Durante su exilio en Prinkipo, Trotsky solía tomar una siesta de cuatro horas. En realidad, solo dormía los últimos veinte minutos. Las primeras tres horas y cuarenta minutos leía “cosas no políticas”, apunta en sus memorias el secretario, guardaespaldas y camarada, Jean Van Heinjenoort. O sea: leía novelas, leía literatura.
Estamos a principios de los años treinta. Europa se debate entre la revolución española y el fascismo. Se prepara la Segunda Guerra Mundial. Trotsky está inmerso en una labor sobre humana: busca organizar una fracción internacional que libere a la revolución de las manos de Stalin. Perseguido por sicarios, vigilado por el estado turco, acosado por noticias de camaradas y amigos que caen presos o muertos, Trotsky se imbuye en un frenesí de actividad política: lee periódicos, estudia teoría, dicta cartas, prepara libros, chequea archivos.
Excepto las semanas dedicadas al duelo por su hija Zina (escena que se repetirá más adelante, con la muerte de Sedov), Trotsky atiende casi sin descanso lo urgente, lo importante, lo estratégico. Es una máquina. Después del mediodía, necesita parar, necesita mantenimiento: tres horas y cuarenta minutos de cosa “no política”: literatura, arte, fantasía, respiración profunda, observación del detalle, pensamiento lateral, emoción, identificación, repugnancia, deseo, principio de sueño, puf: dormía. Veinte minutos después salía de la pieza: “la vida recomenzaba en la casa”, apunta el camarada; otra vez tecleaban las máquinas.
La “cosa no política”, la cosa vital —y en su última trinchera, el arte— parece alimentar la “cosa política” como la nafta al motor. El arte parece reparar, regenerar, dotar de energías. Lo mismo que el ejercicio fortalece al músculo, el arte entrena los sentidos; descontractura el pensamiento; calienta la sensibilidad.
Mucho se teorizó sobre las múltiples relaciones entre el arte y la revolución. Trotsky mismo en los años veinte se sumergió en apasionantes debates con las vanguardias rusas (compendiados en Literatura y revolución) y más adelante combatió el “realismo socialista” de Stalin (y su afán por achurar artistas y troskos) escribiendo, junto a Bretón, el Manifiesto por un arte revolucionario.
Por debajo de esas elaboraciones está la relación íntima entre el revolucionario y la literatura, que empezó como primer acto de rebeldía adolescente (cuando escribía, según cuenta en Mi vida, “palabras prohibidas” que no se decían en su casa) y continuó como savia vital en sus años de vejez.
Pensando un poco en estas cosas, desde La Izquierda Diario lanzamos el suplemento LIDteratura , que sale todos los sábados y en su tag #CampoFuera publica escritores y escritoras que luchan por hacer literatura de calidad mientras lidian con largas jornadas de trabajo, infernales entregas de currículums o simplemente la vida misma en medio de la crisis.
La cosa es también una invitación a lectores y lectoras para reservarse al menos un día a la semana para algo de literatura, en la esperanza de echarle algo de nafta al motor.
En el número de este sábado, ofrecemos el cuento “Los muertos de la purpurina”, un viaje al lado oscuro del carnaval pergeñado por Carina Brzozowski.
Además, algo de poesía de Edgardo Magoo, que ya no quiere “una tierra sembrada de muertos/ sino el vivo crepúsculo/ de una mañana interminable”.
Como cada sábado, Pablo Minini nos ofrece una de sus #pastillas y, en esta oportunidad, nos cuenta lo mucho que queremos a Lucia Berlin y su Manual para mujeres de la limpieza.
Por otra parte, volvemos a recomendar lo publicado hasta ahora, porque la literatura no tiene fecha de vencimiento:
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