Martes 30 de octubre de 2018
Violencia política, crímenes de odio racial y operaciones de todo tipo recalentaron el tramo final de la campaña para las elecciones de medio término en Estados Unidos, en las que el presidente Donald Trump se juega en gran parte el futuro de su administración.
Mientras esto sucedía en el plano doméstico, la política exterior aportaba lo suyo. El asesinato del periodista Jamal Khashoggi en el consulado saudita en Estambul, puso el foco en la alianza estratégica de Estados Unidos con la reaccionaria monarquía saudí, defendida por igual por demócratas y republicanos y por la elite de negocios. Estados Unidos anunció su retiro del tratado de limitación de armas nucleares con Rusia (firmado por Reagan y Gorbachov) un mensaje inequívoco de la preparación estratégica para un conflicto entre potencias. Pero estos eventos políticos que seguramente tendrán consecuencias de largo alcance, pasaron a un segundo plano, superados por las noticias locales.
El sábado 27 de octubre un atacante armado con un rifle de asalto AR 15 y al menos tres pistolas abrió fuego en una sinagoga en Pittsburgh, mientras coreaba consignas antisemitas. El ataque dejó un saldo de 11 muertos en lo que se considera una de las peores masacres contra la comunidad judía en Estados Unidos. Las primeras investigaciones indican que el autor de los disparos, Robert Bowes, tiene un historial de posiciones antisemitas, contra los refugiados, y contra diversas minorías, expresadas en sitios de supremacistas blancos.
La semana ya venía cargada. El viernes 28, después de 72 horas de incertidumbre y especulaciones, el FBI detuvo en Florida al supuesto remitente de la docena de paquetes bomba dirigidos a prominentes figuras del partido demócrata y opositores vocales a la administración Trump. El matrimonio Clinton, el expresidente Barack Obama, exdirectores de la CIA, la CNN, actores como Robert De Niro y el magnate George Soros, entre otros, integran la lista de los destinatarios de estos dispositivos explosivos, todos interceptados antes de que llegaran a destino.
Cesar Sayoc, así se llama el “mail bomber”, reúne todas las condiciones de los manuales del derechista auto radicalizado: varón, de mediana edad, blanco, con condiciones precarias de existencia, activo en redes sociales de la alt right y entusiasta simpatizante de Donald Trump. A medida que pasan las horas se conocen más los hábitos políticos y las opiniones de este individuo: se lo ve en actos de la campaña de Trump con el infaltable gorrito rojo con la consigna MAGA (Make America Great Again); compartiendo “fake news” inflamadas de Breitbart, el sitio ideado por Steven Bannon para alimentar la paranoia de la extrema derecha; posteando contenidos racistas contra Obama o desde páginas como “Handcuffs for Hillary”. Aparentemente, Sayoc vivía en una van ploteada con imágenes típicas del núcleo duro de la base trumpista: banderas norteamericanas, Hillary Clinton en la mira de un rifle.
Es probable que Sayoc, que supuestamente tiene problemas psiquiátricos, haya actuado por motivación propia. Pero tampoco se puede descartar que haya sido instrumentalizado por algún sector del oscuro “estado profundo”, como ha sucedido en otros momentos de crisis política. Sin dudas, el hombre tiene todos los números para cualquiera de estas variantes.
El arresto de Sayoc, que podría enfrentar una condena de más de 50 años de prisión, de ninguna manera pone fin a las especulaciones y las teorías conspirativas que se han vuelto la norma en el enrarecido clima político norteamericano. Posiblemente, las evidencias no conmuevan la convicción de un sector de la base republicana de que las bombas fueron una “false flag”, es decir, un hecho autogenerado por los demócratas para mejorar sus chances electorales. Estos sectores pueden creer con la misma vehemencia tanto que hay una oleada de “invasiones bárbaras” amenazando la American way of life, como que Obama es “comunista”.
En una muestra bizarra de hasta dónde puede llegar el delirio de la derecha, el Council of Economic Advisers, un grupo intelectual que asesora a Trump, acaba de publicar un documento de 72 páginas con sello de la Casa Blanca, en el que afirman que con los demócratas (es decir, el partido de Wall Street y las guerras imperiales) viene el “socialismo” y nombran a Lenin una docena de veces. Como si hiciera falta aclarar que el partido demócrata es la otra pata del bipartidismo de la burguesía imperialista, la senadora Elizabeth Warren, referente junto con Bernie Sanders del ala progresista demócrata, viene explicando que es “capitalista hasta la médula” a quien quiera escucharla. Incluso presentó un proyecto de ley para un “capitalismo controlado” como una suerte de antídoto contra el “socialismo” y el trumpismo.
Todavía no está claro el efecto que tendrá (si tendrá alguno) esta mezcla de violencia política y racismo en el resultado de las elecciones del 6 de noviembre. Por las dudas, Trump ya se curó en salud y advirtió el daño que el incidente de las bombas le hizo a la campaña republicana, acusando a los medios corporativos liberales, como CNN, de “deshonestos” que han atribuido parte de la explicación de las bombas al clima de polarización y “guerras culturales” que alimenta la propia Casa Blanca.
Todas las elecciones de medio término, a su manera, plebiscitan a los gobiernos de turno. Pero las próximas lo harán aún más. El propio Trump las transformó en un referéndum sobre su gestión. “Hagan de cuenta que estoy en la boleta” le dijo a una multitud de fanáticos en Mississippi. El presidente participa activamente en los actos de campaña, agitando el patriotismo, el sentimiento antiinmigrante –amplificado por la “caravana” de desesperados que intentan llegar a Estados Unidos- y la demagogia contra la “elite”. Prácticamente todos los candidatos republicanos se han alineado con el presidente, al punto de que los conservadores tradicionales consideran que el Grand Old Party ahora es el “partido de Trump”. Este no es un detalle menor si se tiene en cuenta que el establishment republicano, partidario del consenso globalizador neoliberal, resistió sin éxito el ascenso de Trump a la presidencia. Hoy los republicanos en su versión “populista” controlan el ejecutivo, el Congreso y acaban de conseguir una mayoría conservadora en la Corte Suprema con la nominación del juez Brett Kavanaugh, de conocida militancia antiabortista.
Por ahora la economía sigue favoreciendo a Trump. La caída registrada en el tercer trimestre -3,5% con respecto al 4,2% del trimestre anterior- al igual que las pérdidas de Wall Street muestran las debilidades que subyacen pero difícilmente incidan negativamente en las elecciones de noviembre. Junto con la baja tasa de desempleo son los puntos fuertes de la campaña republicana. El arte de Trump es ligar estos índices con sus políticas que mezclan proteccionismo –guerras comerciales contra China y la Unión Europea, retiro y renegociación de tratados comerciales, tarifas, etc.- con desregulación y baja de impuestos a las grandes corporaciones.
El resultado de las elecciones aún tiene final abierto. Se espera que haya una participación electoral récord de un electorado que aparece cada vez más fragmentado. Un estudio reciente de RealClear Politics ha identificado cinco “tribus” igualmente minoritarias, que en los extremos tienen al núcleo duro de Trump y al de la “resistencia”, y en las gradaciones conservadores y democrátas moderados, desencantados y a los “demócratas oscilantes” (los que antes se llamaron los “demócratas de Reagan”) lo que le prolonga el suspenso. Aunque todo indica que será una disputa muy cerrada, sitios de encuestas y estadística al día coinciden en que lo más probable es que los demócratas recuperen la mayoría en la Cámara de Representantes y los republicanos retengan la mayoría en el Senado. Esto último es importante porque alejaría la posibilidad, remota es cierto, de que algún sector de la burocracia político-estatal se le ocurra recurrir al impeachment para desplazar a Trump.
El ataque a la sinagoga en el marco de la xenofobia que destila la Casa Blanca, y antes el “affaire bomba”, son otros tantos síntomas de la profunda crisis que está llegando al corazón del sistema democrático burgués. ¿Cómo interpretar si no la lucha de camarillas al interior de la Casa Blanca, con funcionarios que admiten que le roban documentos del escritorio a Trump para torcer su política? ¿O el enfrentamiento entre el ejecutivo con el FBI y la CIA? Hay que remontarse al fin precipitado de la presidencia de Nixon para encontrar algo similar. Esta crisis es producto de una fuerte polarización y de divisiones venenosas al interior de la clase dominante y el aparato estatal que dejó de herencia la Gran Recesión de 2008 y el fin del consenso neoliberal. Es decir, tendencias a una “crisis orgánica” para usar la categoría de Gramsci.
La presidencia de Trump, y más en general, el ascenso electoral de variantes de extrema derecha que llegan hasta el propio Bolsonaro en Brasil, son a la vez un producto y una primera repuesta burguesa con tintes cesaristas a esta crisis, que está volviendo a poner el mundo sobre los carriles de las guerras comerciales y en perspectiva los conflictos entre potencias.
Claudia Cinatti
Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.