Una exposición de pinturas de Van Gogh siempre es un acontecimiento relevante en la historia, no en la historia de las cosas pintadas sino en la historia misma histórica (Antonin Artaud, {Van Gogh el suicidado por la sociedad},1947)
En un formato novedoso para este lado del Atlántico, multiplicada en proyecciones simultáneas sobre una escenografía monumental, llegó a Buenos Aires la obra del pintor holandés. ¿Qué imagen de Van Gogh nos devuelve la muestra instalada en La Rural?
Por estos días, una exposición digital itinerante que ya era un éxito de ventas incluso antes de abrir sus puertas a la ciudad, ubica a la figura de Van Gogh en el centro de la escena cultural de Buenos Aires.
Se trata de una propuesta inmersiva, novedosa para este lado del Atlántico, que viene rompiendo récords de concurrencia en varios países del mundo. Tres mil imágenes desplegadas en una escenografía transitable de setecientos metros cuadrados recorren las doscientas obras que Van Gogh pintó durante sus últimos años de vida en Francia. No solo el precio de la entrada, sino también el formato, han despertado debates, dentro y fuera de la crítica cultural: ¿es verdaderamente una muestra de arte? ¿Cuánto hay de la obra de Van Gogh y cuánto, como si fueran excluyentes, de espectáculo digital? ¿Un negocio millonario y/o una herramienta eficaz contra la desertificación en los museos? Preguntas que parecen haber relegado el debate sobre el autor y su obra a un segundo lugar.
Un debate desde la forma… ¿y el contenido?
Así, con los brazos en jarra como Capusotto en la pizzeria de Donovan y camino Gral. Chamizo, vale preguntarnos por los temas que han quedado en los márgenes de la crítica.
La creadora del proyecto, Annabelle Mauger, invoca como un mantra:
Las nuevas generaciones no van a museos porque los encuentran aburridos, porque a veces no se permite sacar fotos o grabar videos, y los jóvenes quieren estar en Instagram. En este sentido creo que las muestras inmersivas son una puerta abierta para que las nuevas generaciones descubran el arte. […] A estas muestras puede ir cualquiera sin importar la edad, ni el nivel educativo o socio-cultural, incluso sin importar la lengua en la que habla. No hay un discurso, no hace falta. Y creo que esa es la manera más democrática de vivenciar el arte.
Por otro lado, y sin entrar a cuestionar a los nuevos medios digitales, hay quienes advierten justamente en la falta de guión cierto reduccionismo populista: “Una cosa es divulgar y otra es esa forma de populismo que, con la excusa de romper la barrera del arte o de crear nuevas formas de acceso, genera una suerte de parque temático en el que se proporciona al espectador una experiencia cómoda”. Y es que, para Peio H. Riaño, al arte “hay que entrar a través del conocimiento; una exposición o una selección de obra en una colección permanente tienen que contar algo, y estas exposiciones no lo hacen”.
Así las cosas, parece haber algún consenso en la crítica cultural, ya sea a favor o en contra, sobre la falta de discursos y contenidos en Imagine Van Gogh.
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Pero, aún lejos de suponer que se pueda plantear un hecho cultural, sea cual sea, por fuera de la trama social, política y económica en la que tiene lugar, vale preguntarnos: ¿las tres mil imágenes proyectadas son una selección aleatoria sin guión ni criterio? ¿No hay acaso una construcción de su autor y sobre todo de su tiempo? En tal caso…
¿Qué imagen de Van Gogh nos devuelven los proyectores en La Rural?
“Un pintor luminoso, un viaje brillante, un artista genial”, … son algunas de las definiciones con la que los portales de noticias anunciaron la llegada de la obra del pintor holandés a la Argentina. Las imágenes nacen a partir de las doscientas telas que el artista realizó en Francia, mientras que dejan fuera a las primeras obras conocidas como su etapa oscura. Esas que marcan sus inicios como artista en 1880 y cuyo imaginario tiene raíces profundas en el tiempo que Vincent convivió con los mineros belgas, en la cuenca del Borinage, el país negro.
Me levanté temprano y vi a los obreros llegar a la obra con un sol magnífico. Te hubiera gustado ver el aspecto particular de este río de personajes negros, grandes y pequeños, primero en la estrecha calle donde había poco sol y luego en el tajo” (Van Gogh, 1877).
De este modo, el pabellón de La Rural nos devuelve una imagen alucinada de los barrios bohemios de París y la región de la Provenza de fines del siglo XIX; pero deja afuera obras como “Pena” (1882), “El tejedor en el telar” (1884) y la serie de “Los comedores de papas” (1885).
Consultada por estas cuestiones, A. Mauger explica: “La obra que yo quería mostrar es la de los últimos dos años del artista, en los que decidió con convicción que quería ser pintor y en los que creó, por ejemplo, “La Noche Estrellada”, una de sus obras más soñadas”. Y también, vale decir, una de las más reproducidas, no solo comparada con otras telas del autor sino con cualquiera de cualquier autor en el mundo occidental. Los mismos lugares visitan las últimas dos producciones del mainstream sobre la vida del pintor: At Eternity’s gate, 2018 (la de Willem Dafoe) y Loving Vincent, 2017 (la de los 65.000 fotogramas pintados a mano).
Parece ser un hecho: las obras de Van Gogh de este último período son las más reconocidas, sobre todo por (pero también a causa de) la industria cultural y el mercado del arte. La explosión de color en la obra de Van Gogh no solo marca un punto de inflexión en la matriz cultural de su tiempo, sino también parece indicar las coordenadas seguras en donde invertir en producciones culturales. Al mismo tiempo, las imágenes se corresponden con los cuatro años que dejaron al holandés errante de cara con su final.
Nos queda, entonces, la imagen de Van Gogh como genio creador, único, un caso (patologizado y) aislado, que supo ver como nadie la belleza de una París bohemia. Esta es la versión más difundida, la que adorna, como la venda a la cabeza colorada del artista, las producciones que llevan su nombre.
El príncipe de los suicidas
No son pocos los que han encontrado en el suicidio un elemento más para reforzar el carácter singular y trágico de la vida del pintor. Pero ¿qué más tiene para decirnos del artista y de su tiempo la muerte de Van Gogh?
Más de una década atrás, Juan Forn publicaba uno de sus artículos titulado “El rey de los suicidas”. Así, con su prosa como espada y el poder bien fundado en sus ya clásicas contratapas, tocaba el hombro frío de Thomas Chatterton (1752-1770) para declararlo a la distancia como “uno de los cadáveres más famosos de la historia”. No son los ánimos armar un ranking oscuro, pero tampoco hace falta ser amigo de las listas para imaginar que una de las figuras de la historia del arte que bien podría disputarle la corona suicida al joven poeta inglés es la de Vincent Van Gogh.
La vida de Chatterton fue un caso particular, con tan solo un puñado de años y otro montón de pergaminos heredados se las arregló para engañar a buena parte de la Academia de su tiempo al inventar a uno de los mejores poetas góticos de las letras inglesas. A pesar de ello, “Vivió apenas diecisiete años y comió mierda desde que llegó hasta que abandonó este mundo” [1]. Chatterton nunca dejó de formar parte de la creciente juventud pobre de Inglaterra y terminó por suicidarse a temprana edad. Un siglo después, el menú popular no había cambiado mucho para Van Gogh: “...no hizo más que cortarse la oreja izquierda, en un mundo en que la gente come todos los días vagina asada con salsa verde…” [2].
Ya algunas décadas antes de la muerte del autor de “Raíces de árboles”, Marx (a través de J. Peuchet) se preguntaba: "¿Qué clase de sociedad es esta, en la que se encuentra en el seno de varios millones de almas, la más profunda soledad; en la que uno puede tener el deseo inexorable de matarse sin que ninguno de nosotros pueda presentirlo? Esta sociedad no es una sociedad; como dice Rosseau, es un desierto, poblado de fieras salvajes" [3].
Es decir, reducido Van Gogh a un caso patológico aislado, todavía nos quedarían por explicar otros numerosos casos en parte o en todo semejantes al suyo. Al fin de cuentas, “una sociedad no solo se conoce por sus logros sino también por sus víctimas” [4].
Si se es pintor, o bien pasas por un loco o bien por un rico; una taza de leche te cuesta un franco, una rebanada de pan con mantequilla dos, y los cuadros no se venden” (Van Gogh, 1888).
A mitad de camino entre ambos, Marx subrayaba en los archivos policiales de París (1846): "la cifra anual de suicidios, en cierto sentido normal y periódica entre nosotros, no es sino un síntoma de la organización defectuosa de la sociedad moderna, [...] de manera que toma un carácter epidémico en momentos de desempleo industrial y cuando sobreviven las bancarrotas en serie" [5].
Van Gogh, un campo en disputa
El pintor suicidado por la sociedad llegó a París en febrero de 1886, tenía treinta y tres años y le quedaban cuatro de vida. Cien años después de la muerte de Chatterton, el mundo occidental había cambiado profundamente, pero las miserables condiciones sociales que habían acorralado al joven poeta en Londres no habían hecho otra cosa que empeorar.
La vida, haga lo que haga, es bastante cara aquí, casi como en París donde, gastando 5 o 6 francos por día, no se tiene gran cosa (Van Gogh, 1888).
Antes de su viaje a París, Van Gogh ya había pintado sus cuadros oscuros, esos que han quedado fuera de estas proyecciones: “Quise conscientemente dar la idea de esta gente que, bajo la luz de la lámpara, come patatas con las manos, las mismas que mete en el plato, con las que ha trabajado la tierra” [6].
Sus años en el país negro terminaron por alejarlo definitivamentese de su actividad como predicador evangélico para dar comienzo a su formación como dibujante. En Amsterdam, Laeken, Wasmes, Etten, Drenthe, Neuen y Amberes, estudia a Daumier, Millet y Courbet; sin alejarse de la vida obrera y campesina. En 1879, desciende a las minas de carbón de Marcasse, una de las más antiguas y peligrosas de la región.
Los obreros de esta mina, normalmente, están desmedrados y pálidos de fiebre; tienen un aspecto fatigado y consumido; son oscuros de piel y avejentados; las mujeres son débiles y marchitas. En torno a la mina, miserables casas de mineros, con algún árbol muerto ennegrecido y setos de espino, montones de estiércol y de cenizas y montañas de carbón inservible (Van Gogh, 1879).
La biblia ya no ocupaba lugar en su bolso, pero aún lo acompañaban Michelet, Zolá, Hugo y Dickens. Desde Bélgica, poco antes de su llegada a la capital francesa, escribió a su hermano Theo: “En cuanto a hombres y en cuanto a pintores la generación de 1848, me es más grata que la de 1884; y en lo tocante a 1848, no me refiero a Guizot, sino a los revolucionarios, a Michelet y también a los pintores campesinos de Barbizon” [7].
Van Gogh llegó a Francia buscando la París de Michelet, Daumier y Courbet. Pero Michelet había muerto ya en 1874 y Daumier había sido enterrado en Valmondois en 1879. Mientras que, en 1877, la vida de Courbet encontraba su final en Suiza, exiliado y perseguido él por su participación en la Comuna (1871). Es decir que para 1886, París ha cambiado profundamente. La derrota de la primera experiencia obrera en la toma del poder ha dado un duro golpe en los ideales de 1848. El reflujo reaccionario de la Tercer República, montado sobre los cadáveres de las y los comuneros, alcanzó a todos los órdenes de la sociedad. La bohemia Montmartre, la de la serie del “Moulin de la Galette” (1886), no había hecho más que cambiar por adoquines la sangre obrera derramada en el último bastión de la Comuna.
La crítica fué feroz y persecutoria contra aquella pintura de ideas, de pensamiento y narración encarnada en la visión realista anterior. Incluso el movimiento impresionista, heredero en algún sentido del realismo y al que para la llegada de Van Gogh ya se lo daba por disuelto, fue perseguido por la crítica [8]. A la luz de las teorías positivistas, los problemas de las relaciones entre ciencia y pintura, la técnica y la luz, tendieron a sustituir a los problemas de contenido.
Instalado en Arlés, en agosto de 1888, Van Gogh le escribe a su hermano
…encuentro que lo que he aprendido en París, se va, y que vuelvo a las ideas que me habían venido en el campo antes de conocer a los impresionistas. Y me asombrare muy poco si dentro de un tiempo los impresionistas encuentran qué criticar en mi manera de hacer, que ha sido más bien fecundada por las ideas de Delacroix que por las suyas.
Y continúa: “En lugar de intentar reproducir exactamente lo que tengo ante mis ojos, me sirvo de los colores arbitrariamente para expresarme de modo más intenso”. “He intentado expresar con el rojo y el verde las terribles pasiones de los hombres” [9].
Destruida la base social que se había gestado alrededor de los ideales de 1848, la crisis en la intelectualidad no tarda en aparecer. Van Gogh es, quizás, el primer caso evidente en la pintura, o por lo menos el primero que el mercado del arte y la industria cultural se han encargado de mantener vigente, de los cambios culturales que siguen a la caída de la Comuna.
¿Ya nadie va a escuchar tu remera?
Por estos días la imagen de Van Gogh representa muchas cosas: un genio, un loco, una remera, también el sello de garantía de valor artístico... Incluso un éxito de ventas con cifras de estrella de rock, una que no entró al club de los 27 por una década. En la foto no pueden dejar de incluirse los ideales del artista y su tiempo.
Nos hallamos en el último cuarto de un siglo que terminará con una gran revolución. Ciertamente, nosotros no conoceremos tiempos mejores, el aire puro y toda la sociedad refrescada después de estos grandes huracanes. Pero una cosa importa, y es no dejarse engañar por las falsedades de la propia época, o, al menos, no hasta el punto de no identificar en ella las horas funestas, sofocantes y depresivas que preceden a la borrasca (Van Gogh, 1886) [10].
Ya sea por un motivo u otro, parece ser que la sentencia de Artaud va a terminar por confirmarse: “Una exposición de pinturas de Van Gogh siempre es un acontecimiento relevante en la historia…”.
Quedan girando en nuestras cabezas, como esos soles inmortales sobre los campos de Arlés, las telas que alguna vez fueron, parafraseando a Artaud, bombas atómicas al conformismo larval de la burguesía de la Tercer República.
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