¿Qué lleva a que dos operarios de más de cincuenta años, al ser echados por esta multinacional alemana, rechacen una suma de dinero que jamás verán en sus vidas? Parafraseando el slogan de una reconocida tarjeta de crédito, hay cosas que el dinero no puede comprar. Como una amistad de casi dos décadas, basada en principios de lucha y unión obrera. Una historia que se cuenta en cinco botellas de cerveza.
Miércoles 25 de diciembre de 2024 10:21
Cuando algo sale bien, Javier “Mancha” Aparicio y Ramón “el Negro” Vera comparten un asado en la parrilla “La Familia”. Ubicados en una de las mesas de afuera de este negocio, reciben el aroma robusto y jugoso de trozos de vacío, chinchulines y chorizos asándose a las brasas, un perfume que se mezcla con el ruido constante de los colectivos que circulan a lo largo de la Avenida del Libertador General San Martín, la arteria que separa Tigre de Malvinas Argentinas.
“La Familia” cumple con los requisitos de cualquier parrilla del conurbano bonaerense: hombres hablando de fútbol, paredes vestidas con un mosaico de fotografías del dueño en diferentes momentos de su vida, mesas sin mantel, un joven mozo al que le pagan poco y botellas de vino descansando sobre un mostrador. Serán sus accesibles precios, la cercanía a sus hogares o la lealtad al sentido de pertenencia barrial lo que llevó a que estos dos obreros despedidos de Volkswagen planta Pacheco la eligieran para celebrar el optimismo que les infundió un fiscal después de haber concluido una audiencia clave en su lucha por recuperar lo que más anhelan: volver a la fábrica.
Hace más de tres meses, un lacayo de esta multinacional alemana les ofreció un retiro voluntario. Con la clásica excusa de la crisis económica –poco creíble para una empresa que produce 400 Amaroks y Taos por día-, el hombre de saco y corbata puso sobre la mesa una considerable suma de dinero a cambio de abandonar no sólo décadas de tareas repetitivas y altos ritmos de producción, sino también de luchar codo a codo por los derechos laborales de sus compañeros. El Mancha y el Negro se negaron rotudamente, sintiendo que estaban siendo extorsionados. El precio que pagaron, al igual que otros operarios, fue el despido inmediato.
¿Qué llevó a que estos dos hombres de más de cincuenta años rechacen una suma de dinero que jamás verán en sus vidas? ¿Lo hicieron porque ya no son jóvenes para un mercado laboral cada vez más excluyente? ¿Les ganó el miedo de no poder llevar el pan a sus familias? ¿Por qué no pusieron algún negocio con esa indemnización? son algunas preguntas que, tal vez, el lector se haga. Todas son razonables, pero hay una certeza: los principios, al igual que una amistad de casi 20 años moldeada por ideales de lucha y unión obrera, no se pueden comprar ni vender. Tampoco se puede dejar atrás todo lo vivido durante esos años.
Mancha y el Negro compartieron esa tarde en “La Familia” cinco cervezas. Una por cada etapa de su historia.
Los que desafiaron a los Titanes en el ring
El asado todavía no estaba listo. El mozo precarizado dejó una botella de Brahma en la mesa. El Negro, vestido con jeans y una remera deportiva, levantó sus anteojos de sol a la altura de su frente y miró como las gotitas de agua resbalaban por el vidrio helado de la botella. El Mancha, apodo que conquistó en su juventud por tener un mechón blanquecino que resaltaba en su pelo oscuro y que hoy se ha confundido con el color de sus canas, estaba en el mostrador de la parrilla haciéndole chistes futboleros a su vecino que se encontraba allí. Su fanatismo por Temperley era tan fuerte como la ansiedad que lo obligaba a moverse por el lugar.
Al ver al Negro inclinar un vaso para llenarlo de cerveza, Mancha se sentó a esperar el suyo. Miró cómo el líquido burbujeante se arremolinaba, formándose una espuma cremosa que dejó un anillo perfecto en el borde. Luego de un escueto brindis, el sonido del primer sorbo les hizo recordar a ambos cuando compartían este símbolo del disfrute con otros que, al igual que ellos, se animaron a recuperar uno de los gremios más poderosos de la Argentina: El Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor, Smata.
El 24 de febrero de 2012 cincuenta operarios de diferentes autopartistas de la zona norte del Gran Buenos Aires celebraron el Día del Trabajador Mecánico en un local del PTS ubicado en el Talar de Pacheco. El fútbol, el asado y la pileta eran parte de un clima donde obreros de Lear, Gestamp, Volkswagen y de otras empresas debatían cómo fortalecer la agrupación celeste, el primer agrupamiento antiburocrático y antipatronal que soñaba con sacarle a la Verde (la lista de Ricardo Pignarelli) la conducción del sindicato.
Son los tiempos del sindicalismo de base, un fenómeno de organización obrera que atravesó los gobiernos kirchneristas. Al ver cómo las direcciones sindicales se alineaban con los intereses empresarios y gubernamentales, los propios trabajadores buscaron formas más directas de representación y defensa de sus derechos. Comisiones internas combativas, asambleas donde los trabajadores tomaban decisiones, delegados que portaban como bandera la autoorganización fueron las formas en las que se expresó esta etapa de la historia del movimiento obrero argentino, un proceso que buscó recuperar los sindicatos como herramientas de lucha de clases.
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El Negro y el Mancha se sintieron fuertes alrededor de estos obreros que visten mamelucos en sus horarios laborales. No estaban solos en su titánica tarea de recuperar un gremio. Años y años de organizar campeonatos de fútbol clandestinos por el solo hecho de hablar de política estaba dando sus frutos. Con cuerpos de delegados combativos, la izquierda trotskista tenía mayor presencia en industrias claves del funcionamiento del país y ellos eran protagonistas de ese momento.
En Volkswagen, junto a otros nueve compañeros, fueron elegidos delegados y se habían convertido en la oposición a los “titanes en el ring”, el nombre que le pusieron a los representantes sindicales que responden a Mario “Paco” Manrique, el número dos del Smata y que en la actualidad es diputado por Unión por la Patria.
— Ellos iban a negociar con la empresa y hacían un acting: golpeaban puertas y gritaban, pero, en realidad, no hacían nada por los compañeros. Nosotros éramos lo contrario: hacíamos reuniones con los compañeros del sector, le presentamos notas a los jefes y mostrabamos la relación de fuerza de los compañeros organizados —recordó el Mancha mientras acariciaba su blanca barba.
Ser delegados de una multinacional alemana les implicó enfrentarse a una “tierra quemada” de derechos laborales. El Smata fue un precursor en implementar reformas laborales que debilitaron los convenios colectivos, como el de 1975, negociando derechos a pedido de las empresas. Tercerización laboral, caída de salarios y pésimas condiciones laborales sólo sirvieron para el aumento de la transferencia de riqueza de los bolsillos obreros a las cuentas empresariales.
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— Cuando fuimos delegados, realizamos notas para todos los autoelevadores que estaban hechos mierda. Cada Clark que no estaba en condiciones, lo parábamos. En un momento, no había ninguno para abastecer las líneas de producción. Eso obligó a que la patronal debiera contratar una empresa tercerizada para brindarnos autoelevadores 0 km —trajo a su memoria el Negro.
Durante esos años, ninguno les soltó la mano al otro. Tampoco se lo hicieron a quienes luchaban en otras fábricas contra despidos, persecuciones o bajos salarios. En cada corte de ruta y movilización se los veía juntos.
— Cuando llegué a mi casa después del festejo por el Día del Trabajador Mecánico, me avisaron que iban a desalojar a las obreras de Kromberg & Schuber que estaban bloqueando los portones de su fábrica. Agarré el auto y fui a buscar al Negro. Él ya me estaba esperando en su casa —ejemplificó el Mancha con una leve sonrisa
Ellos se sentían invencibles en esos años. El fuego de la defensa del obrero corría por sus venas y tendían puentes de unión con quienes se atrevían a cuestionar lo imposible. ¿De dónde obtuvieron esos valores que los unían dentro y fuera de la fábrica?
El villero
La carne llegó a la mesa de los obreros, y con ella, otra cerveza. Por unos segundos, los ojos del Negro y el Mancha se fijaron en el brillo jugoso de la tira de asado y en los bordes dorados de los chinchulines que prometían un crujido perfecto.
El calor que emana del brasero de mesa invitó a llenar los vasos. El jugo ahumado y salado que acaricia sus paladares debía tocar fondo para que el espíritu siga disfrutando. El Negro era consciente de que cada bocado era un lujo sencillo, pero profundo, un privilegio que la vida no siempre le había concedido.
A fines de la década del 80, los recolectores algodoneros del Chaco miraban con preocupación cómo la concentración de tierras y el avance de la soja les quitaba de a poco su principal fuente de trabajo. Entre ellos estaba el Negro. La experiencia de un tío que se fue a probar suerte a Buenos Aires era como combustible para un joven que no quería atarse a la explotación de los dueños del agrobusiness. El deseo inagotable de vivirlo todo lo llevó a sus 17 años a abandonar su tierra natal en busca de mejores oportunidades.
Su lugar elegido para esta nueva aventura fue el barrio Las Tunas, cercano a la localidad tigrense de Pacheco. Los countries empezaban a desarrollarse con más fuerza sobre los humedales de esa zona y muchos migrantes del interior elegían este barrio con la esperanza de trabajar como caseros, jardineros o mucamos. Sin embargo, su rebeldía le impedía convertirse en el peón de alguno de esos ricachones.
La avanzada neoliberal de la década del 90 había convertido a la zona norte del Gran Buenos Aires en el polo industrial más importante del país y el Negro decidió ser obrero. El sueño de un empleo formal y la discriminación que sufría por ser “negro” convivían en cada metalúrgica que recorría con contratos temporales. Aprovechaba cada lugar para aprender oficios. Eso lo llevó a construir catamaranes en Bariloche e instalar carteles publicitarios sobre la Panamericana.
El amor y el proyecto de realizar una familia lo condujo a San Pablo, uno de los barrios populares más olvidados del Tigre. Por eso, cuando entró a trabajar en Volkswagen en 1996, se ganó el ápodo del “villero”.
Nunca había dejado atrás su rebeldía, tan fuerte como su pasión por Boca la cual le llevó a ser parte de “La 12”. La enorme lista de necesidades básicas insatisfechas del barrio San Pablo lo llevaron a convertirse en un referente para sus vecinos. Todavía se lo puede encontrar en cada pelea por acceso al agua corriente o por una cancha para que los pibes jueguen a la pelota.
Ese villero abrazó el sindicalismo de mano de la Verde. Fue también uno de los bombistas que se podía escuchar en las movilizaciones por trabajo de principio de siglo. Para él, lo importante era defender a sus compañeros.
Producto de la crisis del 2001, Volkswagen arremetió con suspensiones y él fue una de sus víctimas. Cuatro años estuvo esperando volver a su puesto. Cuando lo hizo, todo había cambiado.
El Smata forjó una alianza con el kirchnerismo y las patronales automotrices. El Negro vió cómo los reclamos obreros de aumento de sueldo no eran escuchados mientras que su barrio seguía sumido en las carencias. Ese gremio ya no lo representaba. El no reconocimiento de su antigüedad por parte de la empresa tras haber vuelto al trabajo quebró su confianza en la Verde.
Su deseo por transformar la calidad de vida de los operarios de esta automotriz lo llevó a encontrarse en el 2006 con Sergio “Cucha” Folchieri, un operario de esa fábrica y militante del PTS. El carisma y sensibilidad de este compañero por sus condiciones de provinciano lo convenció de escucharlo. Sus ideas de que los sindicatos deben ser herramientas de organización y lucha, como así también de que los obreros deben tomar el poder, permitieron avivar su rebeldía apagada por el burocratismo.
Mientras seguía militando en su barrio de forma independiente, conoció por primera vez las ideas de la izquierda. En esas reuniones con obreros que hablaban de revoluciones y socialismo, se encontró con el Mancha, quien recientemente había entrado a trabajar en Volkswagen.
La perla de la zona sur
El Mancha pidió otra botella de cerveza y el mozo le confirmó que no había más. No podía entender cómo una parrilla se había quedado sin “birra”. La oferta del mozo de beber vino fue rechazada inmediatamente. Para el Mancha, al igual que el agua y el aceite, las bebidas no se pueden mezclar.
De repente, se levantó de la mesa y cruzó al kiosco que estaba en frente de La Familia. La vidriera del negocio tenía una pequeña ventana desde la cual se atendía a los clientes. Debajo de ella, una tarima estaba colocada para que los más pequeños pudieran alcanzarla. Al verla, una imagen lo golpeó con fuerza: el kiosco de Doña Rosalía, en los primeros años de los 70.
Ahí estaba el Mancha, apenas un niño, con unas monedas apretadas en la mano y los ojos brillando de expectativa mientras observaba cómo Doña Rosalía sacaba las galletitas Terrabusi de una caja de aluminio. Subido a la tarima que lo elevaba justo lo suficiente para ver el mostrador, saludó con una sonrisa a uno de los hijos pequeños de la familia de comerciantes. Ese chico, con quien compartía tardes jugando a la pelota en las calles de tierra del barrio La Perla, en Temperley, era parte de su mundo cotidiano.
En 1976 este kiosco fue rodeado por patotas que venían a demostrar que las ideas de la revolución cubana, la resistencia vietnamita, el Cordobazo y el Mayo francés tenían que ser olvidadas para siempre. La militancia montonera de la familia de Doña Rosalía se terminó ese día. Su familia, incluyendo el pequeño con quien el Mancha había compartido tardes de fútbol, fueron arrancados de su vida y hoy forman parte de la lista de desaparecidos.
Pasaron los años y el Mancha ya era un adolescente que pasaba sus tiempos libres en la sociedad de fomento de este barrio de Lomas de Zamora. Allí, escuchó historias por parte de sus vecinos quienes habían sido “perros” (como se denominaba a los militantes del PRT-ERP) y montoneros. Las ansias de esa generación que quería transformar radicalmente la sociedad le hizo entender por qué su amiguito se había ido del barrio.
En los 90 la represión tenía otro color: azul. Sin orden judicial, el Mancha y sus amigos fueron sacados de un boliche de zona sur a media madrugada. Les pidieron documentos, revisaron sus pertenencias y pusieron sus palmas sobre un patrullero para cachearlos. El destino era la comisaría por averiguación de antecedentes o, en el peor de los casos, una cochería. Así le pasó a su amigo Facundo en septiembre de 1995. El Mancha fue uno de los primeros en exigir justicia. No podía aceptar que la impunidad se perpetuase.
Durante su adolescencia, organizó y participó en protestas, junto a sus compañeros del secundario, contra la Ley Federal de Educación menemista. Con muchos de esos jóvenes comenzó a trabajar en fábricas alimenticias. La planta de Barracas de Savora no solo fue su primer trabajo, sino también su primera experiencia de organización obrera.
En esos años, decidió que debía sacar de su mundo cotidiano a los genocidas indultados, los dirigentes sindicales vendidos, los policías del gatillo fácil y los políticos que brindaban con champagne. El silencio nunca fue una opción para él y comenzó a militar en el PTS, un partido trotskista que proponía un destino para la humanidad sin explotados ni explotadores.
Los 90 no fueron una década fácil para alguien que se consideraba ser trotskista. Los logros recientes del Frente de Izquierda y de los Trabajadores Unidad (FITU), con millones de votos y la llegada de diputados al Congreso, parecerían casi utópicos si los comparamos con la realidad de esos años. En un contexto dominado por los valores del “fin de la historia”,- como también por la desocupación masiva y la fragmentación social que provocaron las privatizaciones y el desmantelamiento del aparato productivo- , el Mancha debatía en pequeños círculos sobre las teorías revolucionarias de Marx, Lenin y Trotsky, y se acercaba a los portones de diferentes fábricas de la zona sur a “piquetear” el periódico “La Verdad Obrera” para hablar con trabajadores sobre la importancia de la organización desde abajo.
La militancia revolucionaria lo llevó a ser solidario con el movimiento piquetero. En las asambleas barriales y cortes de ruta de la zona sur, se lo podía encontrar convenciendo a los manifestantes de que la coordinación y apoyo mutuo entre quienes tienen trabajo y quienes no era el primer paso para lograr la reducción de la jornada laboral como una medida para repartir el trabajo y combatir la desocupación.
Con la recuperación económica posterior a la crisis del 2001, el PTS optó por militar en las fábricas y no en el movimiento piquetero debido a su enfoque en la autoorganización, la independencia política y la unidad de la clase trabajadora, evitando la cooptación y fragmentación que, según su análisis, afectaron al movimiento de desocupados. Algunos militantes jóvenes, entre ellos el Mancha, decidieron instalarse en la zona norte para organizar a una clase que estaba volviendo a las fábricas. En el 2006, comenzó a trabajar en Volkswagen y en una de esas reuniones con activistas que quería cambiar las condiciones laborales, organizadas por “Cucha”, conoció al Negro.
Zurdos de mierda
En el brasero de mesa solo quedaron marcas de grasa quemada. En los platos, los huesos pelados se mezclaban con migas de pan y algún resto de chimichurri. La botella vacía de cerveza reclamó que el Mancha volviera al kiosco para que sea reemplazada por una llena. Atendiendo a su llamado, volvió a cruzar la calle para comprar una “helada”.
En la parrilla, algunos pedazos de carbón que no llegaron a encenderse permanecían intactos mientras las brasas agonizaban cubiertas de ceniza gris. El villero y el hincha de Temperley sabían lo que sentían esos carbones sobrevivientes al fuego. Ellos estuvieron en ese lugar alguna vez.
La crisis económica durante los últimos años del segundo mandato presidencial de Cristina Fernández de Kirchner, caracterizada por un aceleramiento inflacionario, fue la excusa perfecta para que las autopartistas y automotrices se sacaran de encima a los delegados y activistas “conflictivos”. Los que tomaban decisiones en asambleas, los que cortaban rutas, los que se organizaban con otros sectores y los que paraban las líneas de producción ante alguna injusticia fueron hostigados, perseguidos y despedidos. Era el costo de formar una corriente en el movimiento obrero diferente a la burocracia sindical.
El Negro y el Mancha vieron cómo las direcciones antipatronales y antiburocráticas que ellos aportaron para su construcción por casi ocho años empezaban a ser atacadas. El Smata, el gobierno kirchnerista y los empresarios no iban a dejar que cuerpos de delegados influenciados por la extrema izquierda revitalizaran desde abajo la vida sindical. Forjaron una “Santa Alianza” con un fin en común: cuidar los bolsillos de los capitalistas.
En 2014, mientras el Ministerio de Trabajo reconocía la legalidad de los despidos en Lear y daba su aval a la asamblea de destitución de sus delegados opositores realizada por el Smata sin cumplir con los procedimientos estatutarios para su convocatoria, una patota de hombres, vestidos con chalecos verdes que tenían estampada la frase “Pignarelli conducción” en el dorso, seguía al Negro y al Mancha por toda la planta de Pacheco.
— Nos vigilaban desde que entrábamos a trabajar hasta que salíamos. Es probable que alguno de ellos haya sido quien me pinchase las cuatro gomas del auto —sospechó el Mancha.
Ellos sentían día a día la demonización y criminalización que llevaba a cabo el Gobierno sobre los obreros que tenían a la acción directa como herramienta de lucha.
— Cuando ibas al baño, nuestras fotos estaban pegadas y llevaban escritos mensajes como “zurdos de mierda”. Me negaba a que mis hijos entraran a trabajar a Volkswagen porque no quería que vean eso —admitió el Negro.
La Verde amenazó con despedir a cualquier obrero que hablase con ellos y la empresa inventó suspensiones y despidos a todos los activistas independientes. El miedo impregnó tan fuerte el ambiente laboral que hubo operarios que eliminaron al Mancha y al Negro de sus listas de amigos de Facebook.
El terror condicionó las elecciones para delegados de sector. Muchos obreros votaron a la burocracia sindical, tapándose la nariz, para que termine ese clima insoportable de aprietes y calumnias que el gremio había impuesto en Volkswagen. La lista independiente que ellos promovían fue derrotada. De 11 delegados independientes, solo 2 retuvieron su cargo.
La caza de brujas continuó a lo largo de todo el 2014. El Negro fue suspendido luego de una licencia médica y, junto con el Mancha y otros exdelegados, fueron tratados de “traidores” por el solo hecho de desobedecer a Pignarelli.
Para el 2015, el mapa sindical en Volkswagen y las demás automotrices de la zona norte estaba pintado de verde. El miedo a los “zurdos” y a perder el trabajo fueron las escenas que demostraron la actuación de la dirección del Smata como aparato de represión y disciplinamiento de los trabajadores.
Los tiempos del sindicalismo de base habían pasado. Con la crisis automotriz del 2016, las suspensiones llegaron y ellos volvieron a estar en las calles. Junto a un grupo de activistas, lograron reducir de 18 a 6 meses las suspensiones. Era un pequeño triunfo que les hizo notar que valía la pena continuar sembrando semillas de resistencia y que el miedo nunca gobierna eternamente.
En los últimos diez años, ellos se han encontrado con un muro de conservadurismo dentro de la empresa, alimentado por un gremio que sigue apretando a los “zurdos” y negocia paritarias trimestralmente. Una pasividad que permitió que la empresa alemana aumentara los ritmos de producción y ofreciera retiros voluntarios a trabajadores con décadas de antigüedad o enfermedades laborales.
El Negro y el Mancha fueron asignados a un sector apartado de la planta, aislados del resto de sus compañeros. Desde allí, comenzaron a notar que, aunque cada vez había menos operarios en la fábrica, la producción se mantenía constante. Volkswagen hacía todo lo posible por deshacerse de ellos, pero ellos seguían juntos, inquebrantables. Las amenazas y los aprietes no lograron silenciarlos; aprovechaban cualquier ocasión para encontrarse con algún compañero, ya fuera en el baño o en el comedor, y hablarle sobre que existía una alternativa a la explotación laboral. Continuaban "espalda con espalda", enfrentando el gobierno del miedo, resistiendo como los carbones de la parrilla.
Amigo, hermano, camarada
Los obreros despedidos decidieron que la quinta Brahma que estaban a punto de abrir sería la última de su almuerzo. Cada uno, en su pequeño mundo, estaba concentrado en su celular. El Mancha, con gesto serio, se puso los anteojos para leer y comenzó a escribir un mensaje en WhatsApp. Se dirigió a un estudiante de la Universidad Nacional de General Sarmiento, pidiéndole si podrían llevar su solidaridad en una asamblea crucial, donde se decidiría si tomaban o no la casa de estudios.
Mientras tanto, el Negro marcaba el número de varios compañeros de trabajo. A cada uno les informaba que la audiencia había salido bien. "Es clave no bajar los brazos", repetía con firmeza. Sabía que, si se rendían, Volkswagen se saldría con la suya y se fortalecería aún más.
Cualquier transeúnte que hubiera pasado junto a ellos habría imaginado que esa oportunidad, hoy tan costosa, de compartir un asado con un amigo, merecía ser más celebrada, llena de conversaciones animadas. Sin embargo, solo unos pocos saben el orgullo que sienten el uno por el otro. Como dice la frase, los hechos valen más que las palabras.
En los últimos 18 años, el Negro y Mancha han presenciado juntos huelgas, cortes de rutas, fábricas tomadas y represiones policiales. Han soportado el insulto del burócrata, el chantaje del empresario y el desprecio del político de turno.
La fuerza de su amistad no solo se forjó en asambleas, reuniones de activistas y actos de la izquierda. Se construyó en momentos cotidianos, en gestos sencillos pero profundos. En las vacaciones en la costa bonaerense que organizó el hincha de Temperley, para evitar que el Negro pasara el verano encerrado pintando su casa. En esa malteada que el "villero" le dió al primero al verlo tirado en el suelo durante un partido de fútbol, sin saber que se había roto los ligamentos. En las constantes cagadas a pedo, casi como un rito, con las que el Negro regañaba al Mancha por encerrarse en su casa, sumido en la tristeza tras una ruptura amorosa. Y el cuidado de Silvia, la esposa del Negro, al hijo del Mancha cuando había que cortar la Panamericana.
El Mancha se asombra de su amigo, no solo por su destreza como asador, sino también por su genuino interés en conocer cómo viven los trabajadores de otras partes del mundo.
— Fuimos a un asado con estudiantes franceses que integran nuestra corriente internacionalista y él los mataba a preguntas de cómo eran los obreros allá —puntualizó el Mancha, reflejando en él una sensibilidad que va más allá de lo inmediato.
— Compartimos los mismos códigos de barrio —le replicó el villero hincha de Boca.
— Son códigos de clase. Porque, aunque compartamos una esquina o un barrio, lo que realmente nos une es la pertenencia a una clase trabajadora que nunca deja tirado a ningún compañero —le rebatió.
Son conscientes de que no será nada fácil ser reincorporados por Volkswagen. Deben hacer más equipo para sumar a otros a una pelea que, no solo les permitirá volver al trabajo, sino también cambiar las condiciones de vida de la clase trabajadora. Aprovechan cada momento para convencer a sus allegados de que se necesitan más “negros” y “manchas” para terminar con la dictadura del miedo.
El provinciano villero sigue siendo ese rebelde que no da el brazo a torcer. El hincha de Temperley tiene las mismas ansias de revolución socialista que cuando lo echaron de Savora. Ninguno le suelta la mano al otro. Siguen espalda con espalda. Son camaradas, hermanos de una clase que ha sabido protagonizar gestas heroicas por lo que cree que le pertenece. Son amigos. Algo que Volkswagen nunca podrá despedir.