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Arte y capitalismo: la excepción como norma

Ariane Díaz

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Arte y capitalismo: la excepción como norma

Ariane Díaz

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A propósito de Art and value, de Dave Beech.

Cuarenta y cinco miles de millones de euros, algo así como el 10 % del PBI de Argentina. Es el número de ventas del mercado global del arte para 2016 según el reporte 2017 de la TEFAF –que lo calcula hace unas décadas–. Claro que ni ésta ni ninguna estadística podrían dar cuenta de la producción artística mundial, porque no toda ella pasa por el mercado, pero sí muestra el enorme negocio que representa. Pero ¿las obras de arte pueden considerarse mercancías capitalistas en sentido estricto, es decir, un bien producido para llevar al mercado en busca de una ganancia? ¿El arte se ha convertido en una industria capitalista más?

De dilucidar este problema –que hemos ya abordado en IdZ 11– se ocupa Dave Beech en su último libro, publicado en 2015 y reeditado en 2016. Beech es profesor de arte y ensayista, pero también es artista –así elige presentarse en el libro–, miembro del colectivo inglés Freee Art cuyas instalaciones en lugares públicos trabajan la relación entre arte y política a través del montaje y la resignificación de estilos previos (pueden verse ejemplos en freee.org.uk).

El arte es un fenómeno económico, propondrá el autor: en toda producción artística hay materiales que pagar, espacios de trabajo que rentar, tiempo que dedicar. Pero es un fenómeno económicamente excepcional: sus productos e incluso su éxito comercial no responden a las mismas características que la producción capitalista estándar impone.

Beech intentará justificar esta excepcionalidad contrastando las distintas conceptualizaciones que las teorías económicas han hecho del arte, y aunque no pretende ser una historia de la relación entre arte y capitalismo, en su recorrido quedarán entrelazados al debate teórico el análisis de hitos de esta relación, como el pasaje del patronazgo de manos de la aristocracia a la burguesía, o la aparición de los galeristas, los críticos y el mercado del arte.

En ese camino el arte, dirá, pasa por un proceso de mercantilización que no tiene una mercancía como objeto; el arte ha sido comodificado –comprado-vendido y marcado por instituciones como la publicidad, los derechos propiedad, etc.– pero sin haberse convertido en una forma de producción subsumida al capital –porque en principio no supone una expropiación de sus medios de producción, ni trabajo asalariado, ni realización de plusvalía–.

Una primera parte del libro se ocupa de las teorías económicas clásica y neoclásica, en las que rebatirá cada uno de los intentos de equiparación entre obras de arte y otros productos “raros” como antigüedades, vinos exclusivos de una determinada zona, o los productos de lujo. El mérito que Beech sin embargo les atribuye es haber señalado el problema como caso especial que requería una explicación específica, si bien sus intentos de solución fueron –como el marco teórico en que se inscriben– fallidos.

Un segundo bloque está dedicado a la teoría económica marxista, que para el autor es la única que cuenta con las herramientas necesarias para abordar el problema, porque es la única que hace la distinción entre producción capitalista y no-capitalista.

Sin embargo, Beech aquí hace un alto para realizar un balance crítico de los desarrollos de esta tradición, que en vez de sustentar esta excepcionalidad económica ha ido en sentido contrario. Se refiere a las distintas descripciones de la relación entre arte y capitalismo que ha intentado el marxismo occidental recurriendo a las ideas de mercantilización, fetichización, industrialización o espectacularización, tentativas que considera deudoras de una sociología weberiana más que sustentados en El capital de Marx. También criticará a otras corrientes referenciadas en el marxismo como la de Negri, que plantean la subsunción de la vida toda –y por tanto también del arte– al capital, creyendo erróneamente que la extensión de técnicas capitalistas a producciones no capitalistas suponen una extensión del capitalismo en sí.

Estas teorías, para Beech, han proclamado la incorporación del arte al capitalismo sin haber dado pruebas económicas de que la producción artística se ha transformado en producción capitalista de mercancías o que el trabajo artístico ha sido reducido a trabajo abstracto. El marxismo clásico, dirá, ha dicho mucho sobre economía pero muy poco sobre arte; el marxismo occidental, a la inversa, habló mucho sobre el arte pero casi nada de economía. Su objetivo, en cambio, será reunir esos dos legados para un análisis económico del arte que en su opinión hasta ahora no se ha hecho sistemáticamente (ni siquiera en la obra de Jameson, que ha incorporado a Mandel pero sin dejar de utilizarlo para una sociología del arte).

Para ello el autor dedicará capítulos enteros a la relación entre la producción artística –centrándose en las artes plásticas, estrellas de los mercados de arte actual– y los tres tipos de capital analizados por Marx; el productivo, el comercial y el financiero, y para cada uno de ellos intentará desplegar el comportamiento excepcional que el arte traba con ellos.

Si para analizarlo en relación al capital productivo suponemos que el artista es un trabajador y el galerista un capitalista que adelanta dinero para que éste produzca una obra, habría que decir sin embargo que: el galerista no es dueño de los medios de producción y por tanto no tiene propiedad sobre ese proceso productivo sino que debe comprar el producto como tal, así como tampoco puede incorporar tecnología para acelerar los tiempos de esa producción. El artista le vende así su producto terminado y no su fuerza de trabajo, y para que esa obra se comercialice como “un Picasso” o “un X”, solo puede ser producida o reproducida por el artista mismo. Incluso cuando el artista pueda hacer uso de asistentes que contribuyen con su trabajo a la obra (convirtiéndose él en algo homologable a fines hipotéticos a un empleador), lo que vende al galerista es una obra a su nombre, sin el cual no alcanzaría los precios que el mercado del arte le otorga por su reputación.

Es decir que el galerista, que es un capitalista en este esquema, no es en todo caso parte del capital productivo. Es un capitalista mercantil en la medida en que intermedia entre el artista y el coleccionista obteniendo dinero, pero tampoco es un comerciante estándar. No puede por ejemplo acelerar el proceso de circulación o fondear la producción continua de ese bien adelantando capital.

¿Podría considerarse a las obras como activos financieros que el galerista compra como inversión apostando a su valorización futura? La hipótesis parecería ser más adecuada ya que la especulación con el alza del precio de la obra a futuro parecería asimilable a la compra y apuesta en acciones de una empresa, y porque incluso mucha de la producción artística actual, basada en lo temporal y en el evento, parecen tomar la forma de los activos (certificados, documentos, etc.). Pero las oscilaciones en el precio de una obra no están determinadas por el futuro sino por el pasado (la reputación del artista) y por la estimación que de ella realiza la “comunidad artística” (académicos, críticos, curadores, otros artistas, etc.). Por supuesto algunas de estas opiniones podrían comprarse, pero ello no evitaría que otros tantos críticos hagan una evaluación negativa y sean escuchados.

¿Es esa comunidad artística entonces la que agrega valor a las obras? Si consideráramos que esas opiniones están agregando “plusvalor” a la obra, habría que aceptar que es el consumo de la obra lo que agrega valor, algo que desde el punto de vista de la teoría del valor aplicada a cualquier otra mercancía sería un despropósito. Más extraño sería el caso del alza en los precios tras la muerte del artista, algo habitual en el mercado del arte. ¿Habría que aceptar que el artista agrega plusvalor a su obra, que por otro lado ya circula terminada en el mercado, con el trabajo de morir?

Beech concluye entonces que las oscilaciones del precio de una obra de arte no pueden extraerse del trabajo efectivamente realizado por el artista sino que sale, como una renta, de los bolsillos de otro capitalista. ¿Pero qué tipo de renta sería? La renta de monopolio podría ser una candidata en la medida en que está relacionada al privilegio en los derechos de propiedad sobre una determinada característica o recurso, como las patentes o la propiedad de un paisaje o un clima únicos en el mundo. Pero no puede patentarse la expresividad de un artista para reproducir sus cuadros como la fórmula de la Coca-Cola, ni puede garantizarse que el artista “produzca” continuamente un determinado tipo de estilo o técnica como los viñedos franceses garantizan la producción de una determinada uva para fabricar un vino altamente apreciado. Así, las analogías con todos los tipos de renta contemplados por las distintas teorías económicas se encuentran también con la excepcionalidad de la obra de arte –una hipótesis que ya había analizado Harvey en Espacios del capital, a la cual pronto le encontraría también importantes límites–.

A lo largo de los casos que problematiza, Beech no elude las características novedosas de las prácticas artísticas actuales, ni las polémicas abiertas por el arte conceptual, ni las disputas por los derechos de autor que se entablan en la producción de talleres a cargo de reconocidos artistas donde participan en las obras pasantes o aprendices. No evita tampoco los cuestionamientos hechos a la teoría del valor de Marx por parte de las teorías posfordistas: le dedica todo un capítulo donde sostendrá que no es el tipo de trabajo (intelectual, simbólico o afectivo) el que en sí mismo determina su relación con el modo de producción (si es asalariado o no y si produce plusvalor), sino la presencia de un intermediario capitalista entre productor y consumidor –que en el caso del arte puede existir, pero con características siempre excepcionales–.

A lo largo de este detallado recorrido Beech hace una convincente argumentación de la excepcionalidad económica del arte, que por ello no podría considerarse un tipo de producción capitalista: el arte no es ni el producto de un individuo para su uso privado, ni la mercancía que se produce “para otros”, es decir para el mercado, como medio para realizar una ganancia. Hasta dónde han llegado a hacerse sentir allí los mecanismos del mercado permanecerá, para el autor, como una cuestión abierta al análisis del éxito o fracaso que las distintas instituciones de la comunidad artística puedan desarrollar para protegerlo.

Pueden sin embargo realizarse algunas objeciones respecto a la lectura de la tradición marxista que hace Beech, sin duda productiva. La alta apreciación que, según él, el marxismo de conjunto ha tenido por el problema artístico probablemente no surge de corroborar la teoría desplegada por Marx en El capital sino de las posibilidades de considerarlo un modelo aproximado de una forma de trabajo no alienada contrapuesta a la forma de trabajo capitalista. Y ha abundado, también en el caso de los clásicos, en su problematización como terreno de construcciones e iluminaciones de las ideologías que recorren una sociedad en un sentido amplio.

La categoría de marxismo occidental suele acarrear el problema de abarcar demasiadas posiciones muchas veces enfrentadas entre sí, y podría discutirse la generalización particular que de ésta hace Beech para la discusión que quiere desarrollar, aunque no deja de ser atendible. Pero en ese caso no puede negarse que, incluso con sus debilidades, muchos de los problemas que Beech se plantea fueron planteados en esa amplitud y desarrollo por esta tradición, y que aunque sea en este sentido limitado, no estuvieron tan lejanos a los intereses que marxismo clásico tuvo cuando trató el problema artístico: que Lukács, por ejemplo, haya anclado sus análisis en una versión del fetichismo más hegeliana que marxista no quiere decir que a Marx no le haya interesado el arte en términos de conciencia. Pero además, justamente si vamos a considerar al arte como una excepcionalidad económica, para su análisis no podremos evitar considerar elementos que exceden su relación con los distintos tipos de capitales; será necesario explorar las relaciones con el conjunto del sistema capitalista y sus instituciones, como el Estado, la sociedad civil, etc.

El balance de Beech del desvío que supuso el marxismo occidental en lo que al arte respecta, demasiado tajante, aparece relativizado en el mismo libro cuando sus desarrollos lo obligan a dar cuenta de hitos históricos, instituciones y discusiones similares.

Donde quizás más le harían falta esas elaboraciones es en la postulación de una “comunidad artística”, que Beech deja escuetamente desarrollada. Puede ser suficiente para los propósitos de su libro, pero de querer ampliarlas, se vería rápidamente inmerso en la perspectiva que critica por “sociologista”. No es que Beech sostenga una visión acrítica o romántica de dicha comunidad, incluso considera los intereses mezquinos o pecuniarios que pueden intervenir en sus opiniones; pero esas no son los únicos condicionamientos que esa colectividad tiene para solventar con sus prácticas ideologías, deudoras o cuestionadoras, de este sistema social. Mucho más cuidado requeriría aún el problema de las intervenciones de la institución estatal, que en Beech aparece más bien como enfrentadas a los mecanismos del mercado. La cuestión no puede, sin duda, saldarse con la simple confirmación de que el Estado es capitalista y por tanto no pueda tener políticas que en determinados momentos limiten el simple discurrir de las leyes del mercado arte, pero tampoco puede obliterarse que son también sus políticas las que, a su vez, sustentan la existencia misma de esos mercados. El papel que juegan los Estados limitando o solventando los avances del mercado sobre el arte son a menudo contradictorios, y sus causas no pueden reducirse al aspecto económico.

Dicho esto, el libro de Beech sin duda aporta al debate sobre un problema esencial como es el de las posibilidades de subsunción del arte, y con él del conjunto de la subjetividad humana, a la lógica mezquina y empobrecedora del capital.


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Ariane Díaz

@arianediaztwt
Nació en Pcia. de Buenos Aires en 1977. Es licenciada y profesora en Letras y militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Compiló y prologó los libros Escritos filosóficos, de León Trotsky (2004) y El encuentro de Breton y Trotsky en México (2016). Es autora, con José Montes y Matías Maiello de ¿De qué hablamos cuando decimos socialismo? (2024) y escribe sobre teoría marxista y cultura.