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Automatismo Sociedad Anónima

Ariane Díaz

CONFERENCIA

Automatismo Sociedad Anónima

Ariane Díaz

Ideas de Izquierda
“Endilgan sus problemas a la sociedad, pero ¿quién es la sociedad? ¡No existe tal cosa! Hay hombres y mujeres individuales” (Margaret Thatcher).

Uno de los mecanismos de la ideología dominante es hacer pasar sus intereses particulares como universalmente válidos y sus construcciones doctrinarias como hechos naturalmente dados. Así, puede parecer casi de “sentido común” que no exista una cosa, institución o persona que encarne o represente al conjunto de la sociedad, y que más bien podría ser al revés: que la sociedad es apenas el nombre que le dimos a un “conjunto de individuos” o instituciones.

¿Sería razonable? Podríamos considerar sospechoso que ese sentido común, del que la heroína de los neoliberales hace alarde en una entrevista de 1987, justo coincida con un núcleo fundamental de la sociedad capitalista, hoy vuelta a reivindicar como revelación, pero que le sienta bien a todas las ideologías que abogan por las virtudes del sistema de conjunto: según el cuentito liberal, superadas las sociedades donde castas y estamentos se enfrentaban entre sí, en el capitalismo seríamos más bien todos individuos sueltos, ligados entre nosotros circunstancialmente en los intercambios mercantiles u otros agrupamientos voluntarios “privados”.

Ahora bien, esa división entre lo económico y lo social-político tiene bases reales: la idea del “automatismo económico” tiene un peso inédito en el capitalismo porque a diferencia de otras formas de explotación que se justificaban en ideas religiosas y jerarquías sociales establecidas por nacimiento, en el capitalismo, todos “iguales ante la ley”, concurriríamos a voluntad a intercambiar al mercado capacidades por productos. A lo Micky Vainilla que “solo hace pop”, los patrones sueltos “solo producen cosas” aportando capital y pagando servicios, y los obreros, también “libres”, concurren al mercado a vender su fuerza de trabajo. La expropiación de los medios de producción que solo deja como alternativa trabajar para comer sería un mito socialista fomentado por gente como Marx, que en ese arma de puro adoctrinamiento que es El capital decía:

Al dejar atrás esa esfera de la circulación simple o del intercambio de mercancías, en la cual librecambista vulgaris abreva las ideas, los conceptos y la medida con que juzga la sociedad del capital y del trabajo asalariado, se transforma en cierta medida, según parece, la fisonomía de nuestros dramatis personæ [personajes]. El otrora poseedor de dinero abre la marcha como capitalista; el poseedor de la fuerza de trabajo lo sigue como su obrero; el uno, significativamente, sonríe con ínfulas y avanza impetuoso; el otro lo hace con recelo, reluctante, como el que ha llevado al mercado su propio pellejo y no puede esperar sino una cosa: que se lo curtan [1].

Al capitalismo le sienta bien la idea del automatismo porque separar “lo económico” (que funcionaría impersonalmente siguiendo las leyes del mercado) de los político y social (el terreno de la lucha entre partidos, las instituciones, sectores sociales, etc.) es una muy buena forma de ocultar que es en la producción misma donde una minoría explota el trabajo de las mayorías, que es justamente en lo económico donde está el problema –al margen de que un “automatismo” donde define la fuerza, la expropiación y la lucha por la supervivencia, difícilmente pueda hablarse de un funcionamiento independiente, fluído y natural del mercado, como nos recuerda no solo cada lucha del movimiento obrero, sino también la burguesía cuando manda a la policía o rescata bancos, por ejemplo–. Efectivamente, es aquello que Matías Maiello en “Apuntes sobre la lucha de ideologías más allá de la Restauración burguesa” señala como una “idea fuerza” de la sociedad capitalista, que reduce a la sociedad civil al juego de la oferta y la demanda, y a la que el socialismo opone otra alternativa: que la producción social no esté separada de “la política” o, lo que es lo mismo, que todos podamos participar, definir, controlar y discutir real y efectivamente qué, cómo y para qué producimos. Porque la producción ya es social, solo que definida por y para pocos.

Observado más allá de meros “concurrentes al mercado”, los dramatis personæ son distintas clases sociales, enfrentadas, en una sociedad dividida en clases. Quizás detalles como que las cámaras patronales puedan agruparse para hacer lobby y comprar voluntades sin que nadie se entrometa, y en cambio los sindicatos sean agrupamientos tan peligrosos que en algún momento del desarrollo capitalista hubo que estatalizarlos, regularlos y limitarlos, serviría de prueba de que hay algo más que individuos “sueltos” que eventualmente se encuentran (y de paso, que el Estado juega para un lado no tan neutral y que los éxitos neoliberales le deben mucho a momentos más “estatalistas” del capital). Es que la definición de clase no es el nombre de un conjunto de gente con rasgos parecidos, sino de un conjunto social (la burguesía por ejemplo) en relación a otro (el proletariado, por ejemplo, su propio sepulturero a decir de Marx y Engels). “Clase” social se conjuga siempre en plural.

Diluirlas conceptualmente en individuos sueltos acompaña la ilusión burguesa, no del todo realizable pero nunca dejada de añorar, del “1 a 1”: de que los patrones individualmente negocien por ejemplo, con cada trabajador, su salario. Como “iguales”, aunque uno sea dueño de los medios de producción y el otro esté obligado a trabajar para sobrevivir. Sindicatos, reclamos colectivos, legislación que de alguna manera dé cuenta de esa disparidad al sentarse a la mesa son para los capitalistas intromisiones que pueden perjudicar un sistema económico que funciona automáticamente bien. Cuantas más divisiones, cuanta más fragmentación pueda propiciar en esa clase que se le opone, más fuerza trata de aprovisionarse de su lado la burguesía. En la realidad capitalista, la ideología de los “individuos sueltos” se traduce en refrán popular que dice: “divide y reinarás”.

Es posible que uno de los mayores logros de las clases dominantes durante el período neoliberal sea la enorme fragmentación de la clase obrera promovida por la burguesía con las mil y un variantes de precarización laboral que supo imponer, y usufructuando y promoviendo los prejucicios de género, nacionales, de raza, etc.: enfrentar trabajadores registrados y no registrados, ocupados y desocupados, hombres y mujeres, nacionales o migrantes, es una táctica habitual. Pelear contra esos prejuicios, que en muchos casos influencian a los trabajadores mismos, es sin duda uno de los prerrequisitos para entablar una lucha decidida contra la dominación del capital. Sobre todo en momentos en que, enredados en sus crisis, las clases dominantes los fomenten aún más.

Pero a la vez, a la manera contradictoria en que se mueve el capitalismo, el neoliberalismo también ha extendido a nivel global los sectores asalariados y los ha puesto, con la internacionalización de la producción en largas cadenas de valor y con los nuevos medios de comunicación, es decir, con su “globalización” triunfalista, más en contacto que nunca. Ha reducido grandes concentraciones obreras, pero creado y diseminado otras. Por otro lado, sectores de clase intermedios, como el campesinado o la pequeñoburguesía urbana, ha sido crecientemente asalarizada. No debería descartarse que sobre esos nuevos lazos tendidos para explotarnos mejor se monten nuevas acumulaciones de fuerzas y relaciones solidarias para combatirlos. Muchos movimientos ligados a diferentes demandas por mayores derechos, e incluso definidos como anticapitalistas, son efectivamente fenómenos internacionales.

En el terreno de la crítica anticapitalista actual, sin embargo, estas contradicciones del capital se han expresado en variantes enfrentadas: aquellas que haciendo hincapié en la heterogeneidad resaltan distintos aspectos identitarios contra el “corporativismo obrero”, y aquellos que haciendo hincapié en la homogeneización que habría resultado del neoliberalismo, la desestiman por divisoria (algo que señala en apostes a laconferencia de la FT Juan Dal Maso en “La imagen en el espejo” y mapea Josefina Martínez en “Apuntes sobre lucha ideológica y la actualidad de la teoría de la revolución permanente”). Paradójicamente, en muchos de esos casos los fundamentos coinciden en desestimar los aportes de la tradición marxista como una serie de teorizaciones que o bien nunca se interesaron por estos problemas, o bien tienen pocos elementos que aportar a debates que se presentan como nuevos (con muchas de estas teorizaciones distintos compañeros y compañeras han discutido en los medios de la FT, así que los remitimos aquí a ellos).

La contracara al “divide y reinarás” capitalista no puede ser, claro, omitir esas diferencias y las desigualdades que engendra o dejarlas “para resolver mañana” descansando en un corporativismo obrero que ignore las distintas formas de opresión que se entrelazan con la explotación capitalista. Tampoco contrapesarlo con la reivindicación de cada una de esas identidades en detrimento de las otras. El problema es con qué herramientas contamos para superar las consecuencias de la política neoliberal golpeando en sus debilidades y concentrando nuestras fortalezas.

¿Es más heterogénea hoy la clase obrera que, por ejemplo, cuando llegaron a Argentina camadas de inmigrantes expulsados por guerras o pobreza, tan diversas que las nacientes organizaciones obreras sacaban sus periódicos en múltiples idiomas? ¿O más que la clase obrera estadounidense, cuando estaba legalmente establecido el segregacionismo? ¿Qué grado de heterogeneidad comparada había en la Europa colonial donde muchos de los nacidos en dichas colonias buscaban trabajo? Precisamente por esa heterogeneidad es que las organizaciones obreras y los agrupamientos revolucionarios de fines del siglo XIX y principios del XX tuvieron que lidiar duramente con prejuicios raciales, nacionales, de género, sin que ello impidiera reafirmar su internacionalismo (o romperse, precisamente, cuando se viera cuestionado). Que del proceso estructural del avance de las condiciones de proletarización se desprendiera una supuesta “homogeneidad” social y cultural de la clase obrera probablemente fue más una ilusión de los aparatos socialdemócratas –y luego de los stalinistas– para justificar su corporativismo que un ajustado balance de la historia previa.

Podría señalarse sin embargo una importante diferencia: que, aunque quizás su heterogeneidad de origen actual no es necesariamente mayor a la de momentos previos, sí parecía fortalecer su unidad una mayor conciencia de clase, no necesariamente como mayoritaria voluntad y decisión de acabar con el sistema capitalista, pero sí como definición básica de que la que habitaban estaba dividida en clases, y que la que tenía enfrente es la que vivía a su costa. Sin duda la derrota que significó el triunfo del neoliberalismo debilitó esa forma de clasismo.

Hace muchos años ya, en debate con la socialdemocracia, Walter Benjamin hacía una breve acotación significativa a uno de sus artículos:

El proletariado consciente de su clase constituye una compacta masa sólo desde el exterior, en la representación de su opresor. En el momento en que asume su lucha de liberación, su masa aparentemente compacta en verdad ya se ha distendido. Deja de estar bajo el dominio de meras reacciones; pasa a la acción. La distensión de la masa proletaria es obra de la solidaridad. En la solidaridad de la lucha de clases proletaria está abolida la muerta, no dialéctica oposición entre individuo y masa; para el compañero, no existe [2].

En esta discusión particular, Benjamin tenía en mente el surgimiento del fascismo y sus demostraciones de fuerza escenográficas de masas homogeneizadas hasta en sus movimientos, y por eso consideraba desastrosa que similar apelación viniera de la socialdemocracia: que a la clase obrera se la convocara como una “masa compacta” que debería seguir a sus dirigentes. ¿Pero por qué señala la oposición antidialéctica entre masa e individuos? Porque con ella los socialdemócratas seguramente pensaban estar escapando de los presupuestos individualistas del liberalismo, pero el problema es que oponerle una suma, aunque sea más grande, de meros individuos, no debería ser para un marxista lo mismo que avanzar en la conciencia de clase. Una definición de “masa” como reunión de individuos sueltos no cuestiona la representación que se hace el capitalista, para quien la clase obrera no es más que pura fuerza de trabajo y, cuando se manifiesta, una turba. Pero todo revolucionario deberá reconocer que no se trata de homogeneizar sus distintos sectores con tradiciones y experiencias diversas que no son simplemente “solubles”, sino en todo caso forjar en base a la experiencia en la lucha, y como clase opuesta a otra, una identidad común donde el conjunto se define por la solidaridad, el compañerismo y la acción. Más que una compactación, es en esa “distensión” donde estaría la posibilidad de ganar para la acción revolucionaria a los distintos sectores de la clase obrera y a otros sectores oprimidos.

Benjamin se refiere aquí a una “conciencia de clase” más avanzada, ya no solo en sentido de reconocerse como parte de una clase explotada por otra sino como “cuadro” de su actividad potencialmente revolucionaria, que ubica aquí en términos muy generales en la acción callejera, cuando la clase se autodescubre desafiando al capital. Pero si habría que precisar en qué lugar de la dinámica revolucionaria suele plasmarse ese rápido cambio en las formas de pensar, esa forma que encuentran distintos sectores del movimiento con distintos niveles de conciencia para organizarse, discutir y ganarse para su causa a otros sectores sociales oprimidos, habría que mencionar a aquellos consejos que en la Revolución rusa llamaron soviets, pero que tuvo distintos nombres en diferentes procesos revolucionarios y que, como cita Matías en su nota, definía así uno de los marxistas que más teorizó sobre ellos, León Trotsky: “Los soviets son un instrumento de dominio proletario que no pueden ser sustituidos por nada, precisamente porque sus cuadros son flexibles y elásticos y todas las modificaciones no solo sociales, sino también políticas que se producen en la posición relativa de las clases, pueden hallar inmediatamente su expresión en el mecanismo soviético”.

Dar a conocer, desplegar y actualizar este elemento de la tradición revolucionaria es hoy particularmente importante. En primer lugar, porque los soviets son no solo frentes de unidad y organización para la lucha, sino también el lugar donde la deliberación democrática permite la participación de los distintos sectores oprimidos, cuyas reivindicaciones y demandas pueden así reconocerse e incorporarse de forma efectiva. En segundo lugar, porque esas deliberaciones y el resultado de las acciones comunes ponen a prueba de las distintas estrategias políticas, lo que permite tanto combatir la influencia de los sentidos comunes y las ideologías burguesas presentes en el propio movimiento como ganar para una política revolucionaria a sectores cada vez más amplios, precisamente porque la mera ubicación en el proceso de producción no define la conciencia de los individuos automáticamente. En tercer lugar, porque son potenciales organismos de doble poder, capaces de despertar en la escasa imaginación histórica que nos dejó el neoliberalismo el horizonte del autogobierno de las masas. Es decir, porque esos organismos pueden ser la base y el andamiaje de otro tipo de Estado, verdaderamente democrático, donde “lo económico” no esté ya separado de lo social y lo político, en su transición al socialismo.

Lo cierto es que si se trata de lidiar con desigualdades y de aprovechar fortalezas de la heterogeneidad, hay un enorme acervo teórico y político en el marxismo. En especial en aquel que más ha sido desestimado desde que el triunfalismo neoliberal decretó el fin de la historia: en la tradición de la Tercera Internacional surgida al calor de los soviets de la Revolución rusa, y que debatió amplia y profundamente desde el frente único obrero hasta las tesis sobre las cuestiones nacionales y la lucha contra el imperialismo, la cuestión negra o la situación y organización de las mujeres.

Explorar este acervo y nuevas investigaciones sobre la condición actual de la clase, los nuevos viejos y nuevos obstáculos que enfrenta, quizás sirva para separar la heterogeneidad que es política de la clase dominante para dividirnos pero que, desde el punto de vista de la clase obrera consciente, más que un problema pueda ser parte de nuestra riqueza.


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NOTAS AL PIE

[1Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, p. 214.

[2La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica, Buenos Aires, Godot, 2019, p. 191.
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Ariane Díaz

@arianediaztwt
Nació en Pcia. de Buenos Aires en 1977. Es licenciada en Letras y militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Compiló y prologó los libros Escritos filosóficos, de León Trotsky (2004), y El encuentro de Breton y Trotsky en México (2016). Es autora, con José Montes y Matías Maiello de ¿De qué hablamos cuando decimos socialismo? y escribió en el libro Constelaciones dialécticas. Tentativas sobre Walter Benjamin (2008), y escribe sobre teoría marxista y cultura.