La conmemoración del 20 aniversario de los aberrantes atentados contra el World Trade Center está atravesada por un clima de derrota. Afganistán, donde todo empezó, está nuevamente gobernado por los talibán que en apenas una semana se hicieron del control del país ocupado por Estados Unidos y la OTAN durante dos décadas. La imagen humillante de la retirada norteamericana de Afganistán, y de miles de afganos que habían colaborado con occidente desesperados por huir del país, acompañará como la sombra al cuerpo al presidente Joe Biden. Como si fuera poco, las tropas norteamericanas fueron despedidas con un atentado suicida en el aeropuerto de Kabul reivindicado por el Estado Islámico de Khorasan (ISIS-K) en el que murieron 13 soldados estadounidense y más de 100 civiles afganos.
En el plano interno, este nuevo aniversario redondo del 11S está dominado por una renovada polarización política. Los republicanos –y en particular el ala trumpista– han vuelto a la ofensiva, convencidos de haber encontrado más rápido de lo esperado el talón de Aquiles del presidente Biden. La frase más repetida en los medios conservadores es que Biden “aspiraba a ser Roosevelt y terminó como Jimmy Carter”, en referencia a la crisis de los rehenes en la embajada norteamericana en Irán en 1979. No importa siquiera que haya sido el ex presidente Donald Trump el que firmó las coordenadas de la derrota de Estados Unidos en las negociaciones con los talibán en Doha en febrero de 2020.
El presidente Biden está tratando de dar vuelta la página para volver a la agenda doméstica, en particular dar inicio a los planes de infraestructura y evitar que una nueva ola de la pandemia ponga en cuestión la recuperación económica, de la que en gran medida depende su éxito. Pero por ahora no logra restablecer el clima de luna miel de los primeros seis meses de su presidencia. Su popularidad sigue en baja y sus últimas medidas, como la vacunación obligatoria contra el Covid 19 para los empleados públicos federales, despiertan resistencias y le dan argumentos “libertarios” a los grupos de extrema derecha antivacunas.
Según una encuesta de Washington Post-ABC News, el final estrepitoso de las “guerras interminables” y el acecho de una nueva ola de la pandemia del coronavirus, alimenta un clima de pasiones tristes: un 46% y un 50% de los encuestados respondió respectivamente que los atentados del 11S y la pandemia del coronavirus habían cambiado para peor al país.
En el próximo período veremos hasta dónde la foto del retiro catastrófico de Afganistán condiciona la película, sobre todo si tendrá una influencia negativa para los demócratas en las elecciones de medio término del año próximo. Y sobre todo, cuál es el significado estratégico de la derrota de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo, cuando se prepara para un escenario de competencia y conflicto entre grandes potencias, en primer lugar con China, seguida por Rusia y otras potencias regionales menores pero con ambiciones como Irán e incluso Turquía.
EL 11S y el fin del “momento unipolar”
Si según el historiador Eric Hobsbwam la caída de la Unión Soviética puso fin al “corto siglo XX”, los atentados terroristas del 11S anunciaron el fin del ciclo corto de la “hiperpotencia norteamericana”, definitivamente sepultado por un acontecimiento de similar magnitud aunque en otro registro: la crisis capitalista de 2007 y la Gran Recesión que le siguió.
El llamado “momento unipolar” por las usinas neoconservadoras fue un período excepcional de dominio indiscutido de Estados Unidos tras la desaparición en la escena política de la Unión Soviética. La década de 1990 fue la del espejismo de un poderío norteamericano sin límites: Estados Unidos había triunfado en la Guerra Fría. Y en la primera guerra del Golfo de 1991, bajo la presidencia de George Bush (padre) había hecho ostentación de un imponente potencial militar, desarrollado post Vietnam durante los años de Reagan. Sin enemigos ni amenazas a la vista de la talla de la ex URSS, los dos pilares de la hegemonía norteamericana –el dólar y el Pentágono– parecían lo suficientemente sólidos para soportar el peso de un “nuevo siglo americano”.
La expresión máxima de este triunfalismo fue la tristemente célebre formulación del “fin de la historia” de Francis Fukuyama, un intelectual del círculo de Leo Strauss, que se valía nada menos que de la filosofía de la historia hegeliana para darle justificación ideológica al dominio universal de “occidente”, es decir, de Estados Unidos: la fórmula de la democracia burguesa más el liberalismo económico era el último objeto del deseo.
Sin embargo, en el supuesto cénit de su hegemonía ya se perfilaba una suerte de desconcierto estratégico de la principal potencia imperialista. La Unión Soviética, el enemigo que había ordenado los campos geopolíticos y militares durante los últimos 50 años, ya no existía. Y no había reemplazo para la Gran Estrategia de contención, formulada por George Kennan en 1946, que había sido política de estado durante la Guerra Fría más allá de las oscilaciones entre “aislacionistas” e “intervencionistas” de las administraciones republicanas y demócratas que se alternaban en la Casa Blanca.
La primera guerra del Golfo contra Irak, conducida y ganada por Bush padre, entraba dentro de la racionalidad “realista” de la política exterior y militar imperialista guiada por el interés nacional. Después de todo Saddam Hussein había aprovechado el momento de confusión para tratar de quedarse con Kuwait y su petróleo, lo que sin dudas afectaba intereses estratégicos de Estados Unidos y sus aliados –como Arabia Saudita– en la región.
Las posteriores presidencias de Bill Clinton inauguraron lo que se llamó el “intervencionismo liberal”. Este era un nuevo tipo de ¿guerra? asimétrica justificada con razones “humanitarias” que se volvió doctrina en el establishment demócrata. El ejemplo paradigmático de estas intervenciones militares noventistas fue la guerra de Kosovo, donde Estados Unidos no tenía intereses nacionales pero sí dos objetivos geopolíticos: el primero, mostrarse como la “nación indispensable” ante la impotencia de los aliados europeos para contener el desmembramiento de los países balcánicos. El segundo, y quizás más importante, extender la OTAN hacia las fronteras de Rusia como parte de una política de hostilidad manifiesta. Sin embargo, el balance es contradictorio, ya que otras intervenciones de este tipo, como la de Somalia, terminaron en un ruinoso fiasco para la potencia americana.
Las consecuencias de la “guerra contra el terrorismo”
Tras los atentados terroristas contra las torres gemelas, el presidente republicano George W. Bush adoptó la estrategia de la “guerra contra el terrorismo” ideada por los neoconservadores, que si bien provenían del ámbito académico, tenían representantes en puestos clave de la administración republicana, como el vicepresidente Dick Cheney. Consistía en superar con una estrategia unilateral y basada en el poderío militar, la declinación del imperialismo norteamericano cuya vulnerabilidad había quedado expuesta ante los ojos del mundo.
Si bien 19 de los atacantes del 11S provenían de Arabia Saudita (que según documentos clasificados jugó un rol importante en la planificación de los atentados terroristas), Estados Unidos le declaró la guerra a Afganistán porque era donde se refugiaba Osama Bin Laden y donde tenía sus campos de entrenamiento Al Qaeda.
La guerra de Afganistán, conocida como Operación Libertad Duradera, contó al inicio con gran legitimidad internacional y un fuerte apoyo interno dado por los propios atentados terroristas. Pero tras haber expulsado a los talibán del poder en octubre de 2001, Estados Unidos decidió extender la ocupación de Afganistán y amplió los objetivos hacia la “construcción nacional” y posteriormente la “contrainsurgencia”.
La “guerra contra el terrorismo” mutó en la llamada “guerra preventiva” por la que Estados Unidos se arrogaba el derecho de atacar militarmente en forma anticipada a gobiernos percibidos como enemigos, e imponer un “cambio de régimen”.
Dentro de esta lógica se inscribe la guerra de elección de Estados Unidos contra Irak en 2003, que a diferencia de Afganistán solo fue acompañada por un puñado de aliados incondicionales como el Reino Unido. El régimen de Saddam Hussein era una dictadura detestable pero no había ninguna conexión entre su gobierno y los ataques terroristas. Ni tampoco con Al Qaeda. El casus belli fue una fake news: que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva.
Las “guerras gemelas” de Irak y Afganistán construyeron un consenso bipartidista que liquidó la oscilación tradicional entre los sectores “aislacionistas” e intervencionistas del establishment republicano y demócrata. Obama ganó la presidencia con la promesa de poner fin a las “guerras eternas” pero terminó aumentando la presencia militar en Afganistán a pesar de que en 2011, gracias a la inteligencia de Pakistán, logró asesinar a Bin Laden. Bajo su presidencia llegó a haber 100.000 soldados norteamericanos en suelo afgano. Y extendió la “guerra contra el terrorismo” a otros países como Yemen, Libia y Siria.
La guerra de Irak era parte de la estrategia neoconservadora de “rediseñar el mapa del Medio Oriente”. Y sin dudas redistribuyó el poder regional pero no en el sentido en el que habían imaginado los neoconservadores. El principal efecto colateral del derrocamiento de Saddam Hussein fue el fortalecimiento de Irán que pasó de tener un enemigo a tener un gobierno aliado en Irak, que respondía a sus ambiciones regionales.
Una consecuencia derivada de la anterior y que aún sobredetermina el tablero geopolítico en el Medio Oriente es la guerra fría entre Arabia Saudita e Irán –como expresión estatal de la guerra civil intra islámica entre sunitas y shiitas– que llevó a la guerra de Yemen.
Desde el punto de vista del objetivo explícito de “combatir al terrorismo”, fue un multiplicador de variantes islamistas extremas, que tuvo su expresión más aberrante–al menos hasta ahora– en el surgimiento del Estado Islámico (Daesh) que en el momento de ascenso estableció un califato en parte del territorio de Irak y Siria.
Sería una simplificación decir que Estados Unidos creó al Estado Islámico, lo mismo que decir que creó en su momento a los “mujaidines” que combatieron contra la Unión Soviética en Afganistán en la década de 1980. Pero no cabe ninguna duda que la ocupación norteamericana y el recalentamiento del enfrentamiento entre shiitas y sunitas sumaron combatientes a las filas del ISIS, que a la vez resultó ser una herramienta para distintas causas reaccionarias, como el combate de Turquía contra los kurdos en Siria, o la liquidación de las tendencias más progresivas surgidas de los levantamientos de la “primavera árabe”.
Este resurgimiento del terrorismo islámico y la transformación de estados como Libia y Siria en “estados fallidos” derramaron hacia Europa bajo la forma de atentados terroristas aberrantes, reivindicados por franquicias del ISIS. Muchos combatientes internacionales del ISIS provenían de países europeos, donde se ha desarrollado una brutal islamofobia. Además de las oleadas de refugiados que huyen de las guerras imperialistas o las guerras civiles reaccionarias alentadas por potencias regionales.
El Estado Islámico fue derrotado en Siria e Irak y su califato ya no existe. Pero eso no significa que no pueda volver a actuar como mostró el atentado en Kabul en plena retirada norteamericana.
Los efectos duraderos del 11S
En su libro Reign of Terror: How the 9/11 Era Destabilized America and Produced Trump, publicado en agosto de 2021, el periodista Spencer Akcerman (quien recibió el premio Pulitzer por su trabajo en The Guardian sobre el informe de Edward Snowden) sostiene que el “fenómeno Trump” es un producto directo de la “guerra contra el terrorismo”. Según Ackerman el famoso “America First” que suponía poner en primer lugar el interés nacional norteamericano, no es una ruptura como podría parecer sino la conclusión lógica de la era del 11S. Y antes de Trump, Obama que buscó una versión “sostenible” de la “guerra contra el terrorismo”.
La explicación del trumpismo solo por las consecuencias del 11S parece un ejercicio reduccionista. La crisis capitalista de 2007, la polarización social y política y el agotamiento de la hegemonía neoliberal han jugado su parte. Sin embargo, hay un elemento de continuidad que hace interesante el argumento de Ackerman: que Trump comprendió el metamensaje (el “subtexto grotesco” según su expresión) que llevaba implícito la “guerra contra el terrorismo”: la percepción de los “no blancos” –musulmanes y más en general inmigrantes– como una amenaza hostil.
Esto explicaría entre otras cosas, el fenómeno persistente del terrorismo de extrema derecha de ciudadanos norteamericanos radicalizados por teorías conspirativas como las de “gran reemplazo” de la población blanca y sus valores por las comunidades inmigrantes. Y que la principal amenaza viene en realidad del “aparato contraterrorista” del propio estado.
El otro elemento que señala Ackerman es que el 11S alimentó un “excepcionalismo” recargado por parte del imperialismo norteamericano que distorsionó el impacto geopolítico de la sobreextensión imperial en el plano interno, y la resistencia en el plano doméstico ante el ataque a las libertades democráticas y el reforzamiento de un estado hiper vigilante.
Sin dudas, por sus objetivos ambiciosos, el fracaso de la “guerra contra el terrorismo” lejos de proyectar poder hacia el resto del mundo, dejó expuesta la “sobreextensión” de Estados Unidos. En su libro Auge y caída de las grandes potencias (1987), el historiador británico Paul Kennedy, analizando el poderío norteamericano en comparación con el británico y las potencias hegemónicas que lo precedieron, sostenía que hay una relación necesaria entre la fortaleza económica y el dominio de una gran potencia, ya que junto con el poderío militar eran los aspectos centrales para influir de manera decisiva en los asuntos mundiales. Su conclusión era que el liderazgo de Estados Unidos enfrentaba el peligro documentado por los historiadores que había sellado el auge y caída de las grandes potencias precedentes y que llamaba “excesiva extensión imperial”. Esto quería decir que la suma de sus intereses y obligaciones internacionales excedía su capacidad para sostenerlos. En un ensayo publicado en el semanario The Economist, a propósito del final de la “guerra contra el terrorismo” la declinación norteamericana y el ascenso de China, Kennedy sostiene que hay cambios estructurales que ponen en cuestión la posición de liderazgo de Estados Unidos: la emergencia de potencias competidoras que plantean una redistribución del poder mundial; la competencia económica por parte de China y su relativo avance militar.
En un sentido, la “guerra contra el terrorismo” terminó antes de la retirada de Afganistán, cuando la administración Trump (y luego el congreso) adoptó la nueva Estrategia de Defensa Nacional que puso como prioridad la “competencia interestatal” y la preparación para el conflicto a largo plazo, entre grandes potencias. En ese documento, las amenazas para la “seguridad nacional” vienen de las denominadas “potencias revisionistas” –China y Rusia en primer lugar, seguidas por Corea del Norte e Irán– que intentan “revisar” el orden establecido por Estados Unidos luego de la Guerra Fría. Están en contra pero no tienen la fuerza suficiente para enfrentarlo de conjunto. Por eso disputan a nivel regional, donde el liderazgo norteamericano ha mostrado sus debilidades.
Esta razón de estado del imperialismo norteamericano de contener el ascenso de China, y evitar la consolidación de su alianza pragmática con Rusia, en última instancia explica los aspectos de continuidad entre Trump y Biden que subsisten más allá de las diferencias obvias y del intento de la actual administración de recomponer el “multilateralismo” dañado durante los cuatro años de nacionalismo trumpista.
En 1936, León Trotsky, reflexionaba sobre las consecuencias para Estados Unidos de haberse elevado a la posición de “potencia imperialista dirigente del mundo” en una época histórica de declinación capitalista. Su conclusión era que al haber extendido “su poderío por todo el mundo, el capitalismo de EE.UU. introduce en sus propios fundamentos la inestabilidad del sistema capitalista mundial” y que, por lo tanto, “la economía y la política de EE.UU. depende de las crisis, las guerras y las revoluciones en todas partes del mundo”. Aunque en condiciones diferentes a las de la década de 1930, es esa relación que le da el carácter cada vez más convulsivo a los escenarios que se abren.
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