Secuelas del 8A: un taxista antiaborto le cuenta su historia a una pasajera de pañuelo verde. El relato incluye bebé con dos cabezas y un tipo que empieza a "ver cosas" después de reventar laburando para Felfort.
Cecilia Rodríguez @cecilia.laura.r
Sábado 11 de agosto de 2018 12:32
FOTO: Joaquin Diaz Reck / Enfoque Rojo, tomada durante la movilización celeste del 8A, frente al Congreso.
Sábado a la madrugada. Me tomo un taxi para volver a casa. El tipo tiene el pañuelo celeste atado a la palanca de cambios. Yo tengo el verde atado a la mochila. Nos miramos con mutua incomprensión.
Bueno, parece que usted es la única que no siente el frío, dice.
Claro, estoy apenas con una remerita de mangas largas y traspirada de arriba a abajo. Así estuve todo el día: acalorada. Después del alto golpe de frío que nos pegamos el 8A cualquier cosa me parece primavera.
Esto no es nada -le digo-, vos porque no estuviste hasta la madrugada en Congreso… Ah sí, ¿y de qué lado estuviste?... Del verde, obvio… Ah, mirá vos… Además entreno, viste, en el parque todas las mañanas (amo mentir a los taxistas)… Ah, mirá que bien... Sí, me gusta saber un poco de boxeo y eso, si alguno se me quiere hacer el loco por la calle lo bajo de un sopapo…
El tipo me dejó de hablar. Le volví a sacar charla solo porque soy curiosa y quiero resolver una duda: ¿de dónde sale esta gente que opina cosas tan tremendas contra las mujeres? Los senadores esos, que montaron un espectáculo de 16 horas solo para votar lo que ya habían decidido: ¿a quiénes estaban personificando? ¿Qué onda los celestes? ¡¿Qué-les-pa-sa?!...
Y bueno, ahí el taxista, que se llama Miguel, me contó su historia: antes de ponerse el taxi, pasó de fábrica en fábrica hasta que reventó laburando para Felfort. Me describió de pies a cabeza a Carlos Fort -padre de Ricky-, que por esos años controlaba meticulosamente la línea de producción de chocolates. Me describió las planillas, el panóptico, el control absoluto sobre los trabajadores, la estrategia patronal para hacerlo laburar hasta que reviente… Y así, con el tiempo, Miguel empezó a sentirse mal, empezó a sufrir convulsiones, empezó a “ver cosas”, "manifestaciones", "premoniciones", vio la looooz, “se hizo metafísico”. Llegó a la Iglesia.
Una vez que desarrolló qué cosa entiende él por metafísica, Miguel empezó a mentir. Dijo que “no era machista” porque toda la vida bancó económicamente a la hermana y sugirió que ella lo cagó luego de que le pidió guita para comprar un terreno con el esposo.
Acto seguido contó una historia inverosímil de un bebé con dos cabezas. Me explicó gráficamente que la segunda cabeza le salía de la panza y que eso ya lo sabían antes de que naciera pero “él decidió” tenerlo igual porque es “lo natural” y a nosotros “nos quieren hacer ir en contra de la naturaleza”, porque renunciar al “rol evolutivo” de “ser madre” es “igual de antinatural” que “lo de los homosexuales”…
Afortunadamente, esta parte del relato arrancó cuando el taxi ya llegaba a mi casa. Lo pude hacer callar antes de que batiera la santísima trinidad: trolas, putos y negros cabezas. Amén.
Lo que queda claro es a quién hay que ir a reclamarle por la existencia de estas mentalidades divagantes, base pasiva para la vanguardia “crema del cielo”. Anoten: Carlos Fort, padre de Ricky, cementerio de la Recoleta (ponele). Si no se sienten muy metafísicos como para ir a reclamarle a un muerto, recuerden que quedan varios vivos: podemos empezar con Paolo Rocca y la banda de los “arrepentidos” y seguir con los Grobocopatel y la Sociedad Rural, con los bancos, las financistas, las petroleras, las mineras y, lamentablemente, etcétera.
Esta gente no solo se llena de plata mientras nosotros penamos por la boleta del gas; no solo consume los músculos de personas como Miguel: también consume cerebros. De hecho, la historia de Miguel es esa: dice que Carlos Fort vio que el tipo era bueno, vio que sabía, que era capo. Miguel había sido matricero, tenía experiencia en frigoríficos, laboratorios, había dirigido una herrería, sabía hacer de todo. Papá Fort puso un buzón de sugerencias en la fábrica y Miguel sugirió. Así entró en el radar del dueño. Era un obrero inteligente, capacitado, reflexivo: hacía propuestas, podía dirigir la producción. Lo ascendió. Le puso 20 personas a cargo. Siempre lo trató bien.
Miguel estaba tan agradecido que trabajaba como un condenado. Tiraba jornadas de 12 a 16 horas. Le pasaba plata a la hermana con eso. Y capaz que pensó que estaba por arriba de sus compañeros, ("él nos pedía que botoneemos a los compañeros, que le informemos de todo", me dijo, en referencia a Fort). Capaz que Miguel pensó que al patrón le importaba, capaz que pensó que podía "salvarse solo", capaz que no se encontró o rechazó encontrarse con los trabajadores y las trabajadoras que se organizan en la alimentación. La cosa es que, con el tiempo, reventó. No por tener una pizquita de la buena del patrón dejó de reventar. Reventó como cualquier obrero. Su salud se deterioró. Empezó a tener convulsiones. Empezó a ver cosas. Pasaron cosas. Manifestaciones. Premoniciones… “Después de eso me hice metafísico y me puse el taxi”.
En fin. Anoten: Carlos Fort, Roggio, Techint… Hay varios, pero no son tantos. Ahí hay que ir a reclamar. Y ya que estamos, además de exigir el aborto legal para todes, abortemos el capitalismo, abortemos eso que destruye la vida y las cabezas de los migueles del mundo. Abortemos eso y en una generación resolvemos el problema. ¡Que sea ley!
Cecilia Rodríguez
Militante del PTS-Frente de Izquierda. Escritora y parte del staff de La Izquierda Diario desde su fundación. Es autora de la novela "El triángulo" (El salmón, 2018) y de Los cuentos de la abuela loba (Hexágono, 2020)