutarse4.
La decisión del gobierno nacional de aprobar el uso del glufosinato (decenas de veces más tóxico que el glifosato) contrasta con la tendencia adoptada por gobiernos como el francés, a quien nadie podría acusar de progresista, el cual prohibió hace ya tres años dicho herbicida a causa de los múltiples efectos reprotóxicos (como la esterilidad) que se constataron entre “las personas que aplican el producto y los trabajadores, las personas que probablemente se encuentren en un espacio en el que se aplica o se ha aplicado el producto y los niños que viven o asisten a una institución en las proximidades de las zonas tratadas”. Una de las razones que podría explicar esta diferencia de criterios es el hecho de que el SENASA (Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria) carece de recursos para realizar las investigaciones necesarias para verificar la seguridad ecológica y sanitaria de los productos para los que las corporaciones del agronegocio solicitan autorización, lo cual lo obliga a dicho ente a confiar en los reportes de bioseguridad que las corporaciones mismas presentan, lo cual es básicamente como dictaminar la culpabilidad de un acusado de asesinato basándose únicamente en el testimonio del acusado.
Estas falencias, no obstante, son secundarias o meramente incidentales, porque lo verdaderamente preocupante es que el hecho de que la antigua división entre gobernantes y lobbistas parece haberse vuelto obsoleta: cuando el propio Estado es quien se encarga de allanar el camino a cada emprendimiento de los agronegocios, cediéndoles tierras, patentes, recursos económicos y recursos humanos, junto con una buena campaña publicitaria destinada a vendernos la idea del trigo transgénico como una “proeza nacional”, ¿qué necesidad tienen las grandes corporaciones de enviar lobbistas a los pasillos del congreso, si todo el trabajo ya lo han hecho por ellos?
Perspectivas
Por el momento el inicio del cultivo masivo de trigo BH4 y su comercialización se encuentran detenido (al menos hasta donde sabemos), pero esto no por consideraciones de índole ecológica o sanitaria por parte del gobierno, sino porque depende de la eventual aprobación del ministerio de agricultura de Brasil de su importación (y de que los molineros argentinos no saboteen -con excelentes razones, si consideramos su propio punto de vista- el proyecto). En el mejor de los casos, si el proyecto quedara trunco, habrá servido para poner en evidencia no solo la nefasta complicidad del sistema de investigación estatal con el agronegocio, sino también la rapidez con la que el gobierno nacional está dispuesto a entregar todo a cambio de los dólares provenientes de las retenciones.
En el peor de los casos, si Bolsonaro aprueba la importación del trigo transgénico argentino y el proyecto se pone en marcha, al menos tendremos los santafesinos el orgullo de haber colaborado con esta maravillosa genealogía del Nuevo Mundo Transgénico: Rosario habrá aportado la materia y la dirección fiscal; Santa Fe, las ideas. El sacrificio de su libertad y seguridad correrá por cuenta de los activistas ecológicos (de los pueblos y las metrópolis), amenazados y judicializados. La sangre y la salud la habrán empeñado los peones. Y sus familias. Y los pibes de las escuelas fumigadas. Y cualquiera a quien se le ocurra comer las pastas de la nona. O pan. O galletitas.