Los candidatos a la Casa Blanca se cruzaron en el primer debate de una serie de tres. Aunque la expectativa no era grande, la mediocridad fue mayor a la esperada, una clara señal de la decadencia del imperialismo norteamericano.
Jueves 1ro de octubre de 2020 00:30
“Donald the clown” y “Sleepy Joe” bien podrían ser dos personajes de alguna sitcom de los años ‘60. Pero no. Son Donald Trump y Joe Biden, los dos candidatos que tiene la burguesía norteamericana para dirigir la Casa Blanca por los próximos cuatro años y, desde ahí, los destinos del capitalismo mundial, al menos hasta que otro le haga sombra en serio al decadente imperio americano.
En el primer debate presidencial el pasado martes, en Cleveland, dieron un espectáculo lamentable. Y encima quedan por delante otros dos debates presidenciales, con temas pendientes como la política exterior, es decir China y Rusia, y un debate entre postulantes a vicepresidentes.
El debate fue visto con preocupación por lo más granado del capital imperialista, que huele una situación peligrosa por la crisis económica, la pandemia, la crisis social, y también la lucha de clases.
Como ironiza Wall Street Journal, nadie esperaba un debate como el de Lincoln-Douglas, en referencia a los grandes debates de 1858 –siete en total- entre el candidato republicano y el senador demócrata donde se discutía nada menos que la abolición de la esclavitud.
Tampoco se esperaba una reedición del debate Kennedy-Nixon, con el que se inauguró en 1960 la era de los debates televisados, y que transformó la comunicación política al punto que, según el mito, una gota de sudor se volvió más elocuente que las palabras.
Pero incluso para los que tenían expectativas muy bajas, es decir, casi todo el mundo, el primer debate Trump-Biden fue too much.
Casi por costumbre, los columnistas de los grandes medios hicieron su tradicional balance de ganadores y perdedores –Chris Wallace, el moderador de Fox News, se llevó en casi todos la peor parte-. Pero dado el bajo nivel de los oradores, los resultados se asignan según la polarización que divide el campo de la política burguesa. En síntesis para los liberals (algo así como “progresistas” en el lenguaje político estadounidense) ganó Biden. Para los republicanos, Trump. Y a esta altura, los indecisos son apenas el 3% por lo que el impacto electoral del debate parecería ser casi nulo.
El tono lo impuso el actual presidente, que como se esperaba fue una especie de topadora. Le hizo bullying a Biden. Interrumpió, fue al ataque personal, se salió de libreto, sabiendo que ese estilo transgresor y ofensivo le da patente de hombre fuerte y es lo que festeja su núcleo duro. En su terreno hizo su performance sin grandes problemas.
Los analistas liberals consideran que Biden ganó por el solo hecho de haber mantenido la coherencia durante 90 minutos. Patético. La vara con la que se lo mide es que por esta vez salió airoso y puede contrarrestar una de las campañas predilectas de Trump, que es acusarlo de senilidad. No sería la primera vez que la salud mental de un presidente se transforma en cuestión de estado. Es un secreto a voces que Ronald Reagan, que hasta la elección de Trump fue el presidente de mayor edad cuando asumió con casi 70 años, ya sufría alzhéimer en su segundo mandato, y la política la diseñaba su entorno neoconservador. Pero antes de caer en la demencia, había tenido la suficiente lucidez contrarrevolucionaria para poner en marcha la ofensiva neoliberal y la operación que terminaría por darle el triunfo a Estados Unidos en la guerra fría. De todos modos, la burguesía y el partido demócrata ya se garantizaron un reaseguro con Kamala Harris en la vicepresidencia.
La técnica de Trump en el debate tradujo a la retórica lo que viene siendo su estrategia electoral poco sofisticada pero rendidora, que consiste en pegar en las dos almas de la coalición electoral demócrata. En la primera mitad del debate, Trump se dirigió al electorado conservador que oscila entre demócratas y republicanos. Con un ojo puesto en el voto de los suburbios y las “soccer moms” (así se denominan a las mujeres blancas de clase media acomodada de los suburbios) trató de mostrar que Biden es una marioneta de la “extrema izquierda” del Partido Demócrata, y que lo dirige no Wall Street sino Bernie Sanders. Lo acusó de pretender “socializar” el sistema de salud, de no adherir al mandato de “ley y orden” y de negarse a combatir a los “antifa” y la violencia en las movilizaciones contra el racismo y las policías bravas. Y una vez que Biden, como era de esperar, sobreactuó la separación por derecha de cualquier cosa que oliera a radicalización –afirmó haber derrotado al sanderismo (“el partido demócrata soy yo”, dijo); defendió el sistema privado de salud y condenó la violencia-, Trump dio un giro de 180 grados. Lo atacó por punitivista y racista y dijo lo obvio: que Biden acababa de perder el electorado de izquierda.
La estrategia de Biden fue, como en la campaña, ir a lo seguro: aparecer como moderado y confiable para conducir el imperio; criticar el manejo de Trump de la pandemia del coronavirus; tratar de usufructuar el rechazo que genera el narcisismo del presidente en la opinión pública liberal, y confiar que el malmenorismo le garantizará los votos incluso de los sectores más radicales sin necesidad de moverse un milímetro, ni siquiera en el discurso, de la política del establishment y Wall Street.
En medio de una crisis de dimensiones históricas abierta en 2008, el candidato demócrata apenas mencionó a los más de 200.000 muertos por la pandemia del COVID 19 y a los millones que han perdido el empleo. Y metió algunos bocadillos inaudibles sobre los “multimillonarios” que juegan al golf, como Trump. Pero el tono general no se lo dio la demagogia ni las promesas de alguna medida progresista, sino presentarse como el garante de la estabilidad y la “institucionalidad” del estado capitalista. Eso implica desde reconocer un eventual triunfo de Trump, en una elección más que empardada, hasta aceptar la nominación de la ultraconservadora Amy Coney Barret a la Corte Suprema antes incluso del veredicto de la elección de noviembre.
Dicho sea de paso, el interés de Trump y del partido republicano que se ha alineado sin matices a favor de Barret, va más allá del rol que podría jugar la Corte Suprema en la definición de las próximas elecciones. La llegada de Barret a la Corte les daría a los republicanos una mayoría de 6 a 3 durante quizás una década, porque los “cortesanos” en Estados Unidos, como en Argentina, son vitalicios y longevos. Esta es una ventaja histórica de los conservadores, que se harían con el control del poder del estado que en el esquema del “check and balance” tiene la última palabra.
Además de la Corte, Trump parece querer garantizarse una cuota nada desdeñable de influencia más allá del resultado electoral. La ubicación de Claver Carone, un halcón de su círculo político, al frente del BID va en ese mismo sentido.
Además del ruido de las acusaciones e insultos cruzados, el debate ha dejado algunas pocas definiciones que hablan por sí mismas de la profundidad de la crisis política –y en perspectiva estatal- cuyas raíces se remontan a la Gran Recesión de 2008.
La primera es que está en cuestión la legitimidad del proceso electoral. Trump habló abiertamente de la posibilidad de “fraude”. Insistió con las vulnerabilidades del voto por correo, un mecanismo que varios estados ya han adoptado desde hace años pero que en esta elección se generalizará por las condiciones de la pandemia. Y nadie pudo arrancarle el compromiso de que aceptará el resultado.
La segunda, relacionada con lo anterior, es que el presidente llamó de hecho a la “movilización extraparlamentaria” de los “vigilantes” y grupos de extrema derecha supremacista, como los Proud Boys, que ya protagonizaron ataques violentos contra manifestaciones del Black Lives Matter, que terminaron con muertos.
Biden apuesta a que el consenso negativo contra Trump le dará la victoria. Hasta ahora las encuestas le vienen dando la razón. Mantiene una ventaja nacional en promedio de 7 puntos aunque la elección es indirecta y la llave de la Casa Blanca la tiene un puñado de “swing states”. En estos estados, Biden sigue adelante pero por un margen menor que el que las encuestas le daban a Hillary Clinton en 2016. Eso terminó con Trump perdiendo el voto popular por 3 millones pero ganando el colegio electoral.
Los grandes medios corporativos, el establishment político norteamericano, y hasta la burguesía mundial considera que esta es una elección crucial que podría poner fin al experimento trumpista y restablecer las coordenadas del “orden liberal multilateral” y alguna semblanza de estabilidad en el marco de la crisis profundizada por la pandemia.
El desvío electoral logró encauzar con una lógica de “mal menor” el proceso de movilización contra el racismo y la violencia policial hacia el recambio gubernamental, aunque no consiguió la desmovilización de sectores importantes que siguen protestando en las calles.
Un eventual triunfo de Trump –lo cual no está descartado- sin dudas radicalizaría las tendencias políticas y de la lucha de clases que ya se han esbozado. Además de polarizar el escenario geopolítico. Un eventual gobierno de Biden dejará al descubierto un amplio flanco izquierdo de jóvenes, trabajadores, afroamericanos y latinos que se consideran “socialistas”, y fueron la base del “fenómeno Sanders” y del fenómeno antirracista y antipolicial.
Todo esto configura una situación precaria y habla de las tendencias a la crisis orgánica en la principal potencia imperialista. El debate mostró a dos contendientes que no hacen más que reafirmar los signos de la decadencia de la potencia estadounidense.

Claudia Cinatti
Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.