La serie fue creada por Charie Brooker para la televisión británica. Es una ciencia ficción casi inmediata, nacida de los temores de nuestra relación actual con el mundo digital. Disponible en Netflix.
Jueves 26 de enero de 2017
En cuestiones tecnológicas, el mañana inicia cuando la imaginación se dispara. En cierta medida, lo que está por venir no es más que un destello de intuición de lo que hoy vivimos. La ciencia ficción de Black Mirror hierve en ese futuro que, en el reloj de los avances científicos, está a sólo un par de segundos.
En los momentos de mayor perturbación, la serie postula que los cambios, tal vez, ya estén aquí. Entonces, el impacto que la alta tecnología viene a tener en la conciencia del hombre obliga a discernir entre la realidad que muestran las “pantallas negras” de lo que cada uno entiende por verdadera realidad. Si alguien pensó que la profecía digital venia a sacarnos del fango de las inhibiciones y las pesadillas, estaba muy equivocado.
La serie cuenta con tres temporadas de capítulos sin continuidad de argumento ni de personajes, pero ligados entre sí por la adicción y la dependencia con la que el hombre se encadena a los avances tecnológicos Echemos un vistazo a algunas historias que nos cuenta la serie.
En una sociedad cercana, los humanos pueden adjudicarse puntos mutuamente por el motivo que sea: un gesto amable, una sonrisa sensual, un favor esperado. La sumatoria de puntos le permitirá, a cada persona dedicada, poder aspirar a privilegios sociales. De modo tal que todos caminan con sus cabezas gachas y sus celulares en mano porque éste se ha transformado en el apósito con el que se califica, y que permite subir o bajar en las jerarquías sociales de un mundo de ostentaciones.
En un mañana inminente, una mujer pierde a su joven esposo pero un novedoso software, que rearma al difunto a partir de fotos, mails, mensajes y preferencias que aún flotan en la web, le permite recuperar al ser que amó. Puede chatear con él. Incluso hablar por teléfono. Pero es sólo cáscara. La voz de su esposo resuena, pero es una inteligencia distante y digital quien articula las respuestas. Este consuelo de ceros y unos mitiga su soledad, suaviza el dolor.
En un futuro contiguo, casi todos los seres humanos llevan un chip conectado a su retina, de modo que ningún momento se pierde. Cualquier recuerdo es factible de ser rebobinado. La convivencia constante con cualquier instante del pasado, que ha sido grabado y almacenado, está disponible. Se puede compartir. Se puede socializar. El hombre invierte su tiempo es repasar, una y otra vez, los momentos que ya vivió.
Varias personas son obligadas a diferentes diligencias para alguien que, desde el anonimato de la tecnología, los extorsiona a cada paso. Han pisado en falso desde sus computadoras y ahora son peones en un ajedrez etéreo y perverso.
Black Mirror es un aliento frío.
¿Acaso esta serie nos está interpelando? ¿En la memoria humana, como en la del ordenador, se podrán inscribir nuevos datos? Así como la primera foto eternizó un instante, ¿la tecnología ha venido a cambiar la percepción del pasado y el presente, ya que está a mano cuando se lo desea? Tal vez, estas preguntas se presenten cuando la propia conciencia se transforma en una neblina de vigilia y de sueño, repleta de acontecimientos que no han tenido lugar excepto en el recodo donde almacenamos los deseos y la esperanza. Así que, si la naturaleza de la realidad es flexible, ¿el mundo puede ser totalmente simulado?
Black Mirror nos enfrenta a realidades alternativas, abusos empresariales, vanidades sociales, alienación justificada. Este mundo se parece demasiado al nuestro: proyecta las paranoias de un futuro en el que los gobiernos, y las sociedades anónimas que los controlan, desarrollan tecnologías invasivas que fiscalizan a la población, que la espían, que la alienan. Convierten la privacidad y las conciencias en algo obsoleto o en lo que mejor saben hacer, mercancía.
Este futuro- ¿futuro?- sería sofocante, ¿no es verdad? Como en toda prisión a dónde son barridos los pobres y los desvalidos, la libre expresión y la humana disconformidad sucumbirían bajo el peso de los mensajes de texto, los emails, las conversaciones por celular, los videos y las selfies: ese catálogo detallado de nuestras ilusiones, felicidades, errores u ofensivos comentarios. Estos vivirán para siempre en el mundo digital, en línea, disponible para la curiosidad morbosa de quien lo pretenda. La tecnología, pareciera decirnos la serie, convertirá la intimidad en un libro abierto. La determinación en una manipulación. Y todo para conformar una realidad virtual más conveniente. ¿Para quién? No para nosotros, los de a pie. Eso está claro.
Toda buena ciencia ficción, así como todo humano consciente, busca cuestionar la realidad. No es del futuro de lo que se dispone a hablar, sino de las implicancias que el presente tiene y tendrá en el destino humano. ¿Eres quién crees que eres? ¿A qué nivel podría trepar, verdaderamente, tu felicidad? ¿No son éstas, acaso, las preguntas más lícitas que nuestra subjetividad debería plantearse? Está claro que la ciencia ficción, otrora tan bastardeada, nos impulsa a preguntárnoslo con casi la misma perentoria urgencia que los filósofos del pasado.
Pero no es la tecnología que avanza, como un dragón que todo incinera, lo que debería alertarnos. El hombre ha sabido, siempre, aliarse a ella. Al fin y al cabo, es su hija. El fruto de su sudor y de sus sueños. El andén que se extiende hasta la próxima estación. Los miedos que ella despierta no son parte de su naturaleza sino de nuestra propia alienación y de las condiciones, por supuesto, del imperio de la explotación.
No hace mucho, recordábamos, con respeto, el aniversario del fallecimiento de Aaron Swartz, un usuario privilegiado de este mañana digital. Reconocíamos su integridad y sus esfuerzos por parir una tecnología libre de las fauces de los gobiernos y las compañías pero le criticábamos, al fin, su concepción individual de la redención humana. Su prédica de la responsabilidad particular y sus esfuerzos para morigerar leyes lo llevaron al mismo nihilismo personal que muchos, hoy, sienten frente a la tecnología. Reconociéndolo como uno de los nuestros, disentimos. Somos proclives a pensar que las garras que rasgan las conciencias no se detendrán frente a regulaciones de ningún tipo; está claro que si hoy no nos asaltan de desde los “espejos negros” de las pantallas de monitores, TV o celulares sino desde sus gerencias, mañana también lo harán.
Black Mirror nos inspira a la reflexión. Para cualquier ficción que se precie de algo, esto sería suficiente. Sin embargo, a ella esto no le basta. Cuestiona que cada día nos miremos, casi como una adicción, en las pantallas negras de nuestros aparatos inteligentes. Disecciona el presente con originalidad, con paciencia y con encanto. Y si es ésta una de las funciones de la ciencia ficción, entonces podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que esta serie vale la pena.