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La democracia que tenemos y otros futuros posibles

Pedro Karczmarczyk

DEBATES

La democracia que tenemos y otros futuros posibles

Pedro Karczmarczyk

Ideas de Izquierda

El presente texto es una versión extendida del trabajo presentado el 22 de noviembre de 2024 en la mesa “La democracia que tenemos y otros futuros posibles” realizada en la ciudad de La Plata en el marco de las Jornadas de debates por un futuro comunista. En la mesa expuso también Guillermo Iturbide. La presentación original, incluyendo el trabajo de Iturbide y el del autor se puede encontrar aquí.

Digamos de entrada que reflexionar sobre este asunto no es una tarea fácil. Podemos comenzar, sin embargo, por contornear la primera parte del título, “la democracia que tenemos”. El nosotros implícito en la conjugación verbal abre un espacio generoso para el juego de las identificaciones. Nosotros y nosotras: contemporáneos y contemporáneas, ciudadanos y ciudadanas del siglo XXI, latinoamericanos y latinoamericanas, argentinos y argentinas, y la lista podría seguir. Supongamos, sin embargo, que nos quedamos con la última caracterización, que no engloba, pero sí presupone a las otras. La “democracia que tenemos” viene a ser entonces la democracia argentina, aquella que el año pasado cumplió 40 años de funcionamiento ininterrumpido e impuso una serie de balances acerca de lo que fue, de lo que pudo ser, de lo que se esperó que fuera, de lo que no pudo ser, etc.

A propósito de esta democracia argentina, una posición de izquierda no puede dejar de destacar las tensiones que la recorren desde su fundación, con una Ley Sáenz Peña que en 1912 concedió el sufragio “universal” para los argentinos varones, en el momento en el que buena parte de la clase trabajadora provenía de la inmigración europea, y que fue más o menos simultánea con las leyes de residencia que permitían expulsar al país a los dirigentes más combativos de la clase trabajadora. Es también la democracia que tuvo un apagón en 1930 para resurgir a mediados de los años 40 con el peronismo, con la irrupción de la clase obrera en la escena política nacional. Luego la democracia argentina tuvo distintos capítulos con una cláusula de proscripción que le arrebató en cierto sentido la ciudadanía política a la clase trabajadora mediante la supresión de la contienda política del movimiento político al que esta adscribía masivamente (ver Horowicz 2012). Pero si quisiéramos retomar tan solo los hilos más próximos de la narrativa de izquierda acerca del último ciclo, de 1983 a la actualidad, como lo sugiere la caracterización de un “nosotros del siglo XXI”, no podríamos eludir remontarnos un paso atrás del período en cuestión, hasta 1977, año en el que Rodolfo Walsh dio a conocer la “Carta abierta de un escritor a la junta militar” (Walsh 2001), donde se destaca que a la violencia de las desapariciones y de los campos clandestinos de concentración le subyace una violencia “infinitamente mayor”, la violencia del programa económico de la dictadura. Walsh pone así en juego dos planos, el del “terrorismo de Estado” y el de la “miseria planificada” en su caso, un rasgo que vamos a volver a encontrar en los análisis realizados desde la izquierda luego de la dictadura.

Los provocativos enunciados de Roberto Fogwill, que en los años ochenta llamaba “…dictadura militar, a una operación de carácter banquero-oligárquico multinacional, cuya victoria fue enmascarada por los derechos humanos, violados para hacerla posible.” (Fogwill 2010, p. 69, citado en Schwarzböck 2016, p. 60) muestran una duplicidad de planos semejante, que el escritor aborda por medio de una serie de paradojas: las derrotas de los militares, primero en Malvinas y luego en los juicios por el terrorismo de Estado enmascararían la manera en la que el país fue “reorganizado” en favor de actores identificables. También la encontramos en los análisis de Juan Carlos Marín, que cuestionaban el avance de un encuadre juridicista en la visión acerca de la dictadura dominante en los primeros años de la recuperación democrática. Si todo lo que va a registrarse de la dictadura es aquello que puede probarse como delito en un estrado judicial, sostenía Marín palabras más palabras menos, entonces la naturaleza político-social del proceso estaba condenada a quedar en un cono de sombra, incomprendida, escamoteada a la mirada y a su posible transformación (ver Marín 1987: 75-76 y 90). León Rozitchner, también en los primeros años de la recuperación democrática, insistía, por su parte, en que “el terror” era la categoría indispensable para pensar la sociedad argentina de la posdictadura. Según Rozitchner esta categoría permite entender a la sociedad argentina posdictatorial como una consecuencia de la reorganización de la sociedad argentina operada por la dictadura: “hay un antes y un después del terror. La represión siniestra del Proceso fue un proyecto de domesticación completa de la sociedad. Un intento de “solución final” a la rebeldía.” (Rozitchner 1990, 3). Para que esta domesticación surtiera efecto se requirió que la represión ilegal, clandestina, fuera un “secreto a voces” durante la dictadura, llevando a la población a desarrollar mecanismos psíquicos diversos para no verse confrontada con el terror, que van desde la parálisis y la inacción hasta la racionalización del horror. Estos mecanismos encontraron expresiones características en dos frases que devinieron célebres: “no te metás” y “por algo será”. Rozitchner solía invertir la fórmula de Clausewitz, indicando que no era la guerra la que continuaba, por otros medios, a la política, sino que al contrario, la política postdictatorial era la continuación por otros medios de la guerra: “Al llegar la democracia alfonsinista se pensó que se había abierto el campo de la paz y había quedado superado el campo de la guerra. Se veía la violencia sólo al nivel de las armas, pero se dejaba de ver que la guerra se prolongaba en el campo de la política como la estructura de dominación que circula ahora…” (Rozitchner 1990, p. 5).

Rescatamos estos análisis porque en los mismos sobrevive una duplicidad de niveles, el nivel de la forma institucional que toma el gobierno (dictadura-democracia), por un lado, donde se puede discernir un contraste entre la violencia de un régimen de facto y la pacificación que implica un gobierno constitucional; por otro lado tenemos el nivel de la organización social, donde encontramos un conjunto de relaciones de fuerza de otra naturaleza, que conciernen a la dominación social. En este ámbito, el de la dominación social, las relaciones de fuerza, ideológicas o abiertamente coactivas, exceden las formas institucionales, las regulaciones explícitas. La tradición marxista ha forjado la expresión “dictadura de clase” para designar esta escena, en la que la lucha de clases no aparece primariamente bajo la forma empírica de subjetividades enfrentadas, sino bajo la forma de constricciones estructurales, bajo la forma de una “violencia estructural”, según la expresión que han acuñado los teólogos de la liberación para designar toda una serie de efectos, como el hambre, la marginación, el embrutecimiento, el desempleo, la explotación, etc., para los que no es posible discernir una decisión puntual o asignar una responsabilidad personal, porque su causa está inscripta en la estructura de la “organización-dominación social”. Se podría retomar así cierta duplicidad del principio según el cual “donde hay un daño, hay un culpable”, de indudable eficacia en la vida política y en la vida social en general. La suspensión de la validez absoluta de este principio implicada en la idea de una violencia estructural podría verse como una forma de exculpación. Sin dudas se la puede utilizar de esa manera, como quien dice: “pobres hubo siempre”, pero también se la puede utilizar como una manera de señalar una dimensión de la realidad que la política tiende a pasar por alto, cuando lo cierto es que su reconocimiento es una condición previa para poder intervenir en la misma en el sentido en el que quiere hacerlo una perspectiva de izquierda.

Con estos elementos podemos comprender por qué asignar responsabilidades judiciales a los beneficiarios civiles de la dictadura no está en condiciones de revertir las transformaciones sociales estructurales operadas por esta. La expresión de Walsh sobre “la miseria planificada” ofrece algunos elementos para precisar nuestro punto de vista. Si consideramos la expresión gramaticalmente resulta que la miseria es sustantivo y la planificación adjetivo. Si la consideramos políticamente, lo que la expresión dice es que subvertir la miseria tiene una importancia estratégica mayor que castigar a sus planificadores. Dicho de otra manera, la primera cuestión que debería suscitar la miseria planificada es ¿cómo remediarla?, cuestión que plantea urgentes tareas políticas sobre la riqueza en nuestro país. Esta pregunta lleva a otra, ¿cómo llegó a instalarse entre nosotros?, que suscita urgentes tareas jurídicas y morales. Pero el orden de las preguntas no es menos importante que el orden de las razones o que el orden de las demandas. Indudablemente, las tareas judiciales y las cuestiones morales pueden ser un elemento muy importante en un programa de reivindicaciones populares. La cuestión judicial también puede servir como un revelador ideológico, ya que, si en todos estos años se pudo avanzar más en el castigo judicial y extrajudicial sobre los ejecutores armados de la dictadura que sobre los beneficiarios civiles y religiosos del plan de gobierno que este brazo ejecutor armado llevó adelante, es porque estos que poseen esa clase de fuerza a la que antes aludimos como la fuerza social que determina el resultado de la confrontación de clases, que es el terreno, insisto, sobre el que una perspectiva de izquierda quiere intervenir.

Tengo para mí que aquí se concentran una buena parte de los desafíos ideológicos de la izquierda. Habría que pensar si una cruzada contra el terrorismo de Estado realizada en nombre de los derechos del hombre, y no de los seres humanos concretos que habitamos la sociedad argentina de la miseria planificada, es decir, bajo condiciones de clase peculiares, histórica y geopolíticamente especificadas, no coloca el problema que enfoca fuera del terreno donde el mismo puede encontrar una solución. Un discurso sobre los derechos que no tenga en cuenta las condiciones sociales de la existencia de los derechos es una quimera, y el progresismo se ha convertido de alguna manera en esta quimera. No deja de ser tentador, pero sería trágicamente ilusorio, creer que basta levantar una bandera perdida, una creencia abandonada, una convicción cascoteada para revertir el proceso. La izquierda se mueve de alguna manera entre el abandono de los cuestionamientos planteados por Marx a los derechos humanos por universales y abstractos en Sobre la cuestión judía, en 1843, y la idea de que la recuperación de estos cuestionamientos posee la clave de la solución al enigma político de nuestro tiempo. Hay elementos para pensar de esa manera, la ideología del emprendedorismo, que hace de cada uno el responsable exclusivo de su destino, de cada uno un self-made-man o self-made-woman, no importa cuáles sean las circunstancias, interviene y colisiona frontalmente allí donde conceptos como “violencia estructural” o “lucha de clases” permitirían elaborar otra clase de comprensión de la propia situación. Pero resulta comprensible también que la interpelación que proponen conceptos como los de violencia estructural, dictadura de clase, o miseria planificada, resulte “pesada”, como una suerte de redoblamiento de la opresión que denuncian, en un contexto en el que están ausentes las grandes movilizaciones y organizaciones de masas que podrían revertirla [1].

Volvamos un paso hacia atrás, para retomar sobre el final estas cuestiones. La audacia teórica de colocar en una misma serie analítica los planos diversos de, por un lado, las formas de gobierno o de la dinámica institucional, y, por el otro, el de la dominación social o de la dinámica social, en particular de la producción y la reproducción social, considerando los ajustes y los desajustes entre ambos planos, es constitutiva de un análisis materialista de la realidad social. Dicho en otros términos, un análisis materialista se constituye contra la “ilusión política” que quiere encontrar detrás de las transformaciones históricas timas de decisión, actos constitucionales. Desde la óptica de la “ilusión política”, el contraste dictadura/democracia lo cambiaría todo. Un análisis materialista muestra, en cambio, que la forma jurídica obtiene su eficacia del efecto acumulado de todos los aparatos subyacentes de dominación ideológica, política y económica (la escuela, la familia, los medios de comunicación, las organizaciones sindicales encuadradas de una manera u otra, los giros discursivos de amplia circulación en los que se vehiculiza la ideología dominante, la forma salarial, el desempleo, etc.), que son los destacamentos claves de la dominación de clase. La forma jurídica del gobierno es relativamente independiente de estos destacamentos, por lo cual puede ser transformada con independencia del conjunto sin que su eficacia transformadora, a la que no cabe desdeñar naturalmente, pueda dar un cambio de 180 grados por un mero cambio de conducción.

Precisemos el punto indicando que, al decir que la dualidad de niveles analíticos que encontramos en Walsh, Fogwill, Marín o Rozitchner es “constitutiva” de un análisis materialista de la sociedad, lo que queremos decir es que es un principio analítico, y no el análisis mismo. El principio invita a llevar la mirada a ciertas dimensiones de la vida social, es decir, contraría algunas concepciones ideológicas que configuran un obstáculo para ello, señala tareas, e incluso permite ver las limitaciones de un análisis llevado a cabo de acuerdo con este principio. Un principio analítico correcto no nos da el conocimiento de una realidad, pero permite abrir al conocimiento una realidad allí donde otros principios, ideológicos o idealistas, la mantienen cerrada.

Dicho esto podemos ya presentar sin cortapisas aquello que los distintos análisis realizados desde la izquierda señalaban: la democracia como forma de gobierno recuperada en 1983 coincidía con un modo renovado de dominación de clase que había tomado consistencia durante la dictadura. El fin de la dictadura como forma política coincidía con una manera renovada de la dictadura de clase. Sobre este punto giraban los distintos análisis que hemos convocado: la derrota del elenco gubernamental militar que se expresa en los juzgamientos por violaciones a los derechos humanos recubre, en el análisis de Fogwill, su carácter de brazo ejecutor, medio o herramienta, entonces, de una política inspirada por sectores sociales identificables (oligarquía, bancos, multinacionales). De manera análoga, Marín destaca el recorte jurídico por el cual la política de la transición democrática restringe el campo de acción: la mirada social sobre la dictadura se va a limitar de manera juridicista, en concordancia con los límites que la política asumió como propios de la transición democrática. Rozitchner, por su parte, señala al terror como herencia inscripta en la conciencia de cada uno de los ciudadanos de la democracia posdictatorial.

Se podría probablemente cuestionar en estas visiones el haber tendido a ver en la coyuntura más la situación cristalizada que los puntos de quiebre, los eslabones más débiles, como si al hacer el diagnóstico del desarme de la combatividad de los sectores populares redoblaran ese desarme. No cuesta mucho sin embargo comprender que estas intervenciones, distintas entre sí por otra parte, complementarias pero también en tensión entre ellas, señalaban que la transición democrática tenía un eslabón débil en la ideología, es decir, en la manera en la que la sociedad argentina tomaba conciencia de sus conflictos e intentaba resolverlos o tramitarlos. Dicho de otra manera, en el contexto de las grandes movilizaciones de la población que tuvieron lugar en los primeros años de la transición democrática, estas intervenciones llamaban la atención sobre la manera en la que las consignas y las concepciones de fondo sobre las que estas se apoyaban llevaban a una encerrona.

Las consignas que entonces convocaban la movilización de importantes sectores de la sociedad tenían que ver con lo que antes llamamos la “ilusión política”. Baste mencionar las consignas que lanzaba el candidato Raúl Alfonsín, “con la democracia se come, con la democracia se cura, con la democracia se educa”, además de los emotivos recitados del prefacio de la Constitución nacional.

Marín realiza una precisión muy valiosa en su análisis, la dictadura implicó el desmantelamiento del acumulado histórico en términos políticos y organizacionales de la clase trabajadora argentina. La observación merece detenerse un momento, porque va sobre un punto crucial para una política de izquierda, sobre uno de los puntos medulares de la reflexión socialista sobre la política sobre la que volveremos luego. En efecto, las condiciones de la explotación de la fuerza de trabajo no han tendido nunca espontáneamente hacia la unidad de la clase trabajadora, sino más bien hacia la competencia en el interior de la misma, como lo reconocían Marx y Engels en 1848 en el Manifiesto del partido comunista. Enfaticemos esto en tiempos en los que la transformación de las relaciones laborales parece remitir a un momento previo en que la identidad de los intereses de clase podía leerse en la superficie, a libro abierto. En contra de lo que puede sugerir la formulación que habla de un paso de la clase en sí a la clase para sí, este tránsito no ha sido nunca un mero acto espiritual, sino una transformación práctica, es decir, vinculada con la constitución y la acción de las organizaciones de la clase trabajadora. La realidad de la conciencia de clase es la organización de la clase. Por ello, la expresión que indica el paso desde “las armas de la crítica a la crítica de las armas” no debe entenderse en un sentido militarista, sino simplemente en el sentido de que es la práctica la que tiene la primacía. A la luz de estas consideraciones, las observaciones de Marín pueden entenderse en su justa medida, como una deconstrucción del dictum sarmientino, según el cual “las ideas no se matan”: la operación realizada contra el acumulado histórico de la clase trabajadora fue una operación contra la clase cuanto agente que interviene política y socialmente a favor de sus intereses, es decir, contra la conciencia de clase. Aquí cabe añadir un inciso: para evitar cualquier posible idealización, o proyección de una edad de oro, que no la hubo, hablamos de una acción contra la clase en cuanto agente que interviene mejor o peor a favor de sus intereses.

En contraste con las intervenciones que venimos de reseñar, valientes y minoritarias, hacia comienzos de los años ochenta buena parte de la izquierda revolucionaria se veía involucrada en un proceso de transformación ideológica por la cual abandonaba la crítica de la “ilusión política” para abrazar posiciones institucionalistas. En este proceso, el exilio y las salvajes persecuciones de las dictaduras fueron muy importantes en la reconversión ideológica de la izquierda. El proceso ha sido estudiado en algunos casos, como el uruguayo, que indican cómo los exiliados de izquierda luego del golpe de 1973 adoptaron el discurso de la defensa de los derechos humanos, primero de manera táctica y defensiva, para verse luego crecientemente interpelados por dicho discurso (ver Markarian, 2004, ver también Sader 2008). Dicho en otros términos, los derechos humanos dejaban de ser parte de un reclamo ético y jurídico para convertirse en un programa político estratégico. La izquierda revolucionaria dejaba atrás la crítica de Marx en Sobre la cuestión judía a los derechos humanos por universales y abstractos para ver en ellos un programa. El sentido general se puede describir como un abandono de las posiciones materialistas a favor de posiciones idealistas, es decir, la matriz del análisis comenzó a pasar fundamentalmente por el plano jurídico e institucional, relegando a un segundo plano la cuestión por las condiciones sociales en las que existen dichas formas jurídicas e institucionales. Ello implicó, entre otras cosas, que la clave del pasado histórico reciente, de la dictadura, pasara principalmente por los horrores del campo de concentración, y sirve de trasfondo para comprender la coyuntura en la que se desplegaron las intervenciones que acabamos de reseñar.

En un libro aparecido en Argentina en el año 2000, Democracia ¿Gobierno del pueblo o gobierno de los políticos?, José Nun propuso una intervención sobre la crisis de “la democracia que tenemos” mediante un interesante análisis histórico-conceptual de la cuestión de la democracia realizado bajo el auspicio de la pregunta o dilema que oficia de subtítulo del libro. Se trata de una reflexión sobre la democracia realizada al calor de la crisis de fines de los 90s por uno de los intelectuales que pusieron algunos mojones para pensar la transición democrática argentina. Recordemos que Nun compiló, junto con Portantiero, un influyente volumen sobre la transición a la democracia (Nun & Portantiero 1987). El libro que Nun propuso, en la víspera de la crisis del 2001, aborda la cuestión desde lo general a lo particular, es decir, desde una caracterización de la cuestión a nivel teórico, revisando distintos ensayos de definición, hasta el análisis de algunas experiencias históricas concretas, intentando extraer de allí lecciones para la democracia argentina.

El suelo semántico del término democracia remite a lo que parece darse siempre por sentado cuando se lo utiliza, el hecho de que “el poder estatal tiene como fundamento último el consentimiento libremente expresado de todos los ciudadanos” (Nun 2000, p. 19). Esta consideración no hace sino desplazar la tarea, aunque es un desplazamiento productivo. En efecto, ahora habría que considerar qué es el poder estatal, cómo se expresa el consentimiento, qué alcance tiene, y quiénes son los ciudadanos. Por otra parte, los dos polos de la definición, gobierno del pueblo, gobierno de los políticos, se diferencian como dos fuerzas que corren por un mismo eje en sentido opuesto. La concepción de la democracia como el “gobierno del pueblo” tiene su expresión más pura en las experiencias de democracia directa, con la asamblea ateniense como ejemplo paradigmático; el vector de la democracia como “gobierno de los políticos” apunta a las formas representativas, que quizá tengan su forma primitiva en la Grecia clásica, en la elección por aclamación de los miembros del Consejo, la elite que ejercía el poder en Esparta. Una mínima reflexión nos muestra, sin embargo, que es extraño que estas formas se presenten de manera pura, sin compromisos sustantivos de una con otra. La naturaleza misma de la política y el grado de complejidad alcanzado por las sociedades modernas hacen difícil eludir formas de representación o de delegación, que remiten sin embargo a algunas formas de participación popular, y las formas directas rara vez concentran o convocan a todos los concernidos, por lo que la asamblea se vuelve, de hecho, una manera de representar la voluntad colectiva.

Atenas y Esparta serían entonces los puntos de arranque simbólicos, si no directamente míticos, de dos visiones de la democracia, aunque si nuestro objeto son las democracias occidentales del siglo XX, en particular aquellas que florecieron luego de la segunda posguerra, lo que encontramos es una confluencia no siempre armónica de ambos vectores. Ambas visiones, a su vez, han sido objeto de teorizaciones muy influyentes cuyo examen nos permitirá plantearnos algunas cuestiones sustantivas para una política de izquierda.

La formulación paradigmática de la visión de la democracia como el “gobierno de los políticos” la realizó el economista austríaco Joseph Schumpeter, que en 1942 publicó un libro titulado Capitalismo, socialismo y democracia (Schumpeter 1961), abrevando en la creencia, de gran calado luego de la crisis de 1929 y de la salida de la misma a través de una serie de regulaciones, de que el capitalismo iba a ser reemplazado por el socialismo, debido a la creencia, entonces dominante, en la superioridad que revestía una economía basada en una autoridad planificadora centralizada [2]. Schumpeter desplazó la discusión sobre la democracia del terreno de los fines al de los medios, es decir, se propuso analizar la democracia como un método político. En su opinión, en una democracia el electorado no define una serie de líneas políticas que encomendará a un conjunto de representantes para que las lleven a cabo, sino que lo que elige es a los representantes o gobernantes, quienes serán a fin de cuentas los encargados de definir las políticas. En el fondo de esta visión de la democracia hay una concepción profundamente elitista, que se expresa a veces como “principio de la ignorancia (o incompetencia) del pueblo” que remite al mecanismo de autorización del soberano según Hobbes, donde cualquier autoridad es preferible a un ruinoso conflicto interindividual. El principio de incompetencia del pueblo se despliega además en una concepción tecnocrática según la cual los asuntos de los que se ocupa el gobierno se escapan a las competencias del común de la gente (salud pública, economía, agenda educativa, política internacional, etc.), por lo cual no hay una necesidad de principio de instancias de control. El principio de la ignorancia o incompetencia del pueblo se complementa además con la consideración de que el pueblo es muy permeable a la propaganda [3].

La concepción schumpeteriana de la política se inspira en la competencia en un mercado, donde los partidos son como empresas, que registran las preferencias de los ciudadanos para elaborar propuestas atractivas, y donde los ciudadanos son como consumidores, sólo que, en este caso, no ponen en juego su dinero, sino sus votos. Según Schumpeter, “…la democracia significa tan sólo que el pueblo tiene la oportunidad de aceptar o rechazar a los hombres que han de gobernarlo” (citado por Nun, 2000, p. 26). Dicho en otros términos, la democracia es un sistema institucional que permite llegar a decisiones políticas en el cual los políticos adquieren el poder de decidir por medio de una competencia por el voto del pueblo.

Se trata de una concepción puramente formal de la democracia, que no está pensada como una forma de construir la voluntad general o el bien común, sino como una manera de eludir, a nivel institucional, el surgimiento de estas cuestiones. El núcleo de la propuesta procedimentalista consiste en ser una manera de lidiar con el conflicto que surge de las preferencias o intereses y valores de los individuos. De acuerdo a esta concepción, se trata de un conflicto irremediable, ya que se basaría, en última instancia, en la naturaleza humana. La democracia sería así un método decisorio, mejor que tirar una moneda al aire, pero sin mucho más que éste para decir sobre las opciones en pugna, ya que consiste meramente en las contiendas electorales que realizan esa decisión.

Ahora bien, como el propio Schumpeter reconocía, esta concepción presenta algunos riesgos intrínsecos. Uno de ellos es el de que la clase política se convierta en una casta. En efecto, los dirigentes llegan a ser políticos profesionales que, según la caracterización de Max Weber, además de vivir para la política se dedican a vivir de la política. Los políticos se convierten así en un colectivo sociológicamente caracterizable, con intereses acordes a su profesión, como puede ocurrir con los médicos o los ingenieros, y entre estos intereses profesionales sobresale el de seguir ejerciéndola, es decir, mantenerse en el poder. Schumpeter lo expresa con una imagen elocuente: “el primer ministro de una democracia podría ser comparado con un jinete que está tan completamente absorto en mantenerse en la silla que no puede hacer ningún plan para su cabalgata” (Schumpeter citado por Nun 2000, p. 28n). La democracia concebida como método está sometida a una tensión intrínseca, ya que debido a su propio funcionamiento corre el riesgo de alejarse demasiado del conflicto de los intereses particulares cuyo tratamiento la justifica y de generar un nuevo foco de conflicto, precisamente entre el pueblo y los políticos.

La concepción schumpeteriana fue muy influyente en las transiciones democráticas latinoamericanas debido a dos características que presenta; su aparente neutralidad respecto de las valoraciones políticas alternativas, y la posibilidad de construir fácilmente una definición operativa: las elecciones periódicas serían la condición necesaria y suficiente del sistema democrático.

Sin embargo, como muestra Nun, se trató de una operación sustractiva que tomó de Schumpeter la definición de la democracia como método decisorio dejando de lado una serie de condiciones que el propio Schumpeter había establecido sobre la naturaleza de la sociedad en las que este método decisorio tenia chances de resultar provechoso. Las sociedades en las cuales puede prosperar la democracia según Schumpeter deben reunir un conjunto de condiciones objetivas y subjetivas, como la existencia de un elevado desarrollo económico, el hecho de que la legislación social o las reformas institucionales a favor de las masas están naturalizadas, y que exista un elevado nivel intelectual y moral de la ciudadanía y de la dirigencia.

El otro cuerno del dilema, el de la democracia como gobierno del pueblo [4], es presentado por Nun a través de una serie de conferencias sobre la ciudadanía dictadas por el sociólogo Thomas Humphrey Marshall en Cambridge en 1949 que tienen como trasfondo el clima de la segunda posguerra, el fordismo, el keynesianismo y la Declaración universal de los derechos humanos aprobada por las Naciones Unidas en 1948. A los derechos civiles (las libertades individuales de palabra, de expresión, de pensamiento, de asociación, etc.) y políticos (la facultad de participar en los asuntos públicos, eligiendo y pudiendo ser elegido), cuya procedencia se remonta a las luchas de los siglos XVII y XVIII, se añadieron los “derechos sociales” referidos a una serie de asuntos económicos, sociales y culturales, menos establecidos y que se remontaban a las luchas de los socialistas del siglo XIX, lo que implicaba una ampliación o una redefinición del concepto de ciudadanía.

Marshall intentaba definir el Estado de bienestar y su ensayo destaca que, si el liberalismo conceptualizó a la libertad como no interferencia del Estado en la vida privada, debía reconocerse ahora que el compromiso con la libertad hace necesario involucrarse con las condiciones que la hagan posible para el conjunto de los ciudadanos. Una vieja idea de Rousseau, para quien la participación democrática requiere que “ningún ciudadano sea suficientemente rico como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para verse forzado a venderse” (Rousseau Contrato social, citado por Nun 2000, p. 41), parece funcionar aquí como norte [5] Marshall es claro a propósito de lo que considera que son los desafíos del Estado de Bienestar: establecer “la igualdad de oportunidades sin abolir las desigualdades sociales y económicas” (cit. por Nun, p. 68) que son propias del capitalismo.

Nacía así el concepto de una ciudadanía social como algo diferente del mero reconocimiento de derechos sociales. La ciudadanía social supuso una transformación de los derechos del trabajo organizado y de los sistemas de protección de los individuos, como una manera de llegar a una regulación del conflicto político y social. La ciudadanía social intentaba atacar aquello que diferentes autores del siglo XIX preocupados por la “cuestión social” señalaban como los riesgos de la así llamada “condición proletaria”: la inseguridad, la pauperización, la exclusión de la educación y del reconocimiento social. La ciudadanía social supuso grandes combates ideológicos, imponiéndose sobre una concepción paternalista de la asistencia social que se remontaba al Estado bismarckiano de la Alemania de fines del siglo XIX. La ciudadanía social era una concepción universalista e igualitaria que implicaba la reciprocidad de todos los portadores de derechos sociales por medio de la idea de una interdependencia en la sociedad basada en la universalización de la categoría antropológica del trabajo. Allí donde una concepción paternalista de los derechos sociales construía la idea de beneficiarios pasivos de la ayuda social, la idea de una ciudadanía social presuponía, por el contrario, la condición de actores sociales de los portadores de estos derechos, ya que lo que constituía a los individuos en portadores de derechos sociales era la contribución de cada cual a la sociedad.

Tanto en la concepción procedimental schumpeteriana como en la concepción más sustantiva de Marshall podemos encontrar diferentes versiones de la dualidad de niveles a la que nos referimos al comienzo. En la concepción schumpeteriana estos factores aparecen como condiciones puramente externas, como un mero dato, que el modelo no puede explicar, como no sea por el hecho de que el mismo no ofrece, por sí solo, garantías de éxito. Una fórmula como la remanida frase “los problemas de la democracia se solucionan con más democracia” no tiene sentido dentro del esquema schumpeteriano, esto es, mientras “democracia” se entienda en el sentido puramente procedimental que su modelo le otorga. El modelo de la ciudadanía social promovido por las concepciones socialdemócratas en el marco de los Estados de bienestar puede entenderse como una figura del “gobierno del pueblo”, en la medida en que se preocupa por las condiciones que hacen posible la participación efectiva de los ciudadanos, incorporando elementos materiales a una definición puramente formal de la condición de ciudadano. Este modelo dependió de una correlación de fuerzas histórica y estuvo sometido a condiciones de avance y retroceso pero, debido al universalismo que lo atravesó, estaba en condiciones de proyectar una imagen de progreso indefinido. Las socialdemocracias tenían como horizonte el socialismo en un contexto en el cual se daba por sentada la idea de que la solución de los problemas sociales más acuciantes implicaba siempre dosis crecientes de igualdad. La situación que permitió el desarrollo de los Estados de bienestar y de la ciudadanía social obedeció a un regateo histórico que resultó ser decisivo en la configuración del siglo XX: los derechos sociales y la representación institucional del movimiento obrero fueron otorgadas a cambio de una moderación de las demandas y del abandono de las aspiraciones anticapitalistas de los movimientos obreros. Keynes tuvo la lucidez de reconocer que “el miedo al comunismo” ofrecía las condiciones internas y externas de esta concesión.

La dialéctica del proceso que llevó a la constitución de los Estados de bienestar llegó a su conclusión tanto por razones internas como externas, dando lugar al auge del neoliberalismo que lo sucedió. Lo que por un lado fue neutralización del conflicto, por otro lado se manifestó como un nuevo ciclo de proletarización con la aparición del “precariado”. Es decir, la integración propiciada por el Estado de bienestar pronto iba a mostrar que el cese de las hostilidades era tan sólo aparente, que las luchas no habían desaparecido, ni tan siquiera se habían morigerado, simplemente se habían corrido del lugar que tenían al comienzo del gran regateo histórico. El desequilibrio de las relaciones de fuerzas a nivel internacional con el derrumbe de la URSS, una nueva revolución tecnológica, la acentuación de la financierización y de la globalización de la economía iban otorgarle un impulso renovado al movimiento internacional de los capitales, en una suerte de “globalización por arriba” que permitía localizar la producción en zonas donde los contingentes humanos que proveen la fuerza de trabajo tuvieran menos, y en algunos casos ninguna, tradición de lucha (ver Harvey 2011). El apaciguamiento del antagonismo de clases en los Estados de bienestar había implicado no sólo que la sociedad debía ser reconfigurada mediante una normalización generalizada de las conductas individuales, sino que llevó también a que los derechos fundamentales se definieran crecientemente, ya no en la esfera de la producción, sino en la de la reproducción de la fuerza de trabajo, resquebrajando la concepción ideológica del agente social como soporte de la ciudadanía social hacia la esfera de la reproducción de la fuerza de trabajo, y en consecuencia, hacia formas de la existencia individual y familiar, poniendo en primer plano las labores de los servicios y luego las de cuidado, un terreno en el que se han librado batallas ideológicas de enorme importancia. Finalmente, una suerte de “globalización por abajo” consecuencia entre otras cosas de las luchas anticoloniales y antiimperialistas de mediados del siglo XX, que determinó la existencia de grandes flujos de fuerza de trabajo migrante. Esta fuerza de trabajo, que en muchos caos provenía de las antiguas colonias liberadas por medio de una ardua lucha antiimperialista, no fue acogida por las organizaciones históricas de la clase trabajadora asentadas en los Estados de bienestar. Se introducía así una nueva fractura en el seno de una clase trabajadora que ya se había dividido, como consecuencia del “gran regateo”, entre aquellos que confiaban en un horizonte de creciente igualdad en el marco del capitalismo y aquellos que conservaban el horizonte anticapitalista.

No sería difícil criticar por su parcialidad a las visiones de Schumpeter y de Marshall que venimos de comentar. En efecto, no cuestionan fenómenos tales como el colonialismo, el imperialismo, o la existencia de un mundo bipolar que determinaron la situación de los países europeos luego de la segunda posguerra (ver Hobsbawm 1995). Es decir, no recogen sino muy parcialmente las condiciones efectivas que en la segunda posguerra hicieron posible la emergencia de regímenes democráticos con un horizonte igualitarista. Pero nos parece que siguen siendo importantes para confrontar con la democracia que tenemos. Se trata de dos modelos que parten del problema que las filosofías del derecho natural se planteaban a propósito del derecho: cómo el desorden de los objetivos individuales podía conciliarse con un interés común, que será definido negativamente como la instauración de un soberano que garantice la paz o la finalización de la guerra. Ambos modelos reconocen que una conceptualización estrictamente restringida a estas premisas es insuficiente, inestable, conflictiva, es decir, registran efectos de la lucha de clases y para ello vuelven, a su manera, a los problemas planteados en Sobre la cuestión judía.

Es muy significativo que ambos modelos presupongan para el desarrollo de la democracia un piso de bienestar material que la sociedad argentina no ha tenido tal vez nunca, y mucho menos luego de la dictadura. La democracia argentina se ha vuelto una manera de gestionar la desposesión capitalista (a tono con lo que pasa con otras democracias en la región y en el mundo) [6]. Puesto que ambos modelos vuelven a la problemática de Sobre la cuestión judía, justo en el momento en que la intelectualidad progresista decidió abdicar de esas cuestiones, la pregunta que podemos plantearnos es, ¿de qué manera debemos volver nosotros a esa problemática que indica que la lucha por los derechos es la lucha por las condiciones sociales de los derechos?

Una primera cuestión es tal vez deconstruir la idea del Estado como árbitro de la tradición liberal, concebido como una condición que supera el conflicto interindividual. Cuestionar la idea del Estado como instancia arbitral supone ante todo cuestionar la primacía de la idea de conflicto interindividual. Para una concepción liberal, el conflicto interindividual remite al carácter irreductible de las valoraciones individuales, o dicho en otros términos, está inscrito en la naturaleza humana. Se impone un trabajo ideológico que pueda mostrar cómo, en una serie de cuestiones clave, participar en la política burguesa es participar como ciudadanos, es decir, como individuos despojados en principio de cualquier caracterización material, lo que vuelve inaccesible a la mirada, para sí mismos y para otros, la condición material de clase sobre la que se apoya esta existencia política de los individuos-ciudadanos, la cual, de acuerdo a una concepción liberal, tendría un carácter social, pero no un carácter político sentido estricto. Pensemos, por ejemplo, en la situación en la cual un sindicato intervenga en la discusión con su patronal reclamando acceder a los balances de la empresa y participar en los planes de inversión a futuro de la misma. Ello no podría justificarse en términos de derechos individuales, ya que la propiedad se define como la posibilidad de disponer libremente de un bien, es decir arbitrariamente, sea cual sea su naturaleza, sin que importe desde esta perspectiva que éste sea un medio de producción. Sin embargo este tipo de reclamo resulta natural desde una concepción que reconoce que los individuos existen en condiciones sociales determinadas, condiciones que son condiciones de clase, (siendo un efecto de esta condición, por ejemplo, que los hijos de los miembros de la clase trabajadora sean masivamente de clase trabajadora) (ver Naves 2020).

Para concluir tal vez convenga reflexionar sobre un asunto crucial. Marx vio sacudido su conjunto de creencias, inicialmente iusnaturalistas, por un acontecimiento crucial, la irrupción del proletariado en la escena política. Ahora bien, esta irrupción tuvo lugar a través de una exclusión solidaria con su incorporación. La irrupción de la clase trabajadora en la escena política (como masa de maniobra de los partidos burgueses y pequeños burgueses) ocurría a través de la exclusión del proletariado de la misma escena pública en la que irrumpía (exclusión del sufragio, de los partidos políticos, de la prensa, de los gobiernos). Observando el mismo proceso desde otro ángulo, Alexis de Tocqueville señalaba, hacia 1847, que la Revolución francesa había abolido todos los privilegios, menos uno… el de la propiedad (ver Tocqueville 1866, citado en Balibar 1980, p. 161-163). A través de esta simple observación, Tocqueville podía reconocer el antagonismo entre una política que está limitada por la propiedad, la política burguesa, y una política que coloca a la propiedad como objeto de la lucha de clases, es decir, que traspasa el límite de la anterior. El antagonismo entre los límites de la política, tal como quedó definida luego de las revoluciones burguesas, y las cuestiones que la clase trabajadora estaba impulsada a plantear era tal que estas cuestiones no podían incorporarse sin grandes conflictos en la política burguesa, como lo muestra el ejemplo que presentamos en el párrafo anterior. Por ello, la lucha de clases presenta una doble inscripción, ya que es una lucha por lo que se juega en el nivel de la producción, pero es simultáneamente una lucha por las formas políticas e ideológicas a través de las cuales se pone en juego este conflicto. Esta doble inscripción ha funcionado en la historia del movimiento obrero como vectores que tienden a separarse. Por un lado, el vector de, permítasenos decirlo así, una no-política, es decir de una autonomía social vinculada a las condiciones de trabajo y de existencia del pueblo, que tiende a constituir una política por fuera de la esfera oficial de la política, que tuvo su forma clásica en el trade-unionismo y que fuera reeditada no hace mucho en el lema “tomar el poder sin tomar el Estado”. Y, por otra parte, el vector de una lucha en el interior, espacio de la política definida por la burguesía que es simultáneamente una lucha por las formas políticas de la lucha de clases, vector que está expuesto a los riesgos de lo que aquí denominamos la “ilusión política” y de los límites que la política impone como gramática, es decir, aquello que Tocqueville supo identificar como el límite de la política burguesa, y que hoy toma la forma de una gestión por izquierda de la desposesión capitalista, una gestión de la miseria si quisiéramos decirlo con Walsh, sin un horizonte de revertirla. La tarea es mantener ambos vectores unidos, con plena conciencia de que la tensión que los habita es crucial para imponer que se reconozca como el interés de toda la sociedad intervenir sobre aquello que bajo la luz de una política limitada por la propiedad aparece como “intereses particulares”. Por allí pasa, a nuestro entender, el desafío de otros futuros posibles para nuestra democracia.

Referencias
Balibar, Étienne (1980) “Estado, Partido, Ideología” en Balibar, E.; Luporini, C., y Tosel, A. Marx y su crítica de la política, México, Nuestro tiempo, 1980, trad. de Oscar Barahona y Uxoa Doyhamboure.
Balibar. Étienne (2013) Ciudadanía, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, trad. de Rodrigo Molina- Zavala.
Borges, Jorge Luis (1996) “Las ruinas circulares” en Obras completas I, Buenos Aires, Emecé.
Duménil, Gérard y Lévy, Dominique La gran bifurcación. Acabar con el neoliberalismo, Buenos Aires, Capital Intelectual / Katz, trad. de Stella Mastrangello.
Eltchaninoff, Michel (2023) “L’Argentine aux sentiers qui bifurquent” La lettre de Philosophie magazine, 20/11/2023, https://mailchi.mp/philomag/pmfr20231120lettre?e=036fedbee1
Fogwill, Rodolfo (2010) Los libros de la guerra, Buenos Aires, Mansalva.
Harvey, David O enigma do capital e as crises do capitalismo, San Pablo, Boitempo, trad. de Joao Alexandre Peschanski.
Hobsbawm, Eric (1995) Historia del Siglo XX. La era de los extremos, Barcelona, Crítica.
Horowicz, Alejandro (2012) Las dictaduras argentinas. Historia de una frustración nacional, Buenos Aires, Edhasa.
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Marín, Juan Carlos (1987) La silla en la cabeza. Michel Foucault en una polémica sobre el poder y el saber, Buenos Aires, Nueva América, 1987.
Markarian, Vania (2004) “De la lógica revolucionaria a las razones humanitarias: La izquierda uruguaya en el exilio y las redes transnacionales de derechos humanos (1972-1976)” Cuadernos del CLAEH n° 89, 2004.
Marshall, Thomas H. y Bottomore, Thomas (2007) Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza, 2007, trad. de Pepa Linares.
Naves, Márcio Bilharinho (2020) Marx: ciencia y revolución, Santiago de Chile, Doble ciencia, 2017, trad. de Claudio Costales, Blas Estévez y Pedro Karczmarczyk.
Nun, José y Portantiero, Carlos (comps.) (1987) Ensayos sobre la transición a la democracia en Argentina, Buenos Aires, Puntosur.
Nun, José (2000) Democracia ¿Gobierno del pueblo o gobierno de los políticos?, Buenos Aires, Fondo de cultura económica.
Rozitchner, León (1990) “Marxismo, crisis e intelectuales (Entrevista con A. Pippino)” en Utopías del sur, n° 4.
Sader, Emir (2008) “Dos momentos del pensamiento social latinoamericano" en: Crítica y emancipación, año 1, nº 1, CLACSO, https://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/secret/CyE/cye1Edi.pdf
Schumpeter, Joseph A. (1961) Capitalismo, socialismo y democracia, México, Aguilar, trad. de José Díaz García.
Schwarzböck, Silvia (2016) Los espantos. Estética y postdictadura, Buenos Aires, Cuarenta Ríos.
Tocqueville, Alexis (1866) “De la classe moyenne et du peuple” en sus Œuvres complètes, Tomo IX, París.
Walsh, Rodolfo (2001) “Carta abierta de un escritor a la junta militar” en su Operación masacre, Buenos Aires, Ed. De la Flor.


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NOTAS AL PIE

[1Nos permitimos hacer una sugerencia acerca de cómo en el emprendedorismo volvemos a encontrar el mecanismo fundante del pensamiento religioso, que según lo indicara Pascal en su momento, es también la lógica del apostador o del jugador, consistente en “invertir el sentido”, es decir, en considerar que lo infrecuente no es sin embargo imposible y que, dado los beneficios que acarrearía, se espera que lo improbable ocurra ahora mismo, en mi propio caso, en mi propio beneficio. En un interesante ensayo, Michel Eltchaninoff (2023) se vale del cuento “Las ruinas circulares” de Borges para sugerir que la situación argentina luego de la elección de Milei oscila entre un pueblo que sueña intensamente con un salvador, y un ideólogo que sueña, con igual intensidad, una argentina distópica donde él es el salvador. Recordemos que en el cuento de Borges la catástrofe llega en el momento en que alguien comprende que no ha soñado, sino sino “que él también es una apariencia, que otro estaba soñándolo.” (Borges, 1996, p. 445)

[2Esta creencia se expresaba, por ejemplo, en la tesis acerca de la revolución de los gerentes debido a la importancia de un desarrollo planificado de la producción en el interior de las grandes empresas. Ver Burnham, James La revolución de los directores, Buenos Aires, Sudamericana, 1967. Ver también Dumenil y Lévy 2015.

[3La conceptualización de la democracia como método por Schumpeter tiene algo de proeza, ya que integra en su seno al principio de la incompetencia del pueblo, que ha sido central en las concepciones políticas autoritarias.

[4El contraste entre gobierno del pueblo y gobierno de los políticos podría trazarse de una manera alternativa a partir del principio de incompetencia del pueblo, que según hemos visto se integra en la concepción procedimentalista. En efecto, en el concepto griego de politeia, que podríamos parafrasear indicando que se trata de la constitución, pero no sólo en el sentido del texto constitucional, sino también en el sentido del proceso histórico de constitución de la figura del ciudadano. En efecto, el rasgo definitorio de la póxlis griega era la coincidencia entre la esfera del poder y la comunidad a la que uno se siente ligado. En ese contexto, Aristóteles llegó a afirmar en la Política que cuando hay ciudadanos hay poder o magistratura ilimitada en el tiempo, en el alcance u objeto y en la modalidad de su ejercicio, puesto que consideraba que sería contradictorio que un poder no perteneciera a aquellos a quienes quiere beneficiar con su institución. Ver Balibar, 2013, p. 26.

[5Podemos ver aquí una diferencia importante entre la democracia antigua y la democracia moderna. En Grecia, la política se autonomiza mediante un proceso de desteologización que coloca a la comunidad como único principio configurado de lo político. Esta autonomización toma, sin embargo, formas bien concretas de inscripción en este mundo mediante dos formas de autarquía, por un lado, una suerte de “exclusión exterior” por la cual la pólis o ciudad-Estado se desarrolla en un aislamiento relativo respecto al kósmos y a la oukouméne (tierra habitada), es decir inscribiendo el movimiento universalizador en la singularidad histórica y social de una comunidad, y por otra parte una suerte de “exclusión interior” por la cual la esfera doméstica de la producción y la reproducción de la vida eran excluidas (esclavitud y patriarcado) quedando también singularizadas como actividades domésticas, naturales, pertenecientes al dominio de la phisis, y por ello imposibles de inscribir en el dominio de la vida pública o nomos. La realización de la autonomía de la política bajo la figura histórica precisa de las dos formas de autarquía que venimos de mencionar nos habla de su duplicidad: la emancipación de la política respecto de las formas tradicionales de la religión, una forma de emancipación de una esfera de actividad que inauguraba un tratamiento específico del conflicto, la política, realizaba simultáneamente una exclusión de su dominio de formas particulares de conflictos, considerados como no políticos, o como diríamos en términos contemporáneos, invisibilizándolos de la esfera de la política. Dicho de otra manera, la supresión de ciertas formas de conflicto del espacio público es la condición para el establecimiento de las formas del consenso a través de las cuales se podrán tramitar las formas de conflicto cuya visibilidad en el espacio público está habilitada (Ver Balibar, 2013). La frase de Rousseau entonces supone que algo del conflicto suprimido en el espacio público clásico ha ingresado en éste, y da una pauta de cómo este conflicto ha ingresado, a partir de individuos que pueden entablar relaciones mercantiles unos respecto a otros.

[6No estaría demás ensayar discursividades que pongan esto de manifiesto, como una referencia a la deuda externa que no se reduzca a la cuestión de su pago o no pago, cuestión insoslayable sin dudas, sino que incluya los efectos que el pago de la deuda externa ha tenido en nuestra sociedad a lo largo de estos cuarenta años de democracia, indicando por ejemplo cómo en los años 1990s el pago de la deuda externa determinó la transferencia de la educación media nacional a las provincias, sin transferencia de presupuesto, configurando así un mojón en el deterioro de la calidad de la educación pública en nuestro país, y cómo ese acontecimiento puede colocarse en serie con los ataques actuales a las Universidades públicas.
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Pedro Karczmarczyk

Docente de Filosofía Contemporánea (UNLP) e investigador del CONICET.