Compartimos con nuestro público lector un emotivo relato sobre sensaciones que se viven en el universo del balón naranja.
Sábado 26 de marzo de 2016
Érase entonces el año 2001, antes de aquel fatídico diciembre. Después de haberse alejado de las canchas por unos años, a causa del rock. A sus 22 años el bichito del juego crecía y quería volverse criatura otra vez. Aunque había regresado a medias el año anterior, en el club La Falda (donde no había tenido la mejor participación, quizá por varias causas). Su desaparición del medio por esos años, su aspecto desaliñado, barbudo, bohemio, pseudo hippie. No era en ese entonces un estereotipo que en su ciudad pasara por deportista. No como ahora, que mucho de esa estética está de moda. Aún así, entrenó duro todo el invierno y pudo saltar a la cancha a mitad de año. Porque algunos jugadores ya habían desertado. Y como el libro de pases había cerrado le hicieron un carné trucho, jugó unos partidos con quién sabe qué identidad. Si bien no tuvo los mejores tratos, recordaba con cariño las cenas después de los entrenamientos. Se quedaban en el club y una señora (madre de algún jugador) les preparaba alto guiso. Acompañaban con vino de caja, parecía un equipo de verdad.
Así y todo, decidió emigrar al año entrante, se fue al barrio Noroeste, a Velocidad y Resistencia (buen nombre para un club). Dicho sea de paso, acérrimo rival en su adolescencia del club dónde jugaba en aquel entonces, El Nacional. Ésta rivalidad se daba por sus fuertes antagonismos: los de Noroeste representaban el carácter, tesón, enjundia, o sea, “huevo”. Cosas que a los “pecho frío” de juego atildado siempre les incomodaba. Y ni que hablar cuándo tenía que ir a jugar de visitante. Los domingos temprano, con tremendo frío (de la época en que hacía frío de verdad). En el parquet todavía quedaban restos de cotillón, papelitos, alguna mancha de un trago. Claro, en ése barrio la pasaban bien, había joda los sábados a la noche en la cancha. También había una bola de boliche que colgaba del techo y unos espejos empotrados en la pared. A escaso medio metro del límite del rectángulo de juego. Nadie de su equipo dejaba todo en ésas jugadas en las que los espejos se acercaban y amenazaban cono un golpe certero. Así era la cosa.
En fin, allí fue a jugar entonces, a Velocidad y Resistencia, que nunca fueron sus puntos fuertes, pero tendría que amoldarse. Y le vino bien. Rebosante de juventud, estaba particularmente en forma. “Volaba” en las prácticas (típico jugador de entrenamiento) y mostraba que iba a molestar a la hora de elegir entre los selectos 12 jugadores que firmarían la planilla. Sabía que a los “referentes” no se los iba a tocar, “Chucho” Copreni, “Lucky” Munz. Así que calladito laburó bien y quedó en el equipo. Le dieron una casaca histórica, la 4, todos saben en el barrio a quién perteneció. ¿O lo habrían olvidado? Sino, no se la hubiesen dado. Entonces empezó el torneo, y como el año anterior en La Falda empezó a comer banco a lo loco. Bah, por lo menos estaba en el banco, y no lo veía desde la tribuna como el año pasado. Aún así siguió yendo a todos los entrenamientos mostrando entusiasmo. Les pintaba la cara a casi todos, pero justo en su puesto había uno muy bueno, Carlos Von Muller. Más petiso que él, saltaba y se colgaba del aro con ambas manos como si nada, un animal. Igual se tenía fe, podrían jugar juntos pensaba.
Continuaba el torneo y él seguía allá, hundido en lo más profundo de la banca. Y encima en la fecha siguiente se venía Liniers, lleno de figuras. Tenía equipo para salir campeón en Primera pero estaba jugando con ellos en Segunda, cosa rara. Así que en la semana previa, el frío ya le empezaba a correr por el torso, no quería ser arrojado a la cancha en ese partido. Después de no haber jugado ninguno, no lo consideraba lo más conveniente. Porque si la cosa salía mal, o muy mal, que era lo más probable, le destrozaría su ya endeble moral. Llegó el día del partido y ¡ZAS!, el tipo no se presentó a jugar. Ocurrió lo que había previsto, perdieron por 40 puntos, desastre. El lunes, como si nada, fue entrenar. A lo que el entrenador cuando lo vio entrar lo más campante lo interrogó al respecto. Él le dijo que como no lo ponía nunca, no veía la necesidad de asistir al encuentro. El entrenador, asombrado ante tal argumento, no dijo nada.
Pero sí habló en la charla técnica, era evidente la crisis en el equipo. Se sacaron todos los trapitos sucios y en eso dijo “prefiero como hace él, que viene toda la semana, aunque no venga al partido…”. Rarísimo. Esa semana se entrenó normalmente, pero algo parecía cambiar, como que lo tenían más en cuenta. En la fecha siguiente tocaba Unión de Río Colorado, de local. Equipo que se había reforzado bien, fichando a “Manzana” González y Sebastián Bassi, dos pesos pesados para la categoría. Entonces sucedió algo inesperado, el entrenador “pasó la escoba” en el equipo, y él saltó a la cancha de titular. ¡increíble! Hubo otros cambios, y con él entró “el Negro Arrúa”, que no había tenido mucha chance. Un tipo con historia, había formado parte de selecciones juveniles a nivel local, y aunque no estaba del todo en forma, sí era intimidante. Era una masa de poder, se elevaba muy bien con sus dos piernas y podía jugar de cualquier cosa. Él se sintió aliviado de que saltaran a la cancha juntos. En la cancha habría unas 40 personas, entre jugadores y público. Sus simpatizantes, unas 12 o 15 personas, se agolpaban detrás del banco de suplentes o en la tribuna alta, cerca de dónde solía estar la bola de boliche.
Empezó el partido y aunque dubitativo, la cosa no iba mal. Encima lo pusieron a marcar al mejor de ellos. En un ataque, él se encontraba sólo y abierto para un tiro franco (claro, para qué lo iban a marcar), se la pasaron y ¡CHAN! ¡La tiró de tres y la metió! No causó mucho revuelo, es más, quizás alguna mirada de soslayo desde el banco. Sus mismos compañeros quizá deseando que pisara el palito para que lo saquen. O el entrenador, que habría pensado “¿Cómo saco a este muerto ahora…?”. El partido siguió bien y ¡Oh sorpresa! Otra vez lo mismo. ¡Sólo y abierto en otro ataque, se la pasaron y clavó otro triple! Algún osado entre el público y los jugadores se animaron a un tibio festejo. Se ve que no tenían muy en claro si esto convenía al universo, o sea, que siga jugando. Él también sintió algo, como una pequeña flama que algo quería encender. Ya dominaban más el juego cuándo le sacó una falta en ataque a su contrincante, esto pareció entusiasmar más a la afición, ¡había mostrado sacrificio! La cosa iba” in crescendo”. Sucedió entonces la misma acción que minutos antes. Por tercera vez se la pasaron y aunque salieron presurosos a taparlo, metió ¡otro triple! He aquí el punto culmine.
¡Ya todo el equipo y simpatizantes festejaron a unísono! Fueron como unas 25 gargantas mancomunadas que estallaron en un grito victorioso. Él, asaltado por un frenesí y un éxtasis nunca antes vivido, levantaba ambos brazos en gesto ampuloso. Como arengando a más y regocijándose en ese baño de gloria. Y por qué no, vendiendo un poco de humo, para amedrentar al rival. Como corolario, también pudo meter un tiro libre y sumó entonces 10 puntos, una hazaña.
Ganaron ese partido y fue el inicio de una temporada decorosa, siempre peleando los últimos puestos, lograron clasificar a los “playoffs” entre los 8 primeros (octavos de diez equipos). Pero todo esto y más será relatado en otro cuento. Así es como él sabe, o intenta imaginar, como es cuando miles y miles de voces aclaman a otros jugadores en gestas épicas. Y el respeto que merece quien sale a una cancha a competir. Porque él “lo vivió”.