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Opinión. Un Estado al que especuladores y capitalistas no paran de “torcerle el brazo”

Las palabras y los hechos: el discurso oficial y la respuesta de las patronales rurales. Una gestión estatal atada a los vaivenes de las fuerzas económicas. La fuerza social de la clase trabajadora como alternativa a una mayor crisis nacional.

Eduardo Castilla

Eduardo Castilla X: @castillaeduardo

Viernes 22 de julio de 2022 20:59

“Se dicen peronistas, pero las respuestas que dan son completamente liberalistas”. La frase se pronunció demasiado cerca de los despachos de Axel Kicillof. Fue este martes. La joven es parte de 22.000 docentes ATR que reclaman continuidad laboral para quienes fueron realmente esenciales a la hora de sostener la continuidad pedagógica en los sectores más humildes de la provincia, durante la pandemia.

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El peronismo de estos tiempos se presenta demasiado alejado de la mística que aún proclama por momentos. Peronismo “sin caja”, a fin de cuentas, actúa como garante de una administración decadente de la nación.

La distancia que separa las palabras de los hechos volvió a palparse este viernes por la tarde, cuando Alberto Fernández agitó que nadie le iba a “torcer el brazo” con la única finalidad de complementar la total falta de anuncios.

Los gritos y el enojo presidencial no alcanzan para compensar la inacción real, que tiene lugar por estas horas. El peronismo -sin distinción entre kirchneristas y pejotistas- aparece como pálida sombra frente a la crisis desatada por la corrida cambiaria. El Estado, gestionado por quienes hablan en nombre de la “regulación al capital”, aparece como una masa inerte, incapaz de controlar las tendencias caóticas en las finanzas y los precios. El “mercado” impone tiempos y ritmos.

Sentados sobre USD 14.000 millones de dólares en granos, las patronales del campo presionan por una devaluación abierta y oficial. Ansían una consideración similar a la que recibirán los turistas extranjeros.

El Estado nacional evidencia su inoperancia frente a la corrida. Una debilidad estructural que hunde sus raíces en una continua entrega de funciones al mundo privado, operada por décadas y sostenida por todas las gestiones, más allá de la bandería política. Una estatalidad débil -como definió Fernando Rosso- que no controla recursos estratégicos en múltiples áreas y que resulta inescindible de la primarización económica y la sumisión a las tendencias inestables de la economía mundial. Ese marco es el que da forma a las eventuales “salidas” que analiza la política oficial.

La devaluación no aparece hoy como opción inicial. Nada asegura que lo sea mañana y se elija presentarla como “impuesta por lo mercados”. Esta semana fue el diputado Nicolás del Caño (PTS-FITU) quien recordó el precedente protagonizado por Kicillof en 2014. En aquel entonces presidía el país Cristina Kirchner.

En otro registro aparece la opción de instrumentar una suerte de “dólar-agro” o “dólar-soja”. La posibilidad está inscripta dentro de las opciones que nacen de un mercado cambiario caótico y fragmentado. Que haya trascendido a los medios solo confirma que el Gobierno tiene una carpeta para su estudio. Sería, de llevarse a cabo, una nueva concesión hacia quienes se presenta casi como golpistas. Sin embargo, como vimos, la coherencia entre palabras y hechos no es el fuerte del Frente de Todos.

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El mandato impotente de la unidad

La tradición marxista presentó, hace tiempo, una sentencia esencial para entender la dinámica de los acontecimientos: la política es economía concentrada. Las tensiones y los choques que ocurren en el mundo de los partidos y las instituciones no pueden explicarse solo por sí mismos. La "rosca" no es todo. Hay, a su vez, un sustrato fundamental en la materialidad de las relaciones económicas.

Por estas horas vuelven a sonar con fuerza el reclamo de unidad hacia la coalición gobernante. Lo ejerce la oposición patronal, deseosa de desligar responsabilidades en la crítica escena. Lo enfatizó, esta misma semana, la ministra Silvina Batakis. Tanto ante gobernadores como ante los intendentes bonaerenses que convocó Martín Insaurralde. Los repiten, en polifónico coro, analistas, periodistas y dirigentes.

Sin embargo, ese pedido suena más a suspiro de esperanza que a realidad tangible. La fragmentación de la coalición oficialista es más un resultado que un punto de partida. Es la expresión superestructural del fracaso “en domar” a las fuerzas de la economía; la consecuencia lógica de haber elegido, aún con matices, un camino de ajuste de la mano del FMI.

Unidos por la catártica renuncia de Guzmán, kirchneristas, albertistas y massistas miran con pánico las pizarras de la city financiera y parecen acercarse tibiamente. Sin embargo, el espanto no es argamasa suficiente. Las frágiles costuras que entrelazaron las fracciones del Frente de Todos se desgastan. En ese contexto, el silencio que aún sostiene Cristina Kirchner es el mayor gesto de unidad que se puede pedir a esa fracción del oficialismo.

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Un poder social alternativo

En una reciente y extensa entrevista publicada en el portal de Jacobin, Emilio Pérsico definió a los movimientos sociales como “garantía de gobernabilidad”, no como “provocadores de la crisis”. La idea no resulta novedosa. Repetida en reiteradas ocasiones dentro del campo del peronismo, constituye una marca de agua de dirigentes sociales y sindicales. La CGT, con menos giros conceptuales, se enorgullece del mismo aporte.

Tal ubicación, sin embargo, implica atar las manos de las mayorías explotadas y oprimidas ante escenarios de crisis como el que atravesamos. Más allá de los discursos, asegurar “la gobernabilidad” significa garantizar la continuidad de las políticas de ajuste empujadas por el Frente de Todos. Que las mismas aparezcan como insuficientes a los ojos del gran capital no las torna progresivas.

Esa función de control y contención social tiene su correlato de confianza en el obrar del Estado. La movilización, a lo sumo, puede ejercer presión para que la gestión estatal intervenga sobre la economía, controlando al poder económico o actuando en pos de políticas redistributivas. Sin embargo, como es evidente, eso es lo que fracasa con estrépito en estas horas de corrida cambiaria.

Reemergiendo del fondo de la historia, resuenan con eco potente las palabras de los jóvenes Marx y Engels: el Estado no es más que el comité de asuntos comunes de la clase capitalista. En las grandes crisis ese carácter se desnuda con franqueza. Dependiendo de las fracciones políticas que ocupen el poder, aparece bien como cómplice abierto, bien como actor impotente.

Frente al gran empresariado hay que poner de pie una fuerza social capaz de impugnar su poder. En momentos de tensión económica y crisis no puede haber salida progresiva para las mayorías trabajadoras sin atacar esos intereses en camino a cuestionar globalmente la dominación capitalista.

Tratemos de ejemplificar, ¿cómo enfrentar la creciente inflación sin la activa participación de los trabajadores y las trabajadoras de la industria alimenticia o de bienes esenciales? ¿Sin su organización en comités, dentro de cada empresa, para denunciar y combatir las múltiples maniobras que hacen los capitalistas a la hora de definir precios?

¿Cómo enfrentar la fuga de divisas y las maniobras especulativas que realizan los empresarios sin nacionalizar el sistema bancario y ponerlo bajo administración de sus trabajadores y trabajadoras? ¿Cómo controlar efectivamente a las empresas que especulan con exportaciones e importaciones si no es nacionalizando el comercio y garantizando que sea gestionado por sus trabajadores? ¿Quién podría confiar en los funcionarios políticos de los partidos tradicionales que han dejado llegar las cosas hasta esta situación crítica?

El listado de preguntas remite a una cuestión central. La necesidad de que la clase obrera y el pueblo pobre intervengan en la escena nacional con una perspectiva propia. La fuerza de la clase trabajadora reside en su capacidad para impugnar el mando y el control del capital sobre el conjunto de la producción. Ese poder es, a la vez, base para pelear por una sociedad radicalmente distinta, donde la planificación democrática del conjunto de la producción social se haga en interés de las mayorías populares y no de una minoría explotadora.

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Esa sociedad, un socialismo desde abajo, construido democráticamente por los trabajadores y las trabajadoras, solo puede ser conquistada con la más amplia movilización revolucionaria. Ese camino implica liberar la potencia social de lucha explotades y oprimides para que, en esa pelea, desarrollen sus propios organismos de autoorganización. La necesidad de avanzar en construir un gran partido socialista de la clase trabajadora se liga, necesariamente, a esos objetivos.


Eduardo Castilla

Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.

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