Cemento más cemento, edificio sobre edificio, patio interno, contraluz, siempre contra la luz se fue haciendo esta Buenos Aires moderna. Asfixia esta ciudad sin planes, que se pone de nuca contra el río, que babea negocios inmobiliarios desde el poder, que en cuanto hay un resquicio levanta un shopping, a la que le faltan casi cien espacios verdes para parecerse a una ciudad europea, como tanto se alardea.
Pero hubo un tiempo hermoso, y no hace tanto. En los barrios, los más alejados del Centro, solía haber potreros o campitos. Recuerdo a mi barrio de infancia, Núñez, donde hoy reinan las torres lujosas y los pomposos dúplex, pero que algunos años atrás ofrecía no uno, sino tres campitos, que arrancaban en la vías del Ferrocarril Mitre y terminaban en avenida Libertador. Era sobre la avenida Comodoro Rivadavia que se desarrollaba la vida, una venida de tierra y matas de pasto.
En el primer campito los pibes del barrio ya teníamos dos arcos hechos para jugar al fútbol. Unos atacaban para el cartel, una pesada y alta estructura de chapa sostenida por pilotes de madera de dos metros, que ofrecía sus dos caras para pegar propagandas. El arquero se ubicaba debajo del cartel, y la pelota se iba “alto” si sonaba el estruendo de la chapa. Los otros avanzaban para el arco del pescador, que armábamos con los pértigos de su carro que descansaba con caballo y todo frente a su casa. El problema era el alazán. Queríamos evitar que recibiera pelotazos y lo atábamos a un arbolito que trataba de crecer. Pero una vez, jugando un desafío con los de la calle Jaramillo, se soltó con árbol y todo y tapó un tiro de gol de los contrarios. La que se armó… Que fue gol, que pique… Hubo lío y terminamos echados por el pescador que dormía de día después de andar pescando de noche cuando el río quedaba más cerca.
El otro campito era el más importante: ahí jugábamos los partidos bravos, pero a la vez nos permitía hacer las piras más altas cuando era el día de la Fogata de San Juan, o refugiarnos en carpas y aguardar la Tormenta de San Rosa. Una de las dos casas que tenía su entrada por este campito, estuvo siempre envuelta en el misterio de su abandono. Era la "Casa de Irene", una Irene rubia, diáfana, madre de dos niños, que de buenas a primeras se transformó en un fantasma, y ya no se la vio más ni a ella ni a los niños, y el frente blanco se hizo gris y su jardín no se hizo selva gracias a nuestra presencia. Y con las bajas paredes del frente como asientos se conformaba el vestuario y la antesala para los partidos, y en tardecitas de lluvia era el rincón donde dábamos los primeros besos a las chicas del barrio. También podíamos guarecernos en “las piedras”, dos moles de granito que habían sido paisaje del arroyo Medrano y que misteriosamente habían sobrevivido al entubamiento. Eran tan grandes que todos nos ubicábamos cómodamente.
El último campito era el que terminaba sobre la avenida Libertador. Estaba el cacareo del gallinero de Tavo, y el arrullo de sus palomas, y su loro Toto de las puteadas, y el perro Pucky saltarín que jugaba mejor al fútbol que el Cabezón Carlitos. Esta franja se embarraba fácil por la ansiedad del arroyo de abajo, que estaba más cerca de su desembocadura en el Río de la Plata. En el barro armábamos partidos de rugby con una pelota ahuevada de tan descocida.
Crecimos con la ciudad, y hoy ni nos conocemos. |