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2001, un oxígeno adecuado para que un país se interese por su literatura

ENTREVISTA: ELSA DRUCAROFF

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2001, un oxígeno adecuado para que un país se interese por su literatura

Ariane Díaz

Celeste Murillo

Ideas de Izquierda

Entrevistamos a la escritora y crítica Elsa Drucaroff sobre su libro Los prisioneros de la torre, donde ha analizado los tonos, estilos y temas que recorren a las nuevas generaciones de narradores argentinos de la pos dictadura en su contexto histórico, social y político.

Hace varios años se discute la existencia o no de una “nueva narrativa argentina” o, como vos la llamás, de una nueva generación de “narradores de pos dictadura”. ¿Se escribe más en las últimas décadas o tienen más visibilidad porque se edita y comenta más?

Creo que tiene más visibilidad. Por un lado, hay una facilidad tecnológica muy grande para que la gente que escribe pueda dar a conocer lo que hace: están las redes, los blogs. Y por otro lado, hay otra visibilidad que tiene que ver con el 2001… Siempre me acuerdo de un momento el 20 de diciembre a la mañana –yo había estado en la plaza el 19–: un movilero le pregunta a una señora “¿Y por qué está acá, qué es lo que quieren?”. Y la señora dice: “No sé, no sé, este es un momento en que los argentinos nos estamos pensando”. Me parece que después del 2001, 2002, 2003, el kirchnerismo no solo no obturó esto, sino que lo alentó de alguna manera, no por sus intenciones explícitas o conscientes, sino por las cosas que trajo de revisión de los ‘90 y de la dictadura, los desaparecidos, la lucha armada, etc. A partir del 2001 se abre cada vez más un oxígeno adecuado para que un país se interese por su literatura. Yo creo que eso ayudó a visibilizar, eso ayudó a que hubiera generaciones jóvenes pos 2001 y veintiañeros, sobre todo veinteañeros de ese momento, que armaran una movida real. Te encontrabas con estudiantes de Letras, pero mucha gente que no pasaba por la Universidad, era una movida interclase social, intergeneracional, y con una mezcla fuerte de extracciones. Por el lado de la extracción académica había de Sociología, de Letras, de Comunicación social –la revista Mil mamuts nace en las aulas de Comunicación–. Esta gente quería visibilizarse, hizo cosas para consagrarse, para publicar. Yo creo que siempre se debe haber escrito mucho; cuando mirás para atrás en la época más oscura, ves una cantidad de gente con manuscritos sin publicar.

En tu libro glosás y criticás a la vez a José Ortega y Gasset por su definición de lo generacional. ¿Qué es lo que te pareció sugerente de su imagen de “prisioneros de una torre”, que usaste para el título?

Me gustó la metáfora. Detesto a Ortega, pero la metáfora está buena. Yo soy ecléctica, realmente creo que el trabajo intelectual es aluvional, donde uno toma las herramientas que le sirven. Ortega es muy deshonesto intelectualmente: si leen la conferencia sobre Galileo Galilei donde está todo el desarrollo del llamado método generacional, hay afanos directos a Marx sin citarlo. Pero está buena la metáfora de una torre humana. Hay una cosa que toma muy bien: la idea de que si bien las generaciones son diferentes y compiten entre sí, y no es armónico el sucederse en el mundo y en el protagonismo de la historia de las generaciones, hay simultaneidades que no se pueden evitar. La torre humana –realmente los de arriba se apoyan en los de abajo y solamente existen porque están los de abajo–, me parece una idea sumamente interesante, porque arma la temporalidad en la idea de la sucesión, pero también arma la simultaneidad, porque la torre es una gestalt donde cada cuerpo cumple una función, entonces impide que un joven que está en pleno ataque maravilloso de “me bebo el horizonte y soy el protagonista de esta historia y soy el nuevo que viene a hacer todo” se olvide de que si está ahí hablando es porque hay hombros en donde está parado. Yo creo que Los prisioneros de la torre es un poco una autobiografía encubierta o una autobiografía en términos intelectuales. Cuando leí a Ortega, la metáfora de la torre a mi me impresionó mucho porque dije: “Claro, yo estaba arriba sin darme cuenta de que tenía las patas arriba de los hombros de mis viejos”. Era como que no tenía nada que agradecerles, como decirles “Yo miro el horizonte y ustedes están ahí abajo como tarados”. En cambio los que vinieron después, tuve la sensación, debían sentir los puños de los de abajo sosteniéndoles los tobillos, tirando para abajo. Los de abajo se tambalean, y los de arriba ven un desierto espantoso, o lo único que ves es bruma, como el fotograma final de esa película de los Coen, A serious man, donde hay una polvareda espantosa que viene… Bueno, eso es lo que veían los de arriba, agarrados como si fuera plomo, de un piso que eran los hombros de tipos que estaban atravesados por la culpa, por el miedo, por el dolor, por la derrota…

En los ‘90 el panorama era sombrío, sin una perspectiva de transformación, como en los años ‘70… Y la referencia a ese momento era más bien oscura.

Eso es fundamental, eso es una clave de Los prisioneros…: que no se podía ver atrás de 1976. Los años ‘70 era la picana eléctrica, no era la lucha armada, no eran las organizaciones gremiales, no era la lucha fabril, no eran las discusiones en el trotskismo, entre el peronismo y la izquierda. El mundo empezaba con la picana eléctrica y estaban los ángeles buenos, los jóvenes idealistas que habían caído, los corruptos guerrilleros que habían sobrevivido, y listo. La violencia y un horror del cual nadie entendía nada. Hay novelas que representan eso: la novela de Ignacio Apolo [Memoria falsa] empieza diciendo “El mundo tiene 20 años”. La novela de 1996, y el pibe que habla ni siquiera sabe que lo que está diciendo es un problema político. O si agarrás esos cuentos de Patricia Suárez que tienen una sensación de desrealidad, escenarios que parecen prendidos con alfileres, cosas que pasan y nadie sabe por qué pasan. El pasado ese no se podía ver. Por eso digo que el kirchnerismo habilitó: con todas las cosas que uno puede discutir, el kirchnerismo permitió que ese pasado tuviera un nombre, se discutiera. Hoy vas a una librería y ves una mesa toda llena del tema guerrilla, derechos humanos, años ‘70, hay muchos testimonios, de la derecha y de la izquierda, de guerrilleros que sobrevivieron, de periodistas que la vivieron, que no la vivieron, de jóvenes que se burlan, que se ríen, de todo el mundo…

El período abierto con el 2001 plantea la masificación de una lectura distinta sobre la dictadura, pero antes del kirchnerismo, incluso en esos difíciles años ‘90, aunque era menos masivo, la izquierda que como referencia política era más pequeña comparada con la actualidad, resistió en ese panorama y planteó su punto de vista. Parte de eso persiste: que el golpe tuvo un claro blanco en la clase obrera, por ejemplo, es algo que planteó la izquierda…

Eso sucedió, por supuesto. Alejandro Horowicz, mi marido, escribió sobre esos temas en 1989, 1990. Hubo posiciones de izquierda, pero era un pequeño grupo, y no tenía repercusión ni hegemonía.

Hubo un momento donde se empieza a percibir algo: la marcha de los 20 años del golpe, por ejemplo, fue muy grande. Estábamos en medio de los ‘90, pero algo pasaba. Salió por esos años La voluntad de Anguita y Caparrós, HIJOS empieza a hablar de sus padres…

Sí, por supuesto, algo empezaba. HIJOS son los primeros en decir “Nuestros padres no eran inocentes”… Es verdad eso que dicen, en los años ‘90 había algo que iba naciendo, aunque no conseguían la hegemonía.

Creo que 2001 dio el espacio, y por la crisis política y su desarrollo, por ese corrimiento a izquierda, es que el Estado tomó parte de ese discurso…

Sí, estoy de acuerdo.

Volviendo al libro. Estas nuevas generaciones, ¿se reducirían a la narrativa? ¿No hay más poesía, ensayo o crítica?

En poesía había muchísimo, también. De crítica hay menos porque para poder escribir un ensayo, tomar posiciones en la crítica, había que poder tomar un protagonismo generacional que estas generaciones posdesaparecidos tardaron mucho tiempo en tomar. Había que poder tener una posición propia que no fuera la posición de esos fantasmas culpabilizantes de la militancia asesinada. Había que decir: “Como generación yo vuelvo a mirar, hablo con mi propia voz”. Acuérdense que uno de los primeros textos artísticos que hace eso con mucha visibilidad, que es Los rubios de Albertina Carri, recibe ataques feroces. Si ahora leés Diario de una princesa montonera, que es un texto super interesante, tiene una mirada muy propia, muy intempestiva respecto al tema derechos humanos, y dicho por una persona personalmente afectada; y no es para nada una mirada de derecha, pero es una mirada propia que evidentemente no gusta al discurso oficial. Pero por ese libro, hace 15 años, se hubieran atrevido a decirle cualquier cosa.

En el libro distinguís dos generaciones pos dictadura, ¿qué las diferenciaría, a pesar de estar marcadas por ese núcleo común?

Una muy importante es la autoconciencia generacional, realmente la segunda generación fue capaz de considerarse una generación. Técnicamente, el sociólogo alemán Karl Mannheim dice que sin autoconciencia no hay generación, que si la gente de una generación no puede mirarse entre ellas y reconocer que están afectados por problemas históricos y políticos comunes, que han sido marcados por acontecimientos comunes, y están parados con una cierta actitud subjetiva, que permite una cierta relación entre ellos y una cierta hermandad, que están en este mundo para hacer alguna tarea, sin ese momento de conciencia para sí, como hubiera dicho Marx, no hay una generación. La primera generación de pos dictadura no tuvo eso, por eso yo digo en Los prisioneros… que la dibujo yo, les digo: “Ustedes son una generación, háganse cargo”. En realidad hay un poquito de eso alrededor de la movida marketinera de Biblioteca del Sur hubo, algún atisbo de eso en reportajes al joven Marcelo Figueras, al joven Rodrigo Fresán, pero no cuajó, empezó a cuajar. Hoy la gente de la generación de ustedes reconoce que se nutrió de esos libros y se sintió interpelada por esos libros, y yo creo que son buenos libros, libros que interpelaban: había algo nuevo ahí y los pibes lo reconocían, pero no llegó a cuajar, no había espacio político. Los adultos fueron filicidas. David Viñas les escribía contratapas en contra, explicando que eran todos unos conchetos apolíticos, cuando era gente desgarrada por su pasado. Entonces esa generación no llegó a tomar la actitud de autoconciencia que tomó la segunda. La segunda, la que hizo el 2001, es la que dice “Nosotros”, y es la que yo creo que me interpela para que escriba.

Después hay algunas diferencias estéticas pequeñas: creo que la segunda generación se sintió más libre creativamente, y además le tocó un momento con cierta perspectiva, con cierta posibilidad o sensación de que tenía sentido incidir; eso los llevó a ser más activos. Después del 2001 aparecen más tramas activas, con movimiento; no digo que antes no haya habido, ni que después no haya habido otras más quietas, pero hay más tendencia al super policial, por ejemplo.

Y aparecen más escritores plebeyos, más escritores que tienen orígenes sociales muy humildes. Lo que hace que un [Washington] Cucurto deja de ser una excepción, empieza a haber muchos escritores y escritoras de origen pobre, que nacieron en una villa o enfrente de una villa o al lado de una villa.

En el libro criticás a las instituciones de la crítica, como la Academia o los suplementos culturales. Incluso hablás de una “crítica patovica”. ¿Eso sigue siendo así o cambió en estos últimos años?

Cuando yo hablo de crítica patovica me refiero a una crítica que tiene como único objetivo expulsar del ámbito de la literatura a una obra. Yo creo que toda obra por estar escrita es una obra literaria. Y creo que es muy desagradable, y es una actitud de clase, utilizar la especialización crítica para decir “Esto no es literatura, esto sí es literatura”.

Yo creo que lo más interesante de la crítica es leer significaciones. Eso no significa que no haya gustos. Yo, de hecho, digo las cosas que me gustan y las que no. Lo que no tiene derecho el crítico es a hacer de eso una razón última ni una verdad revelada, y a lo que mucho menos tiene derecho es a hacer que el objetivo de su crítica sea decir que algo no le gusta. Una crítica literaria es interesante cuando da razones, y las razones tienen que ser textuales. Doy siempre el mismo ejemplo: a Lukács no le gustaba Kafka, sin embargo es un gran lector de Kafka. Lo que él lee en Kafka está ahí: la alienación burguesa, por supuesto. A Viñas no le gustaban un montón de textos, y lo más grandioso que tiene son sus porqués, son grandes lecturas textuales. Algunos textos de Beatriz Sarlo son ejemplo de esa crítica; crítica que no tiene una interpretación de significaciones, sino que dice con tonos distintos y palabras difíciles “esto es malo, esto está mal escrito”.

Creo además que hay otra razón para no “jugarse” por el gusto. A mí no me gusta César Aira y lo voy a seguir defendiendo. Pero hay algo que como crítica me parece imposible negar: Aira le abrió a las nuevas generaciones una veta creativa que la “generación de militancia” le cerraba. No creo que un libro como Los topos de Félix Bruzzone se hubiera escrito sin César Aira, o cierta entonación derivativa de textos de Patricia Suárez, que me encanta, no estaría sin Aira… César Aira tiene un lugar en la literatura argentina, me guste a mí o no me guste. Un gran cuentista, Julio Cortázar, ha hecho estragos en la literatura argentina: todo escritor que ha tratado de seguir la senda de Cortázar ha hecho porquerías imitativas… Por eso creo que aferrarse a lo bueno y lo malo es un gesto oligárquico, ni siquiera aristocrático, porque es decir “Como yo tengo conocimientos de la teoría literaria estoy por encima de vos, pobre imbécil lector”…

Después hay otra cosa que hay que pensar, que es qué significa ser bueno o ser malo, cuando la crítica se ha equivocado dos millones de veces. Por ejemplo, la crítica se ha burlado por marketinero y comercial de Dickens, y después ha tenido que recular en chancletas. La crítica hoy despreciaría los cuentos policiales de Rodolfo Walsh, si no fuera porque está desaparecido…

Entre las características que planteás de estas nuevas generaciones, una es dejar de tratar el problema de género como un tema íntimo para considerarlo también político, e incluso señalás que algo de una pulsión utópica late en ese tratamiento. ¿Es un cambio en temáticas y perfiles de las narradoras, de los narradores, o de ambos?

Lo veo más en escritoras, pero hay muchos escritores que también. Quedan algunos escritores que mantienen una posición que no tiene nada nuevo y es estereotipada alrededor del género, pero son pocos. En general hay un trabajo de reformulación de las identidades de género muy interesante. Para dar un ejemplo: en Los topos de Bruzzone aparece una historia de amor entre el protagonista y una travesti; no creo que eso pueda leerse en términos de reformulación de roles de género porque la travesti es casi alegórica respecto de los conflictos de identidad de un hijo de desaparecidos. Es una figura que se carga de significaciones, que no son de política de género. Sin embargo, es muy interesante que esto pueda pasar. Antes, en una lectura, era tan fuerte que un tipo se enamorara de una travesti que eso hubiera obturado todo; hoy está tanto más naturalizado que se puede ir más allá. El tema no es que es travesti, o sí, pero es un dato que se carga de significaciones que van más allá de ser travesti.

Yo creo que la politización de las relaciones de género no es siempre consciente. En muchos escritores y escritoras sale sola. Hace a una especie de sensación del orden de los géneros, hoy hay conciencia. Hoy decir “lo personal es político” no es una novedad. No necesitamos ni ser feministas siquiera para ver eso, sobre todo en grandes grupos urbanos. Estaba leyendo una novela negra de Marcos Herrera, La mitad mejor, donde los personajes femeninos están fuera de cualquier estereotipo. Una es la puta, la otra es la madama, la otra es la mujer golpeada, y sin embargo están afuera de cualquier estereotipo. Es que ya no es verosímil si no.

Ya con unos 4 años pasados desde la edición del libro, ¿revisarías alguna de las hipótesis allí plasmadas?

Creo que las líneas literarias que planteo más o menos se mantuvieron, también creo que aparecieron nuevas. Ya el día de la presentación dije que tenía la sensación de que empezaba a quedar viejo. Hay algo que yo hoy cuestionaría, porque no sé si se mantiene tan a rajatablas hacia el futuro, que es la caracterización posdictadura. No sé si estamos en la posdictadura ya… Yo creo que han pasado muchas cosas, y que al volverse la predictadura un espacio histórico, como cualquiera, que se puede investigar y leer… al hacerse cargo el Estado, con vacilaciones, con Milani de por medio, aun con todo eso, me parece que hay algo del trauma que empieza a resolverse. Aunque todavía hay libros que están marcando eso, que se escriben dentro de esas líneas, también hay otra literatura que se escribe fuera de muchas de las líneas que yo planteo en Los prisioneros...

Quizás sigue presente porque hay pocos juicios, pero recién fueron sobreseídos civiles como Blaquier. Esa obturación, cuando se dice que ahora sí hay juicios, quizás hace que la impunidad sea más notoria. También está la impunidad de los casos de gatillo fácil, que para la generación más joven es un problema propio…

Por supuesto, tenemos los nuevos desaparecidos como Luciano Arruga…

¿No te parece que el 2001 juega en esa ruptura más que lo que hizo el Estado?

Absolutamente, el 2001 juega un rol muy importante, pero también el kirchnerismo. El kirchnerismo no hubiera existido sin el 2001…

Volviendo a qué cambió desde la publicación del libro. Lo que no continuó fue el espíritu colaborativo del movimiento. La visibilización y la consagración de algunos, consagraciones en muchos casos muy justas, volvió a producir lógicas de aislamiento, de camándula y de competencia, que no es que antes no existía, pero no era lo hegemónico. La mística del movimiento se terminó. Hay alguna gente que intenta mantenerlo muy saludablemente, queda algo de eso pero muy poco.

Entrevistaron: Ariane Díaz y Celeste Murillo


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Ariane Díaz

@arianediaztwt
Nació en Pcia. de Buenos Aires en 1977. Es licenciada en Letras y militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Compiló y prologó los libros Escritos filosóficos, de León Trotsky (2004), y El encuentro de Breton y Trotsky en México (2016). Es autora, con José Montes y Matías Maiello de ¿De qué hablamos cuando decimos socialismo? y escribió en el libro Constelaciones dialécticas. Tentativas sobre Walter Benjamin (2008), y escribe sobre teoría marxista y cultura.

Celeste Murillo

@rompe_teclas
Columnista de cultura y géneros en el programa de radio El Círculo Rojo.