Aunque la Guerra Fría terminó hace rato, el valor estratégico de Groenlandia se ha resignificado en un contexto de guerras comerciales y mayores disputas entre las grandes potencias.
Viernes 23 de agosto de 2019 14:16
El 16 de agosto el Wall Street Journal, el diario del capital financiero, informó que el presidente norteamericano Donald Trump, en charlas y cenas privadas con funcionarios de su administración, había manifestado su interés en comprar Groenlandia, la isla de mayor tamaño del planeta ubicada estratégicamente entre los océanos Ártico y Atlántico Norte.
Trump presentó la idea como una gran transacción inmobiliaria. Buscó convencer al gobierno de Dinamarca, que rige los destinos de este territorio semiautónomo, que haría un negocio redondo: no solo se embolsaría una suma importante, sino que se ahorría unos 700 millones de dólares anuales de sus contribuyentes que destina en subsidios para hacer posible la vida de los 57.000 habitantes de la isla.
El affaire, que al comienzo fue tomado como otra ocurrencia delirante del presidente Trump, terminó desendecadenando una crisis diplomática entre Estados Unidos y el Reino de Dinamarca.
La opereta duró una semana y terminó mal. Dinamarca, un aliado dócil de Estados Unidos que ha participado de las aventuras militares en Irak, Afganistán y Siria, sufrió por unos días la ira del magnate neoyorquino. Trump anuló su visita de Estado a Dinamarca, prevista para el 2 de septiembre, y dejó plantada a la Reina Margarita II que ya había organizado el banquete para agasajarlo. Le recriminó que no cumple con la cuota de aporte a la OTAN del 2%. Y de paso le recordó al gobierno danés quién manda. Es que la primera ministra Mette Frederiksen tuvo la mala idea de llamar “absurda” a la propuesta del presidente norteamericano, ante lo cual Trump se encargó de refrescarle que “no se le habla así a Estados Unidos”.
Los grandes medios corporativos liberales, opositores a la administración republicana, criticaron a Trump por sus modales mercantiles y poco diplomáticos, pero comparten los intereses imperiales reales que subyacen a la propuesta indecente del presidente norteamericano.
Históricamente, Groenlandia ha tenido un valor geoestratégico para Estados Unidos. Por eso Trump no es el primero en querer comprar el territorio. En 1946, en vísperas de los inicios de la Guerra Fría, el presidente Harry Truman trató de adquirirlo por un valor en oro equivalente a unos 1.300 millones de dólares actuales. Dinamarca rechazó la oferta, pero a cambio le permitió a Estados Unidos ampliar las instalaciones de la base aérea de Thule, construida al sur de la isla durante la Segunda Guerra Mundial, que se transformó en una de las principales instalaciones para monitorear la actividad de la Unión Soviética, y aún hoy conserva importancia estratégica relativa como parte del sistema de defensa misilístico norteamericano.
Aunque la Guerra Fría terminó hace rato, el valor estratégico de Groenlandia se ha resignificado en un contexto de guerras comerciales y mayores disputas entre las grandes potencias.
El calentamiento global y el consiguiente derretimiento de la capa de hielo que cubre la región es una catástrofe para el futuro del planeta, pero para los capitalistas y sus estados es una gran oportunidad de negocios.
Ironías de la historia, el cambio climático que con tanta vehemencia niega la administración Trump, ha transformado al Ártico en un nuevo campo de batalla. Se están abriendo nuevas rutas de navegación que acortan las distancias entre Europa, Asia y América del Norte. De hecho se lo compara con los canales de Panamá o Suez.
Además, debajo del hielo que hoy está desapareciendo, se estima que en el Ártico, del que forma parte Groenlandia, existe el 30 % de las reservas inexploradas de gas natural del mundo y el 13 % de las de petróleo, y cuantiosos recursos minerales, en particular las llamadas “tierras raras” fundamentales para la producción de una amplia gama de bienes, desde autos eléctricos hasta teléfonos inteligentes. Hoy Estados Unidos depende en gran medida de China para obtener estos insumos.
La batalla sorda por el control de Groenlandia no empezó hace dos semanas. Y a decir verdad, Estados Unidos considera que viene rezagado. Rusia le ha sacado ventaja militar. Y, desde el punto de vista comercial, China ya ha planteado una suerte de “ruta de la seda polar”. Sin ir más lejos, el año pasado estuvo a un paso de financiar una inversión millonaria en los aeropuertos internacionales en Groenlandia. Solo la intervención de último momento del gobierno de Dinamarca, que hizo valer su autoridad cuasi colonial, frustró el desembarco chino en la isla.
En mayo pasado, en la cumbre (fallida) del llamado Consejo del Ártico, el secretario de Estado nortamericano, Mike Pompeo, planteó abiertamente que la región había devenido en una “arena de la competencia y el poder global”, y la comparó con el Mar del Sur de China, es decir, con una zona de disputas militares y territoriales.
Estados Unidos tiene una larga historia de adquisición de territorios. Para nombrar solo algunas compras emblemáticas, en 1803 Thomas Jefferson le compró Louisiana a los franceses, en 1867 Andrew Johnson le compró Alaska a Rusia (inversión que recuperó con creces con la explotación de petróleo). Y en 1917 adquirió las actuales Islas Vírgenes, que pertenecían a Dinamarca. Además de alquilar el canal de Panamá o la bahía de Guantánamo en Cuba.
De ahí que la idea de Trump de comprar un territorio con toda su población, aunque parezca una aberración colonial, al igual que las guerras imperiales e intervenciones militares, como las del Medio Oriente, tiene pleno sentido estratégico para Estados Unidos y su preparación para el conflicto de grandes potencias.
Claudia Cinatti
Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.