Elías es mi amigo, buen tipo, soñador empedernido, divino emprendedor de causas perdidas. Ha montado obras de teatro en salas barriales con tal de que no las cerraran para siempre; fundó revistas de cultura que poco tiempo después, fundió; llegó a poner un barcito en Almagro para tomar café y leer algunos de los libros seleccionados de su vasta biblioteca personal. Pero después, algunos meses después, lo tuvo que cerrar porque le costaba cobrarles a los amigos, que a su vez les costaba poco llevarse prestado los libros.
Es tan crédulo, Elías, que le gusta apostar, también, porque cree que el azar existe y que siempre va a estar del lado del más bueno. Así ha perdido infinidad de apuestas, y las pocas veces que ganó no le pagaron o hasta ni quiso cobrar. Como le pasó esta vez. Me contó el otro día, por teléfono, que se le ocurrió ir al hipódromo de Palermo con su hija Lucía, que tiene 8 años. Heredó de su viejo cierta pasión por el turf. Yo lo interrumpí y le dije que al menos tan temprano no le pasara su amor por los burros a sus hijos, y no podía creer que se pudiera ir con menores a las carreras de caballos.
Pero me enteré que ahora las puertas del hipódromo están abiertas a todas las edades. Es decir que el nene/a deben ver asombrados cómo el mayor, sea el padre, la madre, tutor, encargado, tío o tía, apuesta dinero por el triunfo de un caballo sobre otros, que nada se parecen al pequeño pony o al caballito de madera de los primeros años.
Caballos que el nene/a verán correr como desaforados, golpeados con látigos por pequeños hombres que los montan, a los que sus mayores alentarán con la vena explotándoles en el cuello y se abrazarán si el equino elegido llega primero al disco, y el nene/a pensará que sonará una linda canción, pero sólo se tratará de la línea de llegada.
Todo eso le dije a mi amigo Elías para que tomara conciencia que no es un buen lugar para llevar a su hija. Noté que Elías se quedada en silencio, parecía sollozar. Con la voz entrecortada me susurró que yo tenía razón, que se sentía deshecho. Bueno, traté de calmarlo, tampoco es para que te pongas así… Es que me pasó el colmo, te juro que no vuelvo a jugar. Te cuento: en el vareo de la cuarta carrera, me gustó un portillo debutante llamado Santillano. Le jugué unos boletos. La carrera era en la recta, mil metros. Largaron y Santillano venía a la expectativa, prendido en el pelotón de arriba, pero promediando los 500 metros apareció con todo por los palos uno de los favoritos, Riberino. Me llamó la atención cómo le venía dando con la fusta su jockey, Facundo Coria. Riberino pasó al frente en los últimos 200 metros con un galope desesperado, despatarrado, que me llamó la atención. Coría le seguía dando... Santillano estaba prendido, y cuando parecía que ganaba Riberino....
Elías se quedó en silencio. Ahora lloraba. Pero qué pasa , hermano, me sobresalté. No, no me lo vas a creer. Ahí nomás del disco, Riberino se rompió una pata, lo tiró a la mierda a Coría y se fue rengueando, dando unos saltos de dolor que rompían el alma.
Ganó el mío, Santillano, que llegaba segundo y lo pasó al lastimado en la raya. Se metieron unos veterinarios a la pista, y ahí nomás le pegaron un tiro al potrillito Riberino. Con Lucía nos abrazamos, y me dijo que no vale la pena ganar. Me fui sin cobrar. |