Jueves 12 de octubre de 2017
“Los indígenas de América continúan sujetos a una relación colonial de dominio que tuvo su origen en el momento de la conquista y que no se ha roto en el seno de las sociedades nacionales”.
Declaración de Barbados, 1971
Un 12 de octubre de 1492, Colón desembarca en la isla de Guanahaní, hoy isla de Watling, en las Bahamas. 525 años después, no sólo el número de indígenas muertos es indeterminado, sino que no ha dejado de incrementarse. Como si el sigma de las cifras, el margen de indeterminación, no fuera ya suficientemente obsceno: ¿veinte, cuarenta, sesenta millones? Pero si el «indio» es una invención colonial, también lo es el «negro»: barcos herniados, repletos de esclavos, verdaderas jaulas flotantes, partían de Senegambia, Guinea, Sierra Leona, Nigeria, Dahomey, con destino a las Indias Occidentales. 1492, pues, es la fecha de constitución formal de las colonias americanas como gigantesco campo de concentración y exterminio administrado por europeos y criollos, es decir, de la conformación del sistema colonial, el sistema triangular del comercio atlántico y, en términos más generales, de la estructura colonial del mundo moderno que, por otro lado, no ha dejado de profundizarse después de la independencia política de las ex colonias. De hecho, Haití, conocida entonces como Hispaniola, es ocupada por Colón en 1493 y convertida en el primer campo de concentración de la historia: los taínos, convertidos en esclavos, son forzados a trabajar en campos de cultivo y minas de oro hasta su extinción física. El destino de los indios de Cuba o Santo Domingo no fue distinto. Lo sorprendente de Haití, es que en la isla en la que tuvo lugar el primer campo de concentración, tendría lugar también la primera revolución anticolonial, en el sentido moderno del término, llevada a cabo por los esclavos negros de las plantaciones. Al margen de esto, sin embargo, tras una primera fase de conquista y rapiña que se extiende hasta la mitad del siglo XVI, la política colonial española (no así, por ejemplo, la inglesa o la portuguesa) se propone gobernar a los indios, no de exterminarlos, con lo que no quiero decir que el sufrimiento y la muerte del indígena no haya tenido lugar durante toda la colonia (de hecho, las condiciones del trabajo indígena en las minas de Huancavelica y Potosí eran terroríficas), sino que exterminar a los indios nunca fue una razón estatal, como sí lo sería, en cambio, por ejemplo, en la Argentina del siglo XIX. Sojuzgado, dominado, el indio formaba parte de una sociedad compartimentalizada, en la que se lo reconocía, sin embargo, como sujeto étnico y este reconocimiento jurídico estaba expresado en las Leyes de Indias (lo que no quiere decir que, en los hechos, no hubiera esclavización del indio, es decir, servicios personales). Por otro lado, esta segmentación social se apoyaba en una raciología, es decir, en un saber que se constituye precisamente en la época colonial: la noción de «raza», como dice Aníbal Quijano, es una invención colonial. Luego, la idea de una población homogénea, tan cara a nuestro siglo XIX, era aún inconcebible en el siglo XVIII, en que la población era concebida como naturalmente heterogénea. Con el Estado-nación argentino, se pasa de un racismo raciológico a un racismo de la pureza étnica (como otrora en los reinos de España durante el siglo XVII), esto es, al proyecto de un Estado blanco y católico, a la ficción ideológica de una nación blanca. Luego, el Estado-nación desarrolla por su cuenta las prácticas de exterminio y etnocidio comenzadas durante la colonia, y no sólo las prosigue sino que las radicaliza: la raciología colonial era una práctica racista, sin duda, pero en la colonia se trataba de clasificar y ordenar los seres coloniales, no de homogeneizar la población, sino de compartimentalizarla. El proyecto de una población homogénea, de una única sociedad blanca, en el que se trataba de exterminar al indio, al gaucho y al negro para reemplazarlos por europeos traídos en barcos, fue un proyecto del Estado nacional argentino como un Estado blanco. En este sentido, el proceso de «Organización Nacional» (1852-1880) tuvo lugar sobre la base del no reconocimiento o negación de las otras nacionalidades étnicas, como las naciones ranquel o tehuelche, que habían sido reconocidas en un primer momento de conformación del Estado-nación a través de acuerdos políticos entre los gobernadores de Buenos Aires y los principales caciques. Como dice, irónicamente, un 12 de octubre de 1880 el ex general Julio Argentino Roca, precisamente en su discurso al asumir la presidencia: “Continuaré las operaciones militares sobre el sur y el norte de las líneas actuales de frontera, hasta completar el sometimiento de los indios de la Patagonia y del Chaco… Liberaremos totalmente esos vastos y fértiles territorios de sus enemigos tradicionales…hay que poblar los territorios desiertos, ayer habitados por tribus salvajes…”. Así, Roca viene a cerrar la campaña al «desierto», una campaña que, de hecho, había comenzado en 1833 con la campaña de Rosas, si bien el exterminio como «solución última» (Endlösung) del “problema indígena” estaba ya prefigurada en la matanza de 150 tehuelches en 1821 por orden de Martín Rodríguez, gobernador de Buenos Aires: “…la guerra con ellos [los indios] –dice– debe llevarse hasta su exterminio (…) en la guerra se presenta el único remedio, bajo el principio de desechar toda urbanidad y considerarlos como a enemigos que es preciso destruir y exterminar”. Es lo que David Viñas llamaba la “etapa superior de la conquista de América”. Una reflexión crítica sobre el 12 de octubre, pues, tendría que comprender esta segunda etapa para no caer en la parcialidad de una «leyenda negra» contada por una pretendida nación blanca. Luego, me pregunto, ¿no es quizás una enunciación sumamente abstracta el hablar de “día de respeto a la diversidad cultural”? Digo, ¿hablaríamos del holocausto, de la Shoah, en esos términos? ¿Puede el derecho indígena ser disuelto en el espacio posmoderno de la «diversidad», como una “minoría” más? ¿O la naturaleza misma de los derechos históricos que se reclaman exige, en cambio, pensar en términos de una reforma del Estado? Es realmente pasmoso que en el siglo XXI todavía se piense en los términos antitéticos de unidad nacional versus la descomposición (fragmentación, desintegración, balcanización, etc.) del Estado. Que sólo se conciba un Estado monolítico, monocultural, etnocéntrico, en una palabra, el Estado-nación como absoluto. O que hable de la extranjería de los mapuches cuando se trata de una nación que preexiste a la conformación de los Estados nacionales. Sospecho que, en el fondo, el concepto de «raza» está incólume y que el hecho colonial prosigue como una estructura subyacente y sin desocultar debajo de un discurso multicultural, polifónico, que se dice superador del discurso blanco (y, en un sentido, lo es) pero que, a mi entender, no conduce al fondo de la cuestión. En este sentido, por ejemplo, ¿cómo no pensar este 12 de octubre en relación a la cuestión de la prórroga de la ley 26.160? Es decir, hasta 1985, la Argentina fue un país sin política indígena, o, si quiere su política había sido el exterminio y la “diseminación” del indio, en una palabra, su deconstrucción: había (y hay todavía) un vacío jurídico constitucional en lo referente al reconocimiento del indígena como sujeto de derecho, vacío que, en términos benjaminianos, se corresponde con un “estado de excepción”. Y digo hasta 1985, porque es, justamente, en la ley 23.302 de ese año, la “ley de política indígena y apoyo a las comunidades indígenas”, que se concibe una política indígena en el sentido de política como arte de gobernar y no como práctica de exterminio, desarticulación y disolución. Así, por ejemplo, en la Constitución de 1853, se hablaba de de “proveer a la seguridad de las fronteras, conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al catolicismo”. Luego, la ley 24.071 ratifica el convenio 169 de Organización Internacional de Trabajo, que se incorpora a la Constitución Nacional con la Reforma de 1994, concretamente en el artículo 75, inciso 17. La ley 26.160 del 2006, en este sentido, muy resumidamente, viene a abrir un paréntesis, un espacio de tiempo de cuatro años (prorrogado luego en el 2009 y el 2013), en el que se suspenden los desalojos y los juicios a fin de que las comunidades indígenas puedan regularizar su situación ante el Estado. Y esto, al margen del trasfondo económico-político de la ley, es decir, en su funcionalidad u operacionalidad práctica en relación a las políticas de Estado y la estructura económica del país, en la que la ley aparece como un dispositivo jurídico para cartografiar el espacio entendido en términos de explotación de recursos naturales (expansión de la frontera agrícola, megaminería, extracción de hidrocarburos, represas hidroeléctricas, etc.). Con lo que no es extraño, en este sentido, que se pensara en los términos positivistas de comunidades indígenas que habían sobrevivido desde el antes del Estado y no en términos de proceso y organización, es decir, relación a los fenómenos de reetnización y emergencia de comunidades indígenas en sujetos étnicos que se organizan a partir de la desestructuración y diseminación de la que han sido objeto. Es decir que el presupuesto jurídico-político de la ley era que entendía que se legislaba sólo sobre una situación de hecho, cuando, esencialmente, se trataba de una situación de derecho. Si no, ¿cómo el Estado-nación puede emplazar a los sujetos indígenas que él mismo se ha empeñado en deconstruir a lo largo de 200 años? ¿No era que los delitos de lesa humanidad no prescribían? ¿O es que, justamente, hay un problema en la comprensión de la naturaleza sobre lo que se está legislando? Y es así que, nuevamente, nos deslizamos en un pensamiento colonizado: la ley 26.160 es una ley para indígenas, no es una ley del «derecho indígena», necesaria, sin duda, en términos de instrumento jurídico-político para las comunidades, pero que está muy lejos de ser suficiente, en tanto está inscrita en el derecho liberal (es decir, el régimen jurídico-político de la propiedad privada) y entiende el derecho indígena como subordinado al derecho positivo argentino. Y, en este sentido, creo que no hay que dejar de preguntarnos qué ha significado histórica y políticamente el 12 de octubre. Es una de esas preguntas que nunca se cierran. En fin, sólo quería dejar planteado este conjunto de preguntas en el día de hoy.