Netflix estrenó el documental A la conquista del Congreso, que sigue la campaña de Alexandria Ocasio Cortez y su inesperada victoria contra un demócrata de trayectoria y bendecido por el establishment. ¿Una nueva Bernie Sanders? La crisis del bipartidismo en Estados Unidos, la bronca contra la casta política y la utopía de reformar el Partido Demócrata.
La primera semana de mayo, Netflix estrenó A la conquista del Congreso (Knock Down the House), un documental dirigido por Rachel Lears. Registra la campaña de elecciones primarias de 2018 de cuatro candidatas que enfrentaron al establishment del partido Demócrata en sus distritos. En 85 minutos, conocemos las historias personales y políticas de Cori Bush, Amy Vilela, Paula Jean Swearingen y Alexandria Ocasio Cortezn (conocida por sus iniciales AOC). El documental no se pregunta sobre la derrota de tres de las cuatro candidatas ni abre una reflexión sobre su significado. En cambio, elige destacar el triunfo de Ocasio Cortez, la bartender de 29 años que derrotó a Joseph Crowley, que hasta el año pasado se encontraba entre los primeros puestos de la línea de sucesión demócrata.
Redes sociales y política
La marca de las elecciones de medio término de 2018 fue sin dudas el ascenso de Ocasio Cortez y la derrota de Crowley en las primarias del distrito electoral 14 de Nueva York, que incluye Bronx y Queens, poblados mayoritariamente por minorías raciales sobrerrepresentadas en las estadísticas de pobreza, precariedad y encarcelamiento. Sin competencia republicana en el distrito, Crowley ocupaba su banca desde 1999 y llevaba 14 años sin internas. La plataforma de Ocasio Cortez no era un programa acabado antes de la campaña: incluyó demandas como salario mínimo de 15 dólares, seguro médico para todos y educación superior gratuita, y otras como “Abolir el ICE” (la policía migratoria) fueron introducidas por sus asesores y asesoras sobre la marcha. Su triunfo incomodó al establishment demócrata, aunque por ahora no se diferenció en votaciones decisivas o políticas centrales como el apoyo unánime a la injerencia imperialista en Venezuela, que ya puso en duda la “credencial” socialista que agita la derecha conservadora Fox News cinco de siete días por semana.
Tuitera intensa y una de las diputadas más conocidas del país, transmite en vivo sus días después del “trabajo” mientras se hace la comida y le habla de política a miles de jóvenes que sienten que “una de ellos” llegó a la política, alguien que, como dice su spot de campaña (uno de los más vistos), no “se supone que deba postularse a un cargo público”. Quizás lo que más inquieta a la cúpula del partido es la conexión que AOC establece con sus votantes y su manejo de las redes sociales (clave de las elecciones en los últimos años), que abre a “la gente común” el mundo de la política. Uno de los picos de su actividad en Instagram fue cuando llegó al Congreso y les mostró a sus seguidores-votantes cómo era ese lugar donde la mayoría de la población no entra; otro fue su primera intervención en el Congreso fue la transmisión más vista en la historia de la cadena C-Span, que televisa las sesiones parlamentarias desde 1979 (10 años antes de que naciera la diputada más joven de la historia de EE. UU.).
No me representan
No es una sorpresa que en Estados Unidos existe una crisis con el sistema bipartidista, que alterna en la Casa Blanca a los partidos Demócrata y Republicano. Evidente en las elecciones de 2016, esa crisis de representación se amasó durante las décadas gobernadas por las familias Bush y Clinton. La generación que hoy ve con desconfianza a la casta política vivió gran parte de su vida bajo la administración de esas dos familias y las ilusiones que había despertado Barack Obama, el primer mandatario negro del país, se esfumaron demasiado rápido cuando el presidente más cool eligió salvar a las empresas y los grandes bancos mientras millones de familias perdían sus casas y se multiplicaba la pobreza. En menos de una generación, el sueño americano se transformó en una pesadilla cada vez más real: una juventud endeudada, sobrecalificada y subempleada se enfrenta a un futuro sombrío en el país más poderoso del mundo.
La generación millennial tiene más que ver con eso que con la imagen publicitaria de jóvenes despreocupados y descontracturados en una oficina de Google con el celular en una mano y su café latte en la otra. Esa generación nutrió los movimientos sociales de los últimos años, de Occupy Wall Street, Black Lives Matter y Fight For 15 (salario mínimo de 15 dólares la hora). A la vez, impulsó y militó con entusiasmo la campaña de Bernie Sanders en las internas demócratas en 2016). El triunfo de Hillary Clinton (y posterior apoyo de Sanders) fue una frustración para quienes hicieron campaña contra el establishment que usó su poder y su dinero para derrotar a su candidato. Pero ganó el mal menor frente al “terror” de Donald Trump que, irónicamente, compartía la simpatía de los que llamaron los “perdedores” de la globalización con Sanders en varios estados.
El primer día de su presidencia, Donald Trump fue recibido por la Women’s March (Marcha de las Mujeres) de casi 3 millones de personas. Fue un repudio a su retórica misógina en claro contraste con la creciente participación política de mujeres jóvenes en los diversos movimientos. Al mismo tiempo, como subproducto del discurso “socialista” de Bernie Sanders (y en reacción al triunfo de Trump), el viejo partido socialdemócrata Democratic Socialist of America (DSA, Socialistas Democráticos de América) pasó de 5 mil a 55 mil afiliados. Entre la juventud, como nunca antes, la idea del socialismo gozaba de simpatía).
Cuando llegó la primera prueba electoral para Trump, las legislativas de 2018, lo mencionado más arriba se sostenía y algunas tendencias se habían desarrollado, en una sociedad signada por la desigualdad y la polarización. La revista The Economist habló del “socialismo millennial”, la mitad de las personas entre 18 y 29 años cree que el socialismo es algo positivo, el DSA mantiene su dinamismo (y a su interior crecen los debates estratégicos), el crecimiento económico alcanza por el momento para contener el descontento con Trump pero sigue basado en la precarización y los bajos salarios que caracterizaron la “recuperación”.
Una candidata como yo
“Soy latina, soy boricua, soy descendiente de los indios taínos, soy descendiente de esclavos africanos. ¡Estoy orgullosa de ser estadounidense!”, así se presenta Ocasio Cortez en uno de los varios rallys que muestra el documental. Los fragmentos elegidos no son casuales, responden a un relato pero también hablan de una época donde la política está signada por la identidad y la pertenencia, en un contexto de crisis de representación en las democracias capitalistas.
Las cuatro candidatas que vemos en la pantalla llevan en sus plataformas algunas de las demandas más sentidas en los últimos años por la juventud, las comunidades negra y latina, y en general los sectores que más sufrieron las consecuencias económicas de la crisis de 2008. “Seguro médico para todos”, “Educación superior gratuita”, “Salario mínimo de 15 dólares” o las denuncias de la desigualdad se repiten en sus plataformas. Sin embargo, el eje de sus campañas y sus discursos está puesto en que son gente común: Ocasio Cortez es camarera, Bush es enfermera, Vilela es una madre trabajadora y Swearengin es de familia minera. Todas enfrentan a políticos de trayectoria, emulando de alguna forma la “grieta” establishment vs. outsiders, y son una muestra de lo que se llamó la “insurgencia” demócrata en las elecciones de 2018. El resultado electoral significó un revés para el gobierno de Trump pero, a la vez, fue un recordatorio para el partido Demócrata: la brecha entre los candidatos “oficiales” y aquellos que apoyan sus votantes sigue abierta.
Uno de los grandes temas de las legislativas en 2018 fue la crisis de representación política. Es una de las claves de la construcción de las campañas que muestra el documental A la conquista…. Corbin Trent de Justice Democrats dice que hoy hay, “81 % de hombres en el Congreso, en su mayoría blancos, millonarios y abogados”. Para la organización formada luego de las elecciones de 2016, esto explica el desinterés de la casta política por los problemas de las mayorías, y casi no se mete en los programas políticos que en ambos partidos condensan los intereses de las diferentes fracciones capitalistas. Definen su objetivo como “eliminar la influencia corruptora del dinero en la política” y “ofrecer una vía alternativa al Congreso independiente de la actual”. Isra Allison de Brand New Congress (también formada por activistas de la campaña de Sanders) agrega que “no nos importa el partido. Solo queremos que las cosas se hagan. Si elegimos gente trabajadora, los trabajadores tendrán representación en el Congreso”. Este sentimiento se extendió en muchos sectores que ven con bronca cómo esa casta vive como millonarios y favorece a las empresas.
La idea no es exclusiva de las organizaciones y think tanks progresistas que trabajan dentro del partido Demócrata. En un contexto en el que la representación y, en general, la política tradicional atraviesa una crisis en la mayoría de las democracias capitalistas, afloran síntomas de antipolítica, movimientos anticasta y ganan simpatía los discursos englobados como “populistas”, que interpelan sobre todo a quienes se quedaron afuera de la fiesta neoliberal. Pero, sabemos hoy, estos fenómenos no tienen una traducción automática a izquierda. Muestra de ello son el ascenso del Frente Nacional en Francia, el movimiento Cinco Estrellas en Italia o Trump en Estados Unidos. El reconocimiento de esa característica atractiva de parte de Steve Bannon, ideólogo del trumpismo, en una entrevista de El País, confirma que no tiene un contenido progresivo en sí misma:
–Entonces, ¿le gusta Ocasio-Cortez?
–[Steve Bannon] ¡Me encanta! Tiene lo que hay que tener para ganar. Determinación, coraje, tenacidad… Es verdad que no sabe mucho y lo que sabe es completamente equivocado, especialmente en economía. [...] Ojalá Cortez estuviera de nuestro lado. Lo dije en una reunión el otro día de los republicanos: necesitamos más camareros y menos abogados.
En respuesta a los usos populistas de la derecha y el diálogo que establece con sectores populares, no son pocos –desde la centroizquierda o el progresismo– los que buscan en esa retórica una solución a la crisis abierta con el partido Demócrata (o variantes similares en otros países). Esa búsqueda no se limita a la estrategia electoral (aunque es una de las discusiones centrales); se extiende a la construcción de organizaciones y movimientos que nuclean sectores que se oponen tanto a la derecha populista como al “progresismo neoliberal”, cuya bancarrota tuvo el punto más alto en la derrota de Hillary Clinton en 2016. La intelectual estadounidense Nancy Fraser lo pone en estos términos al referirse a cómo debería funcionar la oposición: “La otra posibilidad es que la resistencia se mueva en la dirección de un populismo de izquierdas, como el que Bernie Sanders efectuó en su campaña”. O, como lo dice Maurice Mitchell, nuevo director del Working Families Party, un partido de centroizquierda relacionado con organizaciones barriales y de trabajadores: “Me di cuenta de que la mejor forma de responder al populismo nacionalista blanco era desarrollar un populismo multirracial de izquierda”.
Estas discusiones tienen expresión también en el movimiento de mujeres y el feminismo, en un momento marcado por la Women’s March y el Me Too, cruzado por debates y con muchas repercusiones (algunas impensadas, como la incorporación del reclamo contra el acoso sexual de los supervisores en los paros de trabajadoras y trabajadores de McDonald’s). A pesar de contar con alas progresivas que buscan, no sin contradicciones, lazos con las trabajadoras, migrantes y negras, la movilización que estalló contra la misoginia presidencial en 2016 fue canalizada rápidamente hacia la vía institucional. Esto se explica, en parte, por la influencia que sigue teniendo el partido Demócrata en el feminismo (igual que en otros movimientos sociales); y en parte también, porque los sectores críticos o más a izquierda soslayan la necesidad de estrategias alternativas y de construir organizaciones que peleen también en el terreno político. Algo de esto expresa el Manifiesto del Feminismo para el 99 %, que contiene críticas y aportes valiosos, pero se abstiene de dar valores concretos a lo que llama “insurgencia anticapitalista” y, en los hechos, deja un vacío que solo encuentra respuesta en conquistar espacios en el partido Demócrata. Al mismo tiempo, referentes de este espacio, como Nancy Fraser y Tithi Bhattacharya, fueron y son partidarias de la candidatura de Bernie Sanders en la interna demócrata que, en los hechos, es ese “valor concreto” ausente en su manifiesto.
No por casualidad, en las elecciones de 2018 hubo una cantidad récord de candidatas y por primera vez latinas, afroamericanas y musulmanas ocuparon bancas en sus distritos. El justo repudio que movilizó a millones de mujeres contra Trump, demasiado rápido se tradujo (se redujo) a la consigna “Power to the Polls” (Poder a las urnas), que llevó la energía de las movilizaciones a votar mujeres en las elecciones legislativas. La energía de ese movimiento, así como del movimiento contra el racismo y la xenofobia, se sintió en el resultado que festejaron muchos sectores la noche de las elecciones. Pero si hay algo que mostraron los resultados es cuán restrictiva es la democracia estadounidense, que recién a partir de 2019 alberga en su Casa de Representantes por primera vez a diputadas negras, nativas americanas, latinas y de origen migrante, musulmanas; también por primera vez habrá estados gobernados por personas LGBT.
Tomar partido
Demasiado pronto, las diputadas “por primera vez” son asimiladas por la maquinaria demócrata y la “insurgencia” resulta impotente. La bronca contra la casta política y el bipartidismo sirvió de combustión para el escenario actual, donde se combinan la retórica del 99% versus el 1%, la simpatía entre la juventud por las ideas socialistas y el resquebrajamiento de la identidad que existió tradicionalmente entre los sectores oprimidos y movimientos sociales con el partido Demócrata. Pero ese partido, conocido como “cementerio de los movimientos sociales”, tiene una larga trayectoria en canalizar, digerir y desactivar la movilización de la juventud, las mujeres o la comunidad negra.
La victoria de Ocasio Cortez reabrió debates similares a los que provocó Sanders, y la juventud que motoriza sus campañas vuelve a encontrarse con el dilema de perseguir la utopía de reformar el partido Demócrata (que termina usando su energía para mantenerse vivo) o construir un partido independiente.
La diputada del Bronx no representa hoy, a pesar de su perfil, un peligro para el partido Demócrata (incluso Ilan Omar es, más allá de su política, más disruptiva en temas como la islamofobia o la injerencia imperialista como en Venezuela). En los hechos, no ha desafiado a la dirección demócrata. Lo que molesta a la cúpula y los viejos líderes del partido son las expectativas de la gente que la votó y quiere que su llegada, y la de otras diputadas, sea el primer paso de un cambio de la dirección del partido. ¿Revivirán los reclamos de democratizar el partido y sacarle el poder a los donantes millonarios y superdelegados? ¿Cuestionarán el “juego sucio” contra quienes desafíen al candidato bendecido por el establishment? Como sucedió con Sanders, sus votantes y las expectativas que despierta siguen siendo los síntomas más interesantes.
La situación actual no es igual a 2016. Las experiencias dejan lecciones. Y no es nada despreciable que de la derrota de Bernie Sanders, además de surgir grupos como Justice Democrats o Brand New Congress, que trabajan para reformar un partido irreformable, también haya crecido exponencialmente la afiliación al DSA. Y los debates en su interior muestran la vigencia y la urgencia de la construcción de un partido independiente del aparato demócrata, que organice y potencie las ideas y las peleas de quienes perdieron con el neoliberalismo, quienes no tienen nada que perder y quienes quieren prepararse para ganar más que una elección.
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