El libro póstumo de Zygmunt Bauman vuelve a apuntar sobre las consecuencias sociales y subjetivas del (aparente) poder sin límites, territorios o clases; dando por resultado una “epidemia de nostalgia”.
El sociólogo polaco, fallecido en 2017, fue parte de la intelectualidad con mayor peso político en las últimas décadas, en particular, entre quienes sostienen un cambio epocal irreversible producto de la globalización. En el caso de Bauman, definida como “modernidad líquida”, y a esta como la ruptura de la relación entre poder y política, entendiendo al primero como la economía transnacional sin rostro ni territorios físicos (topos) fijos, y a la política como la forma de Estado-nación incapaz de imponer algún tipo de control desde el “sólido” territorio.
En este, su último libro [1], nos propone el concepto de retrotopía para entender cómo, frente al triunfo neoliberal y la extendida imposibilidad de pensar un mundo mejor al que tenemos, renacen proyectos de vuelta a un pasado idílico. Por ello comienza su libro con una apelación a Walter Benjamin, aunque para invertir su imagen del Angelus Novus, aquella que dinamitaba toda concepción positivista de un progreso inexorable mostrando que lleva inscripto en su seno la barbarie (ascenso del fascismo y la Segunda Guerra Mundial) a menos que la irrupción intempestiva de nuestro pasado, lleno también de catástrofes, cadáveres y ruinas, aplicase un brusco freno de mano en forma de redención de los esclavos que fracasaron previamente (la revolución). Lo que Pierre Naville llamó, una forma de “pesimismo revolucionario”.
La inversión que propone Bauman para comprender esta pulsión a la retrotopía, presenta un Ángel de la Historia aún en vuelo, pero con su rostro mirando hacia el futuro catastrófico. La resignación impone entonces el retorno a un pasado idílico, paraíso perdido que ha dejado de ser la fuente infinita de odio y energía vengadora.
… de depositar las esperanzas generales de mejora en un futuro incierto y manifiestamente poco fiable, pasaron a depositarlas en un pasado de vago recuerdo, valorado por su presunta estabilidad y (por lo tanto) también por su presunta fiabilidad (…) el futuro se ha transformado y ha dejado de ser el hábitat natural de las esperanzas y de las más legítimas expectativas para convertirse en un escenario de pesadillas (pp. 15-6).
Ante este escenario, la humanidad se encuentra sumida en una “epidemia global de nostalgia” restauradora que remplazó la vieja “epidemia de exaltación del progreso”. El punto de contacto de ambas no solo reside en la ficción de un mundo imaginario, sino en ser parte de las variadas formas de relacionarse afectivamente con “otro lugar”.
Si las utopías eran la negación de los infiernos terrenales para conquistar nuestros propios y merecidos paraísos también terrenales, las retrotopías se presentan como “la negación de la negación” que busca reconciliar la seguridad y la libertad expresada en la vuelta a Hobbes, a las tribus, a la desigualdad y al seno materno.
Con la frente marchita
Estas retrotopías tienen el punto común del triunfo globalizador por sobre el contrato keynesiano de los viejos Estados de Bienestar, privatizando e individualizando toda idea de progreso y mejora en la vida, propias de lo que Ulrich Beck definió como “sociedad de riesgo”, junto al mandato de la independencia por decreto y el miedo a no contribuir o “dar la talla” como individuo emprendedor.
El retorno hobbesiano se basa en el abandono estatal para ejercer el monopolio, no solo de los medios coercitivos y su aplicación, sino más radicalmente aún, la propia capacidad para delimitar cuál es la violencia mala y la violencia buena, completamente privatizada en la industria armamentística y empresas de seguridad, junto a “la creciente frecuencia de actos de violencia imitativos” (p. 40) producto de la exclusión del mercado de trabajo y la mera inclusión como consumidor voraz, única forma de autoafirmación. Asistimos a una violencia autotélica, es decir, que es su propio motivo y fin, que Bauman ejemplifica remitiendo a los actos terroristas en los cuales, ante la imposibilidad de algo por qué vivir, se recurre a algo por qué morir. Un retorno a la guerra de todos contra todos, plagado de pequeños Leviatanes.
El retorno tribal, caracterizado por el cambio de paradigma desde un “anhelo de independencia con respecto a una sociedad formada por comunidades hacia un anhelo de pertenencia a una sociedad formada por individuos” (p. 56), expresa con el retorno de los nacionalismos una nueva combinación entre el "ser parte de un colectivo" y al mismo tiempo "ser uno mismo en tanto individuo". La destrucción del imaginario colectivo y la individuación neoliberal absoluta impusieron una “estrategia de gestión” como modo de manipular las emotividades siempre personalizadas, que mediante las redes sociales establece un discurso “político” para cada individuo. El retorno a la tribu es otra de las formas del retorno a la guerra, aunque en este caso no entre individuos sino entre naciones que constituyen identidades frente a un “otro” sobre el cual focalizar la ira.
Y lo que el marco de referencia de la “comunidad” conforma es una visión del mundo y de nuestro modo de “ser en el mundo” que liga estrechamente integración y separación: lo acogedor del hogar y lo inhóspito del exterior; la cordialidad de dentro y el distanciamiento, la suspicacia y la vigilancia de afuera. Es visión y ese modo tienen hoy su epítome en el fenómeno del nacionalismo (p. 73).
El retorno a la desigualdad reside en que, pese al fracaso de “aquella luna de miel (o, mejor dicho, aquel armisticio entre capital y trabajadores, presidido y atendido por el Estado capitalista)” (p. 90) existe un sector amplio de intelectuales que pretenden reeditar el pacto keynesiano, sea en el terreno nacional y por lo tanto estatal, o interestatal –como la Comunidad Europea–, basados en el gasto público o en las propuestas de establecer una renta básica universal, para contrarrestar la creciente brecha entre ricos y pobres, no solo entre países sino hacia el interior de los mismos. La crisis irrecuperable de los Estados de Bienestar es situada por Bauman en la crisis capitalista de la década del ‘70 y la declinación final de la clase trabajadora (haciendo propias las tesis de André Gorz) junto a su portación de esperanzas hegemónicas, dando lugar así a la pelea de cada sector atomizado.
Según Bauman, apoyado en los estudios de Merton, Garrison Runciman y Moore, “los sentimientos de privación son relativos, pues surgen a partir de la comparación con una ‘normalidad’ social que no es absoluta ni universal, y que varía según las épocas y lugares” (p. 95), y a partir de dicha contraposición surge la posibilidad de la rebelión contra el sistema social que incumple sus promesas. Pero Bauman, rápidamente se distancia de esta esperanza “leninista” ya que en:
La probabilidad de reconvertir el carácter común de la condición existencial en un propósito y una acción comunes y sostenidos también es mínima. Lejos de engendrar solidaridad, la condición existencial actual, ayudada y favorecida por la nueva filosofía gerencial y la nueva estrategia de dominación, es una fábrica de suspicacias mutuas, antagonismos de intereses, rivalidades y conflictos (p. 98).
Finalmente, el retorno al seno materno consistiría en la transición del “hombre económico” al “hombre psicológico” (Lasch) como el más perfecto producto del individualismo burgués, una transición entre el Pigmalión/productor y el Narciso/consumidor.
Lo que se echa en falta es la conexión entre la experiencia de una masa ingestionable de riesgos y la ansiedad permanente que tal experiencia genera (junto con el síndrome narcisista). Lo que crea ese nexo, según sugiero yo, es una transferencia completa de la responsabilidad por los fallos y fracasos en la vida hacia las espaldas mismas de los actores de esa vida (p. 124).
El producto de este nexo de absoluta individuación se expresa en el aumento sideral de las consultas psiquiátricas entre los jóvenes, el síndrome del trabajador “quemado” en fases cada vez más tempranas, la circulación exorbitante de antidepresivos, pero también en la salud como ideología, donde el cuidado del propio cuerpo se transforma en una obsesión que va desde las patologías más severas hasta las “inocuas” obsesiones por el entrenamiento constante.
Así, el seno materno es una especie de nirvana donde abstraerse de todos estos mandatos sociales mediante la extinción de todos los antojos, anhelos, ansias, molestias, incordios, agobios y tormentos. En fin, de todos los estímulos y pasiones, sean estas positivas o negativas, la única forma de “descansar”.
El panorama, evidentemente, no puede ser más sombrío. Cualquiera esperaría encontrar en el epílogo, titulado “Mirando hacia adelante, para variar”, sugestivas propuestas para sobreponernos a tamaña hecatombe existencial. Pero en Bauman, la perspicacia para señalar y describir los grandes dolores que nos aquejan van unidos siempre a una profunda resignación, a la imposibilidad de cambios radicales que impuso el “No hay alternativa” thatcheriano. Por lo tanto, su resignación derrotista no deja de ser liberal, y sus propuestas no pasan, por un lado, del sueño de una Europa Social basada en la renta básica universal, una verdadera retrotopía con origen en la Anonna de la república romana defendida incluso por Milton Friedman y retomada hoy por neorreformistas como Podemos y, por el otro, de una nueva construcción normativa (abstrayendo el derecho de sus condiciones materiales) que huya de los conflictos entre “ellos” y “nosotros” e instaure una nueva capacidad para dialogar. El objetivo, re-maridar el poder y la política. ¿Hacia dónde mirar?:
… un discurso del papa Francisco –que es actualmente la única persona entre las grandes figuras públicas investidas con una autoridad planetaria más o menos considerable que demuestra la suficiente audacia y determinación como para plantear y abordar esa clase de preguntas–, pronunciado el 6 de mayo de 2016 al recibir el Premio Carlomagno europeo. Y esa respuesta es la capacidad para dialogar (pp.158-9).
La unilateralidad de los derrotistas
Solo un necio podría negar que tanto en el terreno de la economía mundial como en la relación de ésta con los Estados nacionales, y en la relación entre ellos y las clases sociales al interior de los mismos, las últimas décadas introdujeron cambios sustantivos. Dar cuenta de ellos no implica, como pretenden tanto los teóricos globalizadores como los globalofóbicos, la abismal unilateralidad para analizar las tendencias capitalistas.
En primer lugar, como si estas tendencias hubieran tenido lugar en una suerte de teleología automática de derrota en derrota, sin alternativa posible, lo que entre otras cosas, no hace un justo balance de las heroicas resistencias ni de la integración liberal de la socialdemocracia y los sindicatos, con la consecuente derrota material y moral de la clase trabajadora, modo en que el capital impuso las actuales condiciones de existencia.
En segundo lugar, porque las nuevas formas de reorganización del trabajo, composición y relación de las clases, cambios tecnológicos e informáticos, son tomados parcial y unilateralmente para llevarlos a los extremos, sosteniendo el divorcio completo entre el poder económico más transnacionalizado y la territorialidad estatal, el fin del trabajo y la absolutización de las ramas de servicios, o la revolución tecnológico-comunicacional de internet y las redes sociales, con el fin de sostener que los fundamentos objetivos que permiten pensar (desde el marxismo) una superación radical del sistema capitalista, están perimidos definitivamente.
Explicaciones unilaterales de este tipo también florecieron ante los importantes cambios de fines del siglo XIX. La corriente revisionista al interior de la socialdemocracia encabezada por Bernstein sostenía la disolución de las contradicciones estructurales del capitalismo y su posibilidad de evolucionar pacíficamente hacia el socialismo. Posteriormente Kautsky, con la teoría del ultraimperialismo, sostendría que la internacionalización de capitales evolucionaba hacia un único trust o monopolio mundial eliminando de este modo las contradicciones entre los distintos capitales nacionales. O Werner Sombart, quien señalando los supuestos errores del marxismo, pronosticaba que el capitalismo, “al envejecer, se vuelve más y más tranquilo, sosegado”.
El dirigente del Ejército Rojo retomaba esta polémica en El marxismo y nuestra época:
El capitalismo ha sido incapaz de desarrollar una sola de sus tendencias hasta el fin. Así como la concentración de la riqueza no suprime a la clase media, así tampoco el monopolio suprime a la competencia, sólo la ahoga y la contiene. Ni el “plan” de cada una de las sesenta familias ni las diversas variantes de esos planes se hallan interesados en lo más mínimo en la coordinación de las diferentes ramas de la economía, sino más bien en el aumento de los beneficios de su camarilla monopolista a expensas de otras camarillas y a expensas de toda la nación. En último término, el choque de semejantes planes no hace más que profundizar la anarquía de la economía nacional. La crisis de 1929 estalló en Estados Unidos un año después de haber declarado Sombart la completa indiferencia de su “ciencia” con respecto al problema de la crisis [2].
Podríamos decir algo similar frente a la unilateralización de ciertas tendencias por parte de diferentes teorías en la actualidad. Tras la crisis capitalista iniciada en 2008 se evidenció la insuperabilidad de las crisis sistémicas, la bancarrota de la gran empresa supraestatal de la Unión Europea del capital, o el retorno de los proteccionismos y guerras comerciales donde los Estados imperialistas hacen uso de gran parte su poder “sólido” en defensa de los intereses de los grupos económicos que representan. Estas crisis recrudecieron las desigualdades al interior del proceso de integración global, las opresiones y dependencias nacionales. Es decir, asistimos a un proceso de desarrollo desigual y combinado, con las consecuentes crisis en la economía, la relación entre los Estados y la lucha de clases que mantiene vigente la época de crisis, guerras y revoluciones. Pese a las mutaciones de la avanzada capitalista, el desafío de constituir a la clase obrera como fuerza hegemónica de todos “los movimientos” en una perspectiva anticapitalista y revolucionaria, ni utópica ni retrotópica, sino la única alternativa realista y posible.
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