En el 105 aniversario del nacimiento de Cortázar, la escritora y docente Nora Buich comparte con lectores y lectoras de La Izquierda Diario este cuento que saldrá publicado próximamente en el libro “Río abajo”.
Sábado 31 de agosto de 2019 00:00
Ilustración de Hidra Cabero
A mis vecinos Alejandro y Julio César Vasallo
A los compañeros
Yo le pedí a mi mamá para Navidad un Cortázar.
Ella, por supuesto, creyó que le pedía un libro, y eso es lo que encontré en el arbolito a las 12:05 del 25 de diciembre.
Recuerdo tener el libro entre las manos llena de decepción y rabia, me sentía engañada, humillada. Y también recuerdo sentir las lágrimas correr por mis mejillas mientras mis primas saltaban de alegría con sus discos de Abba o Los Beatles y los mayores brindaban “porque la próxima Navidad fuera sin presos políticos”.
También en este número: "Un mes de LIDteratura, 30 mil visitas y unos tips de Baudelaire
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Ella se dio cuenta recién al otro día de que el regalo no me había gustado y me pregunto por qué.
Le dije: —Me lo sé de memoria éste y otros libros de él. Me los prestó Mariana que se los saca a su hermana. Yo te pedí un Cortázar, no un libro de Cortázar, UN CORTÁZAR, ¿me entendés?
Después de ese encontronazo, recién a la tardecita quise salir de la habitación de nuevo. No había comido así que estaba muerta de hambre y cuando fui a la cocina a buscar algo que hubiera sobrado de la Nochebuena, la encontré a ella otra vez, con cara de preocupada, queriendo entender lo que yo deseaba.
Me miró fijo, con esos ojos grises tan brillantes que se destacaban más en su cara limpia y con el pelo tirante, recogido en un rodete tan prolijo.
—Explicame, es todo lo que dijo.
Entonces me senté en la otra silla, en diagonal a la suya, y mientras comía unas chocolinas húmedas (porque lo demás no me había resultado interesante), le expliqué qué era lo que le había pedido.
Ella se asombró un poco pero no tanto. Ya estaba acostumbrada a que yo tramara cosas insensatas que después volvía posibles la mayoría de las veces, y generalmente con su ayuda.
Sí se sorprendió de que yo conociera tanto su obra. —Solo —le dije— me falta leer Rayuela. Pero la hermana de Mariana le dijo que es muy complicado para mí.
Me pidió que le contara cuál era mi cuento favorito. No me decidía entre Circe y La noche boca arriba, así que le conté los dos.
Ella ponía caras de intriga o asombro según cómo iba transcurriendo mi relato. Aunque yo sabía que ella los conocía, me gustaba que aparentara tanta sorpresa.
Al final, me dijo que iba a hacer todo lo posible para cumplir mi deseo, advirtiéndome que yo debía saber que era muy difícil.
—Mirá, le aclaré, no importa si no es “EL” Cortázar, con que sea “UN” Cortázar, va a estar bueno…
La verdad, es que, pasada la furia de la noche anterior y al verla tan sinceramente preocupada, pensé que era mejor no ser tan exigente… porque en realidad no sabía en dónde cuernos lo iba a conseguir.
El verano se puso lindo, se llenó de primos y vecinitas que venían a mi Pelopincho. Chocolatadas Las tres niñas bien frías, vestiditos bobos llenos de colores que mis primas de Banfield (que para mí eran las ricas de la familia) me pasaban, perfumes de las flores del parque y constelaciones de luciérnagas.
Sólo la tv cada tanto, o mi papá que llegaba atribulado del trabajo algunos días y se abrazaba a mi madre y le contaba algo terrible porque ella se tapaba la boca horrorizada y lloraban un ratito, rompían o manchaban, más bien, ese paisaje de mi infancia en fuga.
Mi mamá trabajaba algunos días, cuando la llamaban de una casa de alta costura de Flores.
Ella ajustaba vestidos muy finos a los cuerpos de las señoras ricas o bordaba en pedrería sus otros usados vestidos que en alguna fiesta deberían disimular la decadencia.
Esos días nos cuidaba una vecina o alguna de mis tías hasta su llegada. Feliz, en sus taquitos aguja, sus vestidos de lino o sedalón, con la cartera cargada de libros de poesía que leía desordenadamente en el viaje en el tren Sarmiento y regalos… siempre traía regalos.
Y una de esas tardes en que ya había olvidado completamente la frustración navideña, se apareció con él: con un Cortázar.
La puerta se abrió: ella, afiligranada y expectante. Tímidamente se corrió unos pasos al costado y tímidamente apareció él. Era pequeño, un hombrecito casi enano, correcto, vestido de traje y corbata, con sus anteojos y su pequeña barba.
—Buenas tagggdes, me dijo con mucha solemnidad, pero sonriendo a la vez. Y en esas erres que eran egggres yo supe que era de verdad.
Los días siguientes me la pasé preguntándole cosas de sus libros, detalles de sus personajes. Él me respondía todo solícitamente hasta que se cansaba y me preguntaba:
—¿No quegggrués que te hable en fgggrancés?
— Bueno, decía yo, y él me contaba un montón de cosas maravillosas de las que no entendía ni medio.
Desde ya, a su llegada yo dejé de invitar a mis amigos a la pile. Ahora las tardes las pasaba hablando con él. A veces me aburría y le pedía que jugáramos a otras cosas. Él siempre quería jugar a la Rayuela y yo hacía que empezábamos por ahí y después ponía cara de aburrida y jugábamos a otras cosas como la payana o el chinchón. A veces le mostraba lo que yo escribía y él me hacía sugerencias y se las aceptaba absolutamente, claro. ¡Me lo decía Cortázar!
Porque lo único que tuve que prometer cuando acepté el regalo es que no podía contarle a nadie quién estaba en casa. —Te imaginás que es difícil que la gente del barrio lo entienda, Nina. Me dijeron mis padres. Tenían razón.
Un par de noches pregunté dónde dormía, por si yo tenía insomnio o una pesadilla y quería llamarlo para que me hiciera compañía, pero mis padres respondieron con evasivas. Así que no insistí.
Un día, mamá volvió del trabajo muy nerviosa. Cortázar y yo le preguntamos qué le pasaba y nos contó que había tenido que probarle y ajustarle un vestido a la mujer de Videla. Estaba furiosa, indignada y angustiada.
El pequeño Cortázar le recitó ahí nomás un poema precioso que yo no conocía, pero decía algo de que era inteligente y refinada, y que vivía con las gentes, las cosas y las plantas, tan lindo y mi mamá se puso a llorar en silencio.
Y yo preferí dejarlos, prestarle a mi mamá mi Cortázar y mirar un rato La pantera Rosa hasta la hora de la cena.
Ahora que lo pienso, las cenas eran muy entretenidas si papá venía sin esas malas noticias. Mi hermanito era el único que no participaba mucho porque era realmente chico, aunque se había hecho amigo de mi Cortázar y a veces jugaban con los Macht Box que tenía en una lata de bizcochos.
Pero mi papá hablaba mucho con él. Hablaba de otros escritores, de música clásica y de jazz, de cómo iba el mundo. Y Cortázar decía muchas veces: — Es tegggrible todo esto…
Un día, ese mundo terrible explotó en el medio de mi casa. En realidad, a la vuelta.
Toda la noche sentimos los silbidos de las balas, después las ráfagas de metralletas, las frenadas de los coches, los gritos, los bazookazos.
Nos escondimos todos debajo de la mesa. Cómo lloraba mi hermanito. Cortázar me tomó de la mano y trataba de contarme cosas divertidas como el día en que los Cedrón lo invitaron a su departamento en París a comer empanadas. Pero era imposible no tener terror de morir.
Papá desesperado, se hartó y salió a la calle. Con la puerta abierta pudimos ver cómo un milico le apuntaba y le gritaba –¡Métase adentro carajo o se va con éstos! Mi mamá le gritó que ¿qué hacía? y mi viejo volvió puteando.
El olor a pólvora llenó las calles y entró a todas las casas. Fue como una pesadilla, como una película de terror en vivo y en directo con sonido dolby sistema.
Pasamos horas atrincherados en la cocina. Cuando todo se calmó menos la angustia, nos fuimos a dormir.
A la mañana salí al patio corriendo a respirar el aire fresco antes de que subiera el calor desde el pasto, y vi un paisaje de trocitos de libros con los bordes chamuscados por todo el parque. Me acerqué y leí, por ejemplo, palabras en francés, en ruso, en inglés. Diccionarios de la biblioteca de nuestros vecinos destrozados por las bombas de la noche pasada.
En seguida lo llamé a Cortázar para mostrarle, como tardaba en venir, volví hacia la cocina. Ahí estaba mi mamá como la primera vez que hablamos de él, esperándome sentada, dibujando con el dedo índice una flor como si saliera de su mano y que a la vez coincidía exactamente con la flor que estaba por debajo en el mantel de hule.
Me dijo: —No está.
—Pero ¿va a volver? Pregunté yo.
—Ya no. Tuvo que irse a escribir más libros.
—¿A dónde?
— A Francia, me respondió ella. Todos están paseando por Francia, ¿no?
No entendí sino muchos años después esa frase irónica cargada de bronca.
En mi desolación, volví a mis juegos de antes y la única huella de aquel Cortázar que vivió en casa, quedó por un tiempo en mi hermanito. Que como recién empezaba a hablar, había copiado graciosamente su entonación fallida y decía, por ejemplo: quiegggro agua, o migggrá ese bogggrde mamá. Y nos reíamos mucho.
Pasamos muchas navidades más brindando para que no hubiera presos políticos. Mi papá después me contó qué era lo que pasaba.
Y cada libro nuevo de Cortázar, me lo traían envuelto en sedoso papel de regalo y lo leíamos juntos, más de una vez.
—Te lo manda él, me decían siempre.
Y yo suspiraba mientras me preguntaba si en éste habría un personaje con mi nombre, o si aparecerían las calles del barrio mezcladas en paisajes europeos. O si quizás me llamaría para preguntarme qué me había parecido.
Nunca, nunca, supe nada más de aquel hombrecito.
Pero si me decían, te lo manda Cortázar, yo no tenía razones para dudarlo.