Adam Nourou, joven de 18 años descendiente de emigrantes procedentes de las islas Comoras, colonia francesa en el Océano Índico, acaba de ganar el Goya al mejor actor revelación por su papel en "Adu", de Salvador Calvo, que también ha recibido el premio a la mejor dirección.
Domingo 7 de marzo de 2021
Al parecer, la idea de la película surgió durante el rodaje de su anterior trabajo, "1898. Los Últimos de Filipinas" en Canarias, cuando entró en contacto con la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), y conoció la historia de los niños que desarrolló en el guion de "Adu", aunque su trama no se limita a la odisea que sufren en su recorrido por del continente africano hasta los límites del "paraíso" europeo, sino que quiere abarcar, con un enfoque amplio, diferentes ángulos del problema migratorio, al contraponer la desgracia social y económica de África con la realidad de ese mundo que se halla más allá de la frontera que desean cruzar a toda costa.
Una realidad vista a través de un policía de Melilla y de un español que trabaja en una reserva de elefantes en Camerún, que recibe la visita de una hija adolescente bastante desorientada y que refleja bastante bien las enormes diferencias entre una mentalidad producto del "confort" de la sociedad de consumo, y la dureza de las condiciones de vida de personas que sólo han conocido la miseria y el maltrato producido por la explotación de aquellos países que les cierran sus puertas y de los que sale una "ayuda humanitaria" no solo insuficiente, sino también algo hipócrita.
El protector de los elefantes (Luis Tosar) no puede mantener su trabajo, al ser incapaz de enfrentarse al conflicto que implica elegir entre la vida de los animales y las necesidades primarias de la gente, mientras su hija toma el sol en la piscina del hotel. El policía no tiene menores preocupaciones, cuando muere un emigrante congoleño en un forcejeo mientras intentaba saltar la valla de Melilla, lo que ocasiona una investigación que pone en evidencia los terribles prejuicios que subyacen en las mentalidades más reaccionarias sobre la inmigración. Y, mientras tanto, un niño huye junto a su hermana mayor de su poblado en Camerún tras la muerte de su madre a manos de paramilitares, logrando colarse en el tren de aterrizaje de un avión que creen que vuela a París. En el trayecto, muere la hermana y el niño salta solo a la pista de aterrizaje del aeropuerto de Dakar. Es allí donde conoce al joven somalí, que, como él, inició otro periplo desde su país luchando por sobrevivir. Juntos intentarán buscar la forma de llegar a esa frontera mítica en Melilla, donde confluirán las vidas de todos. Una barrera en la que se agolpan miles de ilusiones perdidas, y que sólo se abre a algunos privilegiados. Un límite que se alarga por el mundo y separa la vida de la muerte tanto en Melilla como en Lampedusa, en el Egeo, en el río Grande o en islas del Pacífico como Nauru, convertidas en campos de concentración para intentar frenar la cada vez mayor "amenaza" de un mundo que hemos deshumanizado y expoliado hasta la médula en aras del "progreso".
La película expone de forma cruda no sólo la lucha por la vida de los africanos, sino un problema añadido tanto o más grave que ése (puesto que impide abordarlo de forma objetiva), que consiste en la internalización del prejuicio, la ignorancia y el racismo en la mentalidad occidental en general. Supongo que una pequeña lección de historia no nos vendrá mal para comprender por qué hacen falta este tipo de películas, a fin de sacar al público de su área de confort al menos por un rato: aquellos que vivieron los años anteriores a la Primera Guerra Mundial (los famosos tiempos de la "Belle Epoque" y su paz bismarckiana) ya fueron inoculados con el virus de la superioridad racial, mientras el colonialismo les servía en bandeja todos los placeres de la sociedad de consumo que ya se comenzaba a desarrollar. Durante mucho tiempo el Imperio Británico llevó a las escuelas, a los libros de texto, su visión de la expansión colonial como una misión civilizadora por la que se inducía a la idea de que lo que se hacía no era más que llevar el progreso a las colonias (recordemos el famoso poema de Rudyard Kipling, "La Carga del Hombre Blanco"). Cuando, tras la guerra del 14, todo esa construcción ideológica comienza a resquebrajarse, al abrirse la mentalidad europea a ideas más liberadoras debido al colapso de los grandes imperios, la revolución soviética, el desarrollo de derechos a las mujeres, y, sobre todo, a la crisis económica, todas esas ideas racistas que sostenían el colonialismo pasaron al fascismo que hoy campa por sus respetos en esta nueva crisis, en un intento de salvar al sistema de las consecuencias del viejo imperialismo, que, como bofetadas de realidad, nos devuelve la misma brutalidad de antaño.
Los antiguos imperios, hoy más devaluados, ven como sus acciones rebotan en su propia estructura interna, y luchan por no reconocer sus crímenes, no sólo del tiempo en que se vieron obligados a descolonizar, tras años de duras represiones, sino de un presente en el que la explotación humana y material continúa a niveles terribles. Las matanzas de Argelia por ejemplo fueron un tema tabú en Francia durante muchos años. Ahora, las consecuencias de ese conflicto se proyectan en su propio interior, y están logrando que se revise la historia de todo aquello, así como ocurre en Gran Bretaña, cuyo inspirador de la política imperialista, Cecil Rhodes, veía absolutamente necesario mantener el control colonial mediante la imposición de la superioridad racial y cultural para evitar y derivar los conflictos internos a las regiones dominadas.
Esta idea se ha mantenido en el tiempo, y hoy, en pleno neocolonialismo, vemos como, a pesar de los procesos de independencia de esas regiones, las antiguas metrópolis siguen manejando sus economías y manipulando sus gobiernos a través de grandes corporaciones multinacionales, que provocan la corrupción y el estancamiento de su desarrollo, con la pobreza y la emigración consecuentes. Es complicado que los pueblos europeos logremos reconocer nuestra responsabilidad en toda esta violencia, debido a la ignorancia y los prejuicios a que me refería antes, puesto que el nacionalismo, que sigue siendo la base ideológica que forma la base estructural de nuestros Estados, lo impide.
La misma idea de nación que incita al exterminio del enemigo en la guerra, y que sirvió como justificación del Holocausto, es la que igualmente determina la desigualdad entre ciudadanos con derechos y extranjeros indeseables, a los que se deshumaniza hasta llegar a convertirles en meros números en una estadística de muertes accidentales. Muertos sin nombre, desaparecidos en el mar o víctimas de la violencia represiva. Por eso no es extraño comparar esta situación con la de los miles de muertos sin nombre que hasta hoy ocupan las fosas comunes de nuestra Guerra Civil y la represión posterior, porque son el enemigo vencido y deshumanizado, el comunista, el homosexual, la mujer que se salió de su papel asignado, el negro que espera hasta la muerte tras la valla de Melilla o es apaleado y maltratado por neonazis. Esta es la cruda realidad. Por eso es necesario reivindicar sus nombres y su lucha, educando y reconstruyendo su historia. Sólo así podremos librarnos de la miseria mental que nos impide ver el mundo tal cual es, y, por eso, películas como "Adu" son imprescindibles.
Juan Argelina
Madrid, 1960. Es doctor en Historia por la Universidad Complutense en la especialidad de arqueología e historia antigua, profesor de secundaria, amante del cine, y colaborador de Izquierda Diario, Contrapunto y otras revistas especializadas.