[Left Voice, Estados Unidos] Las elecciones presidenciales norteamericanas transcurren en un contexto de declive del imperialismo estadounidense, con una crisis sanitaria y económica a nivel mundial. Salga quien salga electo, se va encontrar con una situación sin precedentes que se le suma un descontento cada vez mayor en el régimen.
La pandemia del coronavirus, el negacionismo de Trump, la recesión económica de EE. UU. y el conjunto de las economías a escala mundial, y el resurgimiento de la lucha de clases –con inmensas movilizaciones contra el racismo y la represión policial, las más grandes en su historia– enmarcan estas elecciones.
El régimen de EE. UU. se caracterizó tradicionalmente por sus fuertes divisiones entre los dos grandes partidos sobre los asuntos nacionales, tanto en el congreso, como entre el Gobierno nacional y los distintos estados. Todo esto sigue intacto. Pero más allá de los asuntos internos, hay un estado de alerta en la burguesía local. El aspecto internacional, históricamente fue un punto de mayor consenso. Sin embargo, este consenso se encuentra hoy con varios obstáculos, dado al declive de la hegemonía estadounidense y el surgimiento de China cómo potencia económica y tecnológica.
El fortalecimiento de los supremacistas blancos y las protestas de la extrema derecha, así como el surgimiento de China como una potencia capitalista que puede desafiar la hegemonía imperialista de los EE. UU., son factores que no se resolverán simplemente con un cambio de mandato.
Una hegemonía en declive en un mundo en declive
EE. UU. cada vez pierde más y más terreno en sus relaciones comerciales y cuestiones como la tecnología, y esto, junto con la pandemia, aceleró el conflicto con China. El discurso del “virus chino” expresa no solo la xenofobia, sino también la alarma por el freno a las exportaciones chinas de suministros sanitarios, el deseo de vencer a China en la carrera por una vacuna y la ansiedad por superarla incluso en su recuperación económica. China, tras haber contenido la pandemia en su territorio, informó de un crecimiento anual de casi el 5 % de junio a septiembre de 2020. Este crecimiento, sin embargo, lleva el peso de la grave contracción económica y los cierres de empresas que sufrió el gigante asiático tras la explosión mundial de Covid-19. Durante 30 años, China ha tenido un crecimiento económico sostenido, debido principalmente al bajo costo de la mano de obra de los trabajadores sobreexplotados con los que se reinsertó en el capitalismo global, convirtiéndose en un polo de atracción para el capital internacional. A principios de 2020, esto se interrumpió.
El comercio exterior es el principal factor de la actual recuperación económica de China. Las exportaciones e importaciones aumentaron un 10 % y un 13 %, respectivamente, desde que comenzó la pandemia. Es poco probable que la guerra comercial con EE. UU. se resuelva; más bien, se profundizará. Los altos niveles de estímulo fiscal también contribuyeron al crecimiento, pero esto puede resultar en déficits. La ayuda fiscal, el turismo y la reapertura de los servicios y el comercio urbano forman parte de un intento de revivir el mercado interno de China mientras las autoridades se esfuerzan por recuperar el terreno económico perdido, incluso cuando el coronavirus vuelve a surgir en muchas partes del mundo.
Las confrontaciones comerciales, tecnológicas y geopolíticas de EE. UU. con China se profundizarán independientemente del resultado de las elecciones. Mientras que la guerra comercial de Trump con Xi Jinping agudizó la batalla estratégica, el imperialismo ya estaba preocupado por la amenaza de la creciente influencia china durante la administración de Obama. Por eso Obama promovió el famoso pivot a Asia para reforzar la presencia militar estadounidense y fortalecer los lazos diplomáticos en la región. Ahora, en los debates y discursos, Trump y Biden se acusan mutuamente de no ser lo suficientemente severos en sus políticas hacia el gigante asiático.
Los propios asesores de Biden dicen que su administración continuaría con políticas agresivas, como el aumento de los aranceles, y ampliara la carrera por la innovación tecnológica, aunque buscará una mayor colaboración en la producción y el comercio que Trump. Pero la cuestión fundamental –la dominación imperialista del mundo– no puede ser resuelta por un gobierno más tradicional por sí solo. Esta batalla estratégica va más allá de quién sea presidente; no puede haber una perspectiva pacífica para la disputa sobre la hegemonía mundial.
La influencia de los EE. UU. en otras regiones también está disminuyendo. América Latina, el "patio trasero" histórico del imperialismo estadounidense, es un ejemplo bastante ilustrativo. Aparte del acuerdo comercial firmado con México, la administración Trump no recuperó su hegemonía regional, sino que perdió terreno económico en favor de China, que se convirtió en un importante socio comercial para varios países latinoamericanos. Además fue derrotado en el intento de golpe de Estado de Juan Guaidó en Venezuela, y sufrió un rotundo fracaso en Bolivia –después del golpe orquestado por la CIA que puso en el gobierno a la autoproclamada Jeanine Añez– cuando esos golpistas fueron derrotados en las elecciones por el MAS. Trump se ha dedicado a resaltar los acuerdos en Oriente Medio para mostrar algún acierto en política exterior.
Ganadores y perdedores de un gobierno de payasos capitalistas
La economía, el principal argumento de reelección de Trump, se va desmoronado no solo por el coronavirus, sino también por las contradicciones del modelo y la debilidad de la economía internacional, ahora en fuerte declive. Excepto en China, no se espera que el PIB crezca en ninguna de las principales economías del mundo. Trump afirma haber llevado a la economía estadounidense a su nivel más alto de la historia, pero el crecimiento anual anterior a 2020 fue en realidad similar al de la mayoría de los años de Obama –2,5 %, en promedio– y muy inferior al de China. Las cifras no están ni siquiera cerca de los niveles más altos de crecimiento de EE. UU. después de la Segunda Guerra Mundial, y ni siquiera superan los de los años 1990 y 2000.
Señalando el crecimiento, Trump destaca los buenos desempeños en la bolsa, que se benefició enormemente bajo su administración gracias a la desregulación, las tasas de interés, los recortes fiscales para los sectores más ricos y los enormes paquetes de estímulo aprobados por el Congreso antes y después de la pandemia. El presidente se jacta de que el índice Dow Jones alcanzó niveles históricos bajo su administración, lo cual es cierto, pero también sufrió su mayor caída este año, por la incertidumbre económica mundial y la desconfianza en su gestión de la pandemia. El hecho de dar prioridad a las ganancias en los mercados financieros afectó a los sectores industriales, el comercio y la agricultura.
La promesa de Trump fue que los estadounidenses “olvidados” dejarían de serlo. Este discurso apeló (y sigue apelando) a los trabajadores del Rust Belt (el sector industrial del centro noreste del país), a los agricultores y a los propietarios de pequeñas empresas. El aumento de los aranceles sobre los bienes importados para favorecer a la industria ayudó a la recuperación solo de sectores muy específicos, como el del acero, mientras que perjudica a los consumidores así como a otros sectores industriales debido a los aranceles que otros países establecieron como represalia. Entre ellos se encuentran las industrias automotriz, de electrodomésticos, informática y maderera, así como la producción de fertilizantes y agroquímicos, plaguicidas y cuero, con el consiguiente impacto en la agricultura y la ganadería. Mientras tanto, la pandemia aceleró el declive industrial de EE. UU., y los votantes obreros de Trump de 2016 han visto aumentar el desempleo y cierre de fábricas. El desempleo en agosto superó el 10% en las áreas industriales de Ohio y Pensilvania, justo en el corazón del Rust Belt. Muchas familias de clase trabajadora de estas áreas perdieron a sus seres queridos a causa del virus.
En los últimos días se publicaron estadísticas que hablan de una gran recuperación económica y, pos supuesto, Trump se agarró de ellas como si fueran un salvavidas. Pero a pocos días del 3 de noviembre y con más de 90 millones de votos ya emitidos mediante alguna de las modalidades de voto temprano, el efecto que pueda tener probablemente sea muy reducido.
Cómo votará el Rust Belt depende de la zona específica: algunas áreas siguen apoyando a Trump, otras volverán al voto demócrata, que históricamente caracterizó a esta región. En el Slate Belt de Pensilvania, por ejemplo, Trump lidera en las encuestas, mientras que Biden lo hace en los centros urbanos acereros como Easton y Belén. Hillary Clinton perdió estos sectores por 15 puntos, y Biden cerró significativamente esta brecha. Debido a su importancia en el Colegio Electoral, si Biden gana estados clave como Pennsylvania, Michigan y Wisconsin, es probable que salga electo.
Trump ganó estas áreas en 2016 debido a la economía; esta vez, puede perderlas por la misma razón, combinada con el descontento por el racismo sistémico. En los últimos años, se produjeron importantes cambios demográficos que explican las tensiones raciales y los debates sobre inmigración que Trump potenció con su agenda derechista. De 2000 a 2015, la población no estadounidense del medio oeste creció más de un 35 %, cambiando la demografía históricamente blanca de la región. Además, hubo una mayor afluencia de estudiantes universitarios que tradicionalmente iban a otros estados. Todo esto cambió la demografía e impulsó la economía de la región de los “Great Lakes” (los Grandes Lagos de nordeste del país).
Las áreas con las economías más arruinadas son también, en algunos casos, la base de apoyo de Trump. Se lo considera como el que puede hacer frente a los efectos económicos de la pandemia. Es en estas zonas industriales donde la presencia de las bandas de supremacistas blancos es mayor, precisamente porque es donde la segregación racial es más grande y la polarización política y racial es más profunda.
Trump dice que es “el presidente que más ha hecho por los afroamericanos, con la posible excepción de Abraham Lincoln”. Esta afirmación se basa en la tasa de desempleo de la comunidad negra durante su administración: fue del 3,5 % en 2019, la más baja en 50 años. Pero los trabajos a los que acceden los negros son generalmente de baja salario y precarios, como se vio expresamente durante la pandemia. Tomó unos pocos meses para que esta baja tasa de desempleo creciera en más de 10 puntos entre los trabajadores negros y latinos, empleados principalmente en hoteles, restaurantes, turismo, repartidores, supermercados, otros servicios y como personal doméstico. Los trabajos más expuestos al virus. Todo indica que serán los grandes perdedores de la pandemia y que la recuperación, lejos de la “forma de V” ( fuerte caída, pero con rápida recuperación) que predice Trump, profundizará la desigualdad. Algunos economistas hablan de una recuperación en forma de “K” (recuperación desigual entre distintos sectores de la economía), en la que los sectores más ricos aumentarán sus beneficios (como durante toda la pandemia) y los más bajos verán incluso peores ingresos. Los trabajadores con menor poder adquisitivo ya sufrieron una caída del 47 %, mientras que la caída de los trabajadores con mayor poder adquisitivo ha sido solo del 13 % en promedio.
Los paquetes de estímulo, el seguro de desempleo y los pagos federales ayudaron a paliar los impactos económicos, pero a gran parte de la clase trabajadora le queda poco a perder. Las empresas capitalistas no están dispuestas a renunciar a los beneficios que implican los bajos salarios y la mayor flexibilización laboral impuesta durante la pandemia. Incluso en un el mandato de Biden, que dice dar prioridad a los trabajadores y especialmente a negros y latinos, la clase obrera tendrá que luchar para no pagar las consecuencias de la crisis. Una clase trabajadora precarizada, de color, que también fue parte de las protestas de Black Lives Matter (BLM) y lideró muchos de los conflictos laborales de 2020 (que también fueron disminuyendo junto con las políticas de estímulo fiscal).
Entre los granjeros, el apoyo a Trump persiste, a pesar de que han sido los más afectados por la guerra comercial con China, este siendo el principal comprador de productos agrícolas del país. Los agricultores incluso organizaron protestas, tirando sus productos en sus campos para dejar en evidencia los bajos precios debido a la pandemia. Pero estos también se beneficiaron de los 28.000 millones de dólares de estímulo, que compraron su apoyo a Trump. Este sector considera que China es un competidor injusto y especulativo; la mayoría apoya los aranceles, a pesar de sus efectos negativos a corto plazo.
Las zonas rurales también representan una gran parte del voto evangélico: en las encuestas, estas comunidades siguen apoyando a Trump con un abrumador 80 %, lo cual coincide con Trump haciendo de la lucha contra los derechos reproductivos una de sus principales banderas, incluso firmando declaraciones internacionales y, sobre todo, nombrando a Amy Coney Barret para la Corte Suprema. El alineamiento con Israel también genera una gran simpatía entre los evangélicos.
El partido republicano en un camino a ciegas
Los cambios en el apoyo al Partido Republicano expresan la tensión histórica entre el apoyo tradicional del partido a un comercio más abierto y los sectores de la burguesía que se concentran más en el mercado interno, promueven el proteccionismo y se ubican de forma más agresiva en el terreno internacional. El gobierno de Trump no cumplió con las promesas de restablecer las empresas americanas, aumentar el empleo, o disminuir el déficit comercial. Esto revela los límites del proteccionismo cuando el capital estadounidense elige mano de obra barata sobre el nacionalismo y la especulación financiera sobre la producción, y cuando no puede escapar de la internacionalización de una economía mundial en la que es el principal deudor.
La crisis del partido Republicano va mucho mas lejos. Los “Never-Trumpers” (Jamás Trumpistas, NdelT) dentro del partido trabajan intensamente para que Biden sea electo. Algunos incluso recibieron guiños del candidato Demócrata para formar parte de su gabinete. Muchos cuestionaron la falta de una nueva plataforma y el culto alrededor de la figura presidencial, que solo explota su perfil como “outsider” de la politica del establishment estadounidense. Ven que Trump altera los valores tradicionales republicanos y temen que destruya para siempre al partido. Mientras tanto, los Demócratas explotan las discusiones abiertas sobre la cuestión racial, las cuestiones de género, o la libertad de expresión cuando en el partido Republicano creció la extensión de lazos con la derecha “alternativa” (o extrema) , incluso a nivel internacional, lo que crea una gran inestabilidad dentro del régimen del partido. Trump se apoya agresivamente en este sector con la intención de crear una fuerte polarización de las elecciones, movilizándolos a favor de sus propios intereses. El régimen del partido deja cada vez más claro su hartazgo con esto, así como con las tensiones sociales que van aumentando.
El partido Demócrata: atado a sus compromisos con el capital y apretados por su propia base social
El Partido Demócrata tuvo unas primarias presidenciales turbulentas. A principios de febrero de 2020, parecía que el senador de Vermont Bernie Sanders tenía el espacio suficiente para derrotar al establishment demócrata. Pero no pudo. Los líderes demócratas tomaron una decisión arriesgada: el partido permanece fiel al capital hegemónico disciplinando a su ala insurgente, traicionando así las expectativas de cientos de miles de seguidores de Sanders.
En 2016, Barack Obama y Hillary Clinton habían puesto grandes recursos para evitar que Sanders se convirtiera en el candidato. En retrospectiva, lo hicieron sin demasiado costo político. Esta vez, Sanders jugó un papel central, apoyando a Biden con entusiasmo –asegurando a sus jóvenes seguidores de bajos ingresos y multiétnicos que la unidad del partido es lo primordial. Ni siquiera exigió que la plataforma de Biden incluyera alguna de sus promesas electorales. El apoyo de Sanders le dio al establishment el espacio necesario para girar la agenda del partido hacia la derecha, con Biden como candidato a la estabilidad capitalista.
Muchos consideran que la elección presidencial es un referéndum del gobierno de Trump, mientras que Biden lidera significativamente en las encuestas. El golpe violento que significó la pandemia hizo que esto fuera posible. La mala gestión de Trump y la crisis económica que promete convertirse en una larga recesión le dio un nuevo golpe vital al partido Demócrata. En mayo, después de tres meses de cuarentena y con gran aumento del desempleo, las masas entraron en escena. Los asesinatos racistas de George Floyd y Breonna Taylor conmocionaron al país y abrieron un segundo capítulo del movimiento masivo de BLM.
Para los demócratas, el levantamiento BLM expone una gran contradicción. Por un lado, el odio hacia Trump, un déspota millonario, extendido y envalentonado. Tal como parecen indicar las encuestas, nuevos sectores de votantes se movilizaron para deshacerse del payaso autoritario después de cuatro años. Pero por otro lado, el movimiento BLM enfrentó al Partido Demócrata con un problema: giró la situación hacia la izquierda, puso el racismo sistémico en la agenda nacional y golpeó duramente la legitimidad de uno de los pilares del Estado: la policía. El movimiento dejó a una base de votantes jóvenes hartos de los dos grandes partidos del capital y del racismo estructural. Una vanguardia de jóvenes y trabajadores están rompiendo con las ilusiones de que hay una diferencia significativa entre las agendas demócrata y republicana y que las reformas pueden conseguirse votando por candidatos progresistas –ilusiones que el ala izquierda del Partido Demócrata sigue promoviendo. Esta creciente radicalización no necesariamente afectará a estas elecciones –muchos se taparán la nariz al momento de votar a Biden cómo candidato de "mal menor"– pero el surgimiento de esta vanguardia podría ser el prólogo de un profundo proceso de ruptura con los demócratas contextualizado en una crisis ya histórica de la relación del partido con el movimiento de masas.
Los demócratas ya se enfrentan a profundas contradicciones. Lograron desviar el movimiento BLM hacia las urnas –ayudado por la falta unidad y solidaridad de los trabajadores hacia el movimiento, la negativa de la burocracia sindical a expulsar a los sindicatos de la policial del las filas del movimiento obrero, y la falta de una estrategia clara para que el BLM se desarrolle con una vía revolucionaria– pero el movimiento BLM no fue derrotado. La fuerza que logró conseguir el partido demócrata no puede explicarse fuera de la ala izquierda del partido, que viene promoviendo candidatos “progresitas” –especialmente afroamericanos y latinos como el candidato de congreso Cori Bush en el estado sureño de Missouri– en el seno de la lucha callejera contra la violencia racista. Cuando ganan estos candidatos, refleja el giro a la izquierda dentro de la base del partido Demócrata, que a su vez solo refuerza a este partido capitalista tradicional. Es el movimiento en las calles –incluso en la medida en que se vaya cooptando– lo que permite un panorama electoral favorable a los demócratas.
Un escenario con Biden como presidente implica que este tenga que navegar entre la crisis económica , la deslegitimación política, sus compromisos con el capital y la necesidad de mantener el movimiento de masas bajo control –junto con la crisis sanitaria que sigue vigente y una larga recesión por venir.
La burguesía, por su parte, está dividida. El temor a que los resultados deslegitimen las instituciones electorales y produzcan un gobierno débil empujó al capital hegemónico a alinearse detrás de Biden. A pesar de lo turbulento que fue el gobierno de Trump, los presidentes suelen ganar una reelección, razón por la cual hasta hace poco Trump seguía contando con el apoyo de Wall Street. A medida que Biden fue ganando más espacio en las encuestas, los representantes de Wall Street empezaron a temer, ante la posibilidad de que pierda Trump, que los impuestos volvieran a subir. No es ningún secreto que estaban contentos con Trump. Según el analista Steven Pearlstein en julio, el lobby financiero se “sentía protegido”.
Los inversionistas también se han dejado llevar por la complacencia en las últimas tres décadas en las que los estadounidenses llegaron a adoptar la idea de que la única manera de mantener la economía competitiva y en crecimiento era poner los intereses de los inversionistas por encima de los de todos los demás. No es una coincidencia que, a medida que las normas empresariales y las políticas públicas se adaptaron a la idea de que las empresas existen para maximizar la ganancia para los accionistas, la parte de la renta nacional que iba a los titulares de inversiones de capital aumentó en más de cinco puntos porcentuales. Esta redistribución de un billón de dólares al año de los trabajadores hacia los inversores se ha convertido en algo tan normal que pocos en el mundo de los negocios lo cuestionan.
Las contribuciones a la campaña de Biden, por ahora, son cuatro veces mayores a las de Trump. “Los inversores temieron inicialmente una ‘ola azul’ (por color de los Demócratas, NdelT), pero una postergación electoral o impugnación resulta más inquietante aún”, comentaron recientemente los analistas de UBS. Una encuesta de Bank of America a los gerentes de fondos muestra que el 61% de los inversores encuestados creen que los resultados serán impugnados en la Corte Suprema –y por lo tanto desestabilizarán los mercados. Las industrias del petróleo y la construcción siguen estando en gran medida en contra de Biden. Lo que omite Pearlstein es que durante estas décadas de neoliberalismo salvaje, tanto las administraciones demócratas como republicanas utilizaron todas las herramientas posibles para garantizar esa “redistribución de un billón al año, desde trabajadores hacia inversores”. Demócratas y Republicanos por igual son los arquitectos de una economía basada en el capital financiero, en la que cada crisis aplasta a los pequeños ahorristas. Durante la administración de Obama, los rescates importantes fueron directo a Wall Street tras el colapso de la bolsa en 2008. Esto no implica que no haya tensiones entre Wall Street y el partido Demócrata. Hay tensiones vivas en cómo hacer frente a la crisis económica. Lo que más preocupa a Wall Street ahora es una regulación financiera más estricta, seguida por la agenda pro trabajo de Biden –inquietudes compartidas por varios sectores de la burguesía.
Los líderes sindicales al rescate, otra vez
Biden está promoviendo la PRO Act (Protect the Right to Organize Act , ley de protección al derecho de organizarse, NdelT), la reforma laboral más importante en la historia reciente del país. Le atribuye un mayor poder a la ley federal para darle mayor protección y capacidad de organizarse a los trabajadores del sector privado. Aumenta las sanciones a los patrones que violan los derechos laborales, prohíbe a los patrones interferir en elecciones sindicales y exige un nuevo protocolo para resolver conflictos en las negociaciones de contratos. Biden también apoya a la aplicación en todo el país del reglamento “ABC” lo cual impide que los trabajadores sean clasificados como contratistas independientes y por ende, negarles protección laboral y beneficios como cobertura médica. Prometió a los sindicatos que aumentaría el salario general de los empleados del gobierno federal. La derecha antiobrera ya está contraatacando, incluso con la mentira descarada de que la PRO Act da a los sindicatos del sector público el derecho a organizarse en los estados que ahora lo prohíben (lo cual no hace).
Es más que falso considerar a Joe Biden como "moderado" en política laboral. Su plataforma de campaña se parece más a la lista de deseos de un sindicato que a cualquier cosa parecida a un punto medio. Los votantes deberían ver sus planes como lo que realmente son: una transformación radical de la economía americana. ¿Es eso lo que realmente quieren los votantes?
Los grandes dirigentes y referentes sindicales están haciendo campaña por Biden como un candidato pro movimiento laboral, prosindical, y proobrero. Su retórica prosindical fue una de las grandes razones por las que Obama lo había elegido como su compañero de fórmula. Pero los demócratas tienen discursos demagogos de este estilo continuamente. Estas medidas no se transformarán en realidad a menos que haya lucha de clases y que se cuestione el lucro capitalista. Los demócratas tuvieron mayoría en ambas cámaras del congreso durante el gobierno de Obama y aún así no aprobaron la PRO Act. No por nada firmas de abogados profundamente anti sindicales como Jackson Lewis son patrocinadores entusiastas de la campaña de Biden.
El prontuario actual de Biden no tiene nada de proobrero. En 1977-78 durante una gran puja de parte de los sindicatos para que salga una nueva reforma laboral, titubeó durante meses y saboteó la propuesta con constantes críticas públicas. Escribió el proyecto de ley de bancarrota de 2005 que recompensaba a los acreedores y castigaba a los deudores. Peor aún, fue uno de los principales autores legislativos del encarcelamiento masivo que dejó devastada a una gran parte de la clase trabajadora americana que ya era víctima de un castigo y vigilancia policial constante.
Biden propone limitar el avance de la ofensiva neoliberal contra el sector de los trabajadores para "volver a donde estábamos". Pero una administración demócrata tendrá que manejar la crisis y la recesión anticipada si se quiere rescatar al capitalismo, y el capital espera que su candidato imponga los planes de austeridad necesarios. En tiempos de auge, los demócratas hacen poco y nada por la clase obrera; en tiempos de crisis, se preparan para que los trabajadores lleven la carga sobre sus espaldas. Los gestos de Biden están dirigidos a restaurar la relación entre el Partido Demócrata y los trabajadores sindicalizados después de que el movimiento laboral organizado se dividiera en 2016 con la aparición de Trump.
Hay un enorme sector de trabajadores que no están organizados porque la burocracia sindical fue cómplice de los esfuerzos del capitalismo por liquidar los sindicatos y se negó a sindicalizar a los trabajadores más aplastados. La traición más reciente de la burocracia es su negativa a movilizar a los sindicatos en solidaridad con el movimiento BLM, junto con su oposición a la desafiliación de los sindicatos de la policía y el fracaso en la organización de los desempleados, los trabajadores indocumentados o los inmigrantes en un momento en que la pandemia arrasó con estos sectores. De hecho, la burocracia sindical desempeñó un papel clave de contención para evitar que el movimiento BLM desafiara no solo a la administración Trump, sino al régimen bipartidista en su conjunto.
Polarización, lucha de clases y relación de fuerza
Uno de los rasgos más dinámicos de la crisis orgánica en desarrollo en EE. UU. se puede observar en el seno de los dos partidos tradicionales del capital imperialista y en sus propias crisis. Como escribió el ex escritor de discursos de Hillary Clinton, Stephen Metcalf, en el New Yorker, dirigiéndose al fundador de Vox, Ezra Klein, en su libro Why We’re Polarized (Por qué estamos polarizados, NdelT):
Los partidos Demócrata y Republicano una vez realizaron, internamente, el trabajo del liberalismo. Moderaron las pasiones, forzaron a personas disímiles a coexistir, y resolvieron las diferencias con compromisos. Como explica Ezra Klein, también formaron un duopolio comprometido con la complacencia moral, especialmente en el tema de la raza. Luego, en los años sesenta, los demócratas aprobaron importantes leyes de derechos civiles y el electorado estadounidense comenzó una gran reestructuración. Mientras los votantes negros gravitaban hacia los Demócratas, los votantes blancos huyeron hacia los Republicanos. Con el tiempo, los efectos se registraron más ampliamente. Los patrones de votación están ahora altamente correlacionados con la religión, la raza, la etnia, el género y el vecindario. En la era Trump, cada partido tiene una visión del mundo que es internamente coherente, y esas visiones del mundo son mutuamente excluyentes y hostiles entre sí. Nuestro yo social y partidario casi se ha fusionado.
La crisis del Partido Republicano es existencial. Su "visión del mundo", según Klein, es incompatible con los cambios demográficos e ideológicos de las dos últimas décadas. Las dos grandes crisis capitalistas del siglo XXI, en 2008 y ahora en 2020, dieron forma a nuevas generaciones racialmente diversas. Tanto los jóvenes de la clase trabajadora como los de la clase media educada ya no tienen expectativas de que el sistema pueda conseguir que vivan bien. Estos jóvenes están informados por las redes sociales. En sus familias, están haciendo de puente entre varias generaciones: ya sea trabajando o en la escuela, pueden desempeñar un papel de ayuda económica y de modificación de la cultura. Vemos los cambios ideológicos en la comunidad latina:
Puede ser fácil asumir que los votantes latinos están ocupados con un solo tema, enfocados en la inmigración, pero el grupo de Kumar ha encontrado algo más. “Todo se trata del cuidado de la salud en la comunidad latina”, dijo. Los latinos suelen formar parte de la “generación de los sándwiches” a una edad mucho más temprana que el estadounidense medio, responsable de cuidar a los padres mayores y a los niños más pequeños. Y con el golpe duro que significó a los latinos el COVID, el cuidado de la salud es especialmente importante en el 2020.
Los jóvenes Latinx están presionando dentro de sus comunidades para adoptar una agenda que choca con el conservadurismo del Partido Republicano. Lo mismo puede decirse de la juventud blanca de clase media que, con muchos sacrificios familiares, se las arregla para llegar a la universidad a costa de una deuda de por vida. A las condiciones materiales de los llamados Millennials y generación Z, hay que agregar que son anti-racistas, antiopresiones, y totalmente conscientes de la amenaza del cambio climático. No es casualidad que esta juventud haya surgido como un sector cada vez más consciente de que el capitalismo no tiene nada que ofrecer.
Pero como en cualquier polarización, la radicalización no es solo a la izquierda. Muchos de los empobrecidos y desfavorecidos por el neoliberalismo en los suburbios de EE. UU. y las pequeñas ciudades, y los de clase obrera que vieron empeorar sus condiciones de vida en la era de Obama, dejaron de creer en el establishment y abrazaron la variante de Trump del populismo de derecha.
Hoy en día, el partido tradicional del conservadurismo estadounidense carece de liderazgo y visión estratégica. Se encuentra en una encrucijada: someterse a su ala intensamente reaccionaria o "reinventarse" a sí mismo. Es un problema que señalan los analistas burgueses dentro y fuera del partido:
El Partido Republicano ha estado empleando una estrategia de retaguardia, usando el asunto de los salarios para resistir el tic tac del reloj ante un país cambiante. La estrategia ha ayudado a los republicanos a ganar las elecciones pero ha sido notablemente miope. El tiempo está alcanzando al GOP (Grand Old Party, apodo del partido republicano, NdelT). Sus votantes leales están disminuyendo en número y aún así frenado la transformación del partido. No puede reinventarse a sí mismo sin arriesgar su apoyo y, en cualquier caso, no podría reinventarse de manera suficientemente convincente para un rápido cambio de rumbo. Los republicanos han cambiado el futuro del partido por el país de ayer.
En el mundo de Occupy Wall Street, la Women’s March, el #MeToo y BLM hay poco espacio para la reaccionaria agenda republicana. Al mismo tiempo, renunciar a la agenda racista, anti aborto y anti-inmigrante podría alejar a los votantes republicanos de línea dura. La agenda conservadora tiene un peso significativo en el país, como se evidencia en las manifestaciones anticuarentena que tuvieron lugar a nivel nacional, que dieron a Trump el respaldo social para reabrir la economía prematuramente. Lo que preocupa no es el tamaño de esas movilizaciones, que por lo general representan una pequeña minoría, sino el apoyo entusiasta que da Wall Street. Los principales sectores hegemónicos giraron de Trump a Biden pero solo porque ven en él lo que se necesita para pacificar el movimiento de masas y avanzar en la agenda imperialista.
El curso que tome el GOP después de las elecciones dependerá de la profundidad de la crisis económica, de la extensión de la crisis sanitaria y la lucha de clases. Trump no es un loco aislado en la Casa Blanca, sino que representa un ala real de la burguesía estadounidense y un sector de las masas desencantadas que utiliza como base de maniobra para su agenda ultrareaccionaria. Pase lo que pase en noviembre, el Trumpismo como fenómeno político creado por la crisis orgánica llegó para quedarse.
A su vez, el Partido Demócrata espera recuperar la Casa Blanca y tal vez el Senado. Tendrá que lidiar con las aspiraciones de su base social (fuertemente arraigada en el movimiento obrero tradicional, las clases medias de las ciudades grandes y medianas, así como las comunidades negras) y responder a las necesidades del capital hegemónico generadas por la crisis actual. Aquellos que apuestan a que el gobierno de Biden cumplirá sus promesas de campaña e implementará reformas radicales (como gran parte de la izquierda, incluyendo la DSA) están enterrando la cabeza en arena. El imperialismo estadounidense no está en posición de hacer concesiones al movimiento de masas, tanto por la crisis interna como por su débil hegemonía global, y los demócratas tendrán que implementar la agenda imperialista que dictan los patrocinadores de Biden.
La estrategia de Biden es crear un nuevo centro político, un nuevo consenso burgués que permita a EE. UU. superar su crisis externa e interna. Pero parece muy poco probable que tenga éxito dadas las condiciones actuales.
Por mucho que todo parezca favorecer a Biden el 3 de noviembre, no está descartado que Trump pueda ganar. Florida y Pensilvania, que pueden determinar el resultado, parecen estar en disputa. Un estrecho margen en cualquier estado permitirá a Trump impugnar la elección. Si esto termina en la corte, los elementos de crisis orgánica tenderán a expresarse en toda su magnitud. La izquierda socialista tiene que prepararse para el período que se abrirá.
Perspectivas socialistas
La organización socialista más grande del país, el DSA, viene dando pasos más grandes hacia la derecha, en medio de unas elecciones con un resultado imprevisible. Después del rotundo fracaso de Sanders en las internas, y después de dar su apoyo a Biden, la mayoría de los dirigentes del DSA cercanos a la revista Jacobin empezaron también a apoyar a Biden basándose en que Trump representa al fascismo en el país. De la llamada a votar por el “mal menor”, Jacobin pasó directamente a urgir a Biden a que cumpliera sus promesas de campaña. Si el frente único burgués funciona y Biden gana las elecciones, el DSA habrá dado un paso más en su integración al régimen capitalista a través del Partido Demócrata.
La tarea ahora es prepararse en el caso de un gobierno Demócrata, en medio de la pandemia, que atacará inevitablemente a los trabajadores y las masas porque también se le habrá dado la tarea estratégica de recuperar el terreno perdido en el orden mundial con una agenda agresivamente imperialista. Para los socialistas, esto significa que debemos separarnos de los demócratas ahora. Tenemos que dejar claro que Biden traicionará todas y cada una de las expectativas de la clase obrera y los oprimidos, en particular la comunidad negra. Aunque no hemos visto una ruptura significativa con el Partido Demócrata, una presidencia de Biden podría acelerar la experiencia de la vanguardia. Abre la posibilidad de que surja una nueva organización socialista revolucionaria en EE. UU., construida junto con la vanguardia antirracista, la vanguardia de los trabajadores que se enfrentó a la pandemia, y nuevos sectores que se radicalizan al calor de la crisis. Si hay lucha de clases en forma de resistencia contra los planes de austeridad o un nuevo despertar del movimiento antirracista, los socialistas tenemos la responsabilidad de desplegar un programa revolucionario y plantear una alternativa política para los que buscan un norte político.
Si Trump impugna el resultado de las elecciones, pondrá en tela de juicio todos los derechos democráticos básicos. No podemos dejar la defensa del voto y los derechos democráticos a los demócratas, la misma gente que usó todo tipo de maniobras contra su propia ala interna en desacuerdo. Este escenario nos obliga como socialistas a prepararnos para intervenir independientemente para defender incondicionalmente los derechos democráticos de la clase obrera y los oprimidos en los EE. UU.. Nuestra perspectiva debe ser la de un frente único de trabajadores en sindicatos, trabajadores no organizados, y el movimiento BLM para unificar la lucha por la defensa de los derechos democráticos, contra el racismo, y contra los planes de austeridad que los capitalistas quieren aplicar.
Esto también tiene un componente internacional. Ambas partidos tradicionales se preparan para mayores tensiones con China y para tratar de restaurar la hegemonía de EE. UU. en el mundo. Ya sea con Biden o Trump a la cabeza, las sanciones continuarán contra países como Venezuela, Irán y Cuba que se niegan a someterse a los proyectos trazados por imperialismo yankee. La alianza estratégica con Israel seguirá en pie. Las tropas estadounidenses seguirán en el Medio Oriente. México y el resto de América Latina sufrirán la misma opresión extrema. Ya sea a través de un retorno al multilateralismo neoliberal o el enfoque de Trump de America First, la decadencia del imperio hará sufrir a las masas de los países oprimidos. La izquierda socialista estadounidense tiene otra tarea urgente: construir allá una fuerte oposición a los planes imperiales del régimen bipartidista.
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