Las imbatibles tasas de crecimiento económico de China, gracias a las cuales va camino a superar a EE. UU., han ido de la mano de la transformación del gigante asiático en la mayor usina de daño al medio ambiente. El último libro de Richard Smith recorre las facetas del desastre ambiental del “modelo Chino”, y desentraña las condiciones de la sociedad que ha logrado multiplicar los devastadores efectos del capitalismo sobre el planeta.
El libro China’s Engine of Enviromental Collapse [1] (El motor de colapso ambiental de China), de Richard Smith, muestra el “lado B” del acelerado crecimiento económico de China, que es la destrucción ambiental que lo acompaña.
En su libro Richard Smith caracteriza a China como “una paradoja de la crisis climática” (xiv), que al mismo tiempo que pretende ubicarse como principal garante e impulsora de las iniciativas acordadas por los Estados para responder a la crisis climática [2] –compromisos de muy dudosa efectividad en la mayoría de los casos–, es por el tamaño de su economía y los rasgos de su crecimiento el país que está liderando la destrucción del medio ambiente. China está entre los países que más paneles solares y turbinas eólicas tienen instaladas, que representan el 30 % del total mundial; e invirtió en energías renovables y autos eléctricos más que el resto de los países del mundo sumados. Pero China también duplica al día de hoy las emisiones de dióxido de carbono (CO2) del país que le sigue en el ranking, EE. UU., y es responsable del 30 % del CO2 liberado a la atmósfera. En 2018 las emisiones de CO2 en China equivalieron a las de los 5 países que la siguen (EE. UU., India, Rusia, Japón y Alemania) aunque su población es del 68 % de la de los mismos, y el PBI 32 %.
Las emisiones de CO2 que agravan el calentamiento global son apenas una de las facetas del impulso destructivo que conlleva el desenfrenado crecimiento de China; otras son la contaminación de los ríos y el aire irrespirable en las ciudades, la acumulación de chatarra tecnológica, o la destrucción de bosques y otros espacios naturales para construir ciudades que permanecen casi deshabitadas. En las páginas de China ‘s Engine… tenemos infinidad de postales sobre la acumulación de chatarra tecnológica, el vuelco indiscriminado de químicos tóxicos en áreas rurales y urbanas, la multiplicación de uso de fuentes energéticas decimonónicas, por solo nombrar algunas.
Las tasas de incremento del PBI –hasta hace algunos años arriba de dos dígitos y en los últimos años entre 6 y 7 %– que causan envidia en los gobiernos de otros países y permiten atraer capitales ávidos de ganancia de todo el mundo, que es la fuente de sustento de las ambiciones de proyección de poder global del PCCh, son un elemento de primer orden para explicar la daños a esta altura irreparables en el ambiente. Pero la magnitud de la huella dejada por la transformación de China no se explica simplemente por la magnitud y rapidez del proceso, que multiplicó por 40 el tamaño de su economía desde 1978. La escala en la cual China absorbe recursos para sostener este crecimiento, invierte en infraestructuras imposibles de utilizar (y “descartables” en una medida que no tiene comparación) y es incapaz de establecer el cumplimiento de los objetivos definidos en el máximo nivel de gobierno en materia de sustitución de fuentes energéticas, todo responde para Smith a las singularidades de la formación económico-social china. El libro apunta a explicar esta especificidad China que en opinión del autor tendría como efecto un daño ambiental aún más potente que el que caracteriza de por sí al capitalismo.
El “precio” de China
Richard Smith arranca su libro abordando un aspecto crucial que en el resto del trabajo tiende a quedar un poco desdibujado: el enorme rol del capital imperialista en moldear “el motor del colapso ambiental” en China. Como discutimos en otra oportunidad, China se caracteriza por el fuerte peso que mantienen las grandes firmas extranjeras multinacionales en su comercio exterior. Es decir, que al mismo tiempo que los líderes de China muestran cada vez más ambiciones de disputar el liderazgo global, el país sigue siendo una fuente de importantes ganancias para el capital extranjero, que produce desde allí para exportar a todo el planeta.
Destacar el rol jugado por China como pulmón del capitalismo desde los años 1980 no es decir nada nada nuevo a esta altura. Pero Smith destaca que esto no se debe exclusivamente a la vasta disponibilidad de “trabajadores ultrabaratos semicoercionados” (2) que hicieron posible al capital extranjero que se radicó en el país obtener una formidable disminución de sus costos.
Una disminución adicional de los costos de producción del capital trasnacional en China se debió al “desprecio por, o falta de gasto en, protección ambiental” que caracterizó al PCCh en pos de atraer inversiones (3).
El “precio de China” se debe a la libertad de los inversores de contaminar tanto como a su libertad de explotar fuerza de trabajo ultrabarata. Numerosas industrias –química, plástica, curtiduría, enchapado de metal, pintura, tintura textil, electrónica, y otras– se radicaron en China mayormente para escapar de regulaciones ambientales y sanitarias “opresivas” en EE. UU., Japón, y Europa (3).
Producción y consumo, como señala Marx en la introducción a los Grundrisse, constituyen una “unidad diferenciada”, y lo que ocurre en un terreno está íntimamente relacionado con lo que ocurre en el otro, al cual a su vez determina. El abaratamiento de mercancías que la relocalización en China permitió a las firmas líderes de las principales cadenas de valor mundiales, que fue de una magnitud no vista “desde la revolución industrial” (10), contribuyó a la modificación en los patrones de consumo que observamos durante las últimas décadas. Lo que habían sido bienes de consumo durables –zapatos, vestidos, muebles, accesorios, electrónicos del hogar y la oficina– fueron reemplazados “con desechables baratos o rápidamente obsolescentes” (10). Con esta “revolución de los descartables”, toda una serie de sectores dedicados a la reparación de estos bienes durables también fueron barridos, ya que “se volvió más barato tirar y reemplazar que reparar”. Esto vale para todo, desde las prendas de vestir (en 1960 una persona estadounidense promedio adquiría 25 prendas anuales gastando USD 4.000, hoy gasta USD 1.800 pero compra 70 prendas), y los muebles (el gigante IKEA está construido sobre la premisa del descarte), hasta los celulares.
Gracias al “precio de China” se redujo el precio de venta de la mayor parte de las manufacturas industriales, lo que a la vez dio lugar a un cambio en los patrones de consumo. Bienes que antes podían ser considerados durables hoy tienen una vida mucho más efímera –algo necesario para poder seguir vendiendo todo lo que sale de las fábricas. La consecuencia es una multiplicación de los recursos consumidos para sostener este aumento del consumo per cápita –muy desigualmente distribuido entre países y dentro de cada país– y de la contaminación generada por los procesos industriales y la multiplicación de desechos que conlleva el descarte. Tomemos el ejemplo de la industria textil, que Smith detalla. El algodón requerido para producir una remera requiere 2.700 litros de agua (lo que una persona bebe en 2 años y medio). Las fibras sintéticas con las cuáles el algodón es sustituido, demandan menos agua pero producen otros daños al medio ambiente, como más que duplicar las emisiones de carbono que genera la producción de una remera de algodón (12).
No hay ninguna razón técnica por la cual estos artefactos [computadoras y smartphones; NdR] no puedan ser producidos como manufacturas durables –mejorables, reparables, rearmables, plenamente reciclables– de tal forma que puedan durar décadas, en vez de ser diseñados para ser tirados y reemplazados cada dos años. Lo mismo vale para los frágiles electrodomésticos de plástico, los muebles de madera aglomerada IKEA, los zapatos que no se pueden volver a poner en la suela, la ropa de H&M tan barata que no vale la pena el costo de la limpieza en seco, etc. (15).
Pero más allá de las (sin)razones técnicas, el capital, empujado a la búsqueda de mejorar la rentabilidad aniquilando costos, convirtió a la industria descartable en la única alternativa, y China fue una pieza central para hacerla posible.
Los líderes del PCCh convirtieron a China, para cimentar su ascenso económico, en un territorio de dumping ambiental. China es la única entre las grandes economías a las que superó por tamaño de su PBI (Alemania o Japón) o va camino de hacerlo (EE. UU.) [3] que tolera semejantes niveles de degradación ambiental, realizada no solo por sus empresas privadas y estatales, sino también por las grandes firmas imperialistas.
De esta forma, el “colapso ambiental” en China habla del funcionamiento de todo el sistema capitalista mundial, algo que Smith señala inicialmente pero que tiende a quedar en parte desdibujado en el resto de su libro, cuando analiza las “características chinas” que, en su opinión, agravan todavía más los rasgos que caracterizan al capitalismo. Después de apuntar a este rol que tuvo la reconfiguración capitalista mundial sobre China, en el resto del libro el eje pasa a estar puesto en cómo los problemas ambientales se agravaron allí por el hecho de no ser una formación capitalista, sino algo diferente.
Te puede interesar: China y el imperialismo: elementos para el debate
Crecimiento ciego
Al día de hoy la mayor parte del PBI de China lo explican todavía los sectores de propiedad estatal, más allá de la gravitación creciente que alcanzaron los sectores capitalistas durante las últimas décadas.
Lo que guía la conducta de los administradores de las empresas de propiedad estatal (EPE) y a los funcionarios provinciales y municipales que llevan adelante grandes proyectos de infraestructura o estimulan la radicación de industrias en el territorio que administran, es el crecimiento sin límites, ya que “no se detienen cuando han producido lo suficiente” (21). La producción en China demanda además más recursos en proporción al valor generado: hace unos años el consumo energético por dólar de PBI era 7,9 veces más que el de Japón y 3,9 veces más que el de EE. UU., mientras que el gasto de agua era respectivamente 5,6 y 2,9 veces más. Esto es así porque, si bien China ha ido cerrando la brecha de productividad con las economías más ricas, sigue estando muy por detrás en numerosos sectores. Esto significa que por cada unidad de producto demanda más trabajo, pero también que consume más recursos. Además, “desde el comienzo el boom de inversión estuvo caracterizado por la sobreproducción, el derroche libertino de recursos y energía, y la contaminación innecesaria” (21). A pesar de algunos esfuerzos del gobierno central por limitar algunas de las peores acciones de daño ambiental de firmas estatales o privadas o niveles inferiores de gobierno, esto no cambio, sino que siguió agravándose a medida que aumentó el tamaño de la economía. China tiene hoy el 18,5 % de la población mundial, pero consume el 32 % de las principales materias primas industriales (cemento, minerales metálicos, minerales industriales, combustibles fósiles y biomasa). En el caso del carbón, el consumo de China es la mitad del total mundial. Ni falta hace decir las consecuencias devastadoras de esto último para la emisión de CO2.
Urbanización descartable
Desde la Gran Recesión de 2008 a esta parte, cuando el motor exportador de China perdió empuje, el ímpetu de la infraestructura y urbanización que ya era potente alcanzó niveles de hipertrofia. La creación de ciudades para millones de personas que solo llegan a ser habitadas por algunos cientos de miles se volvió una postal que recorre toda la geografía del país. Junto con ella, se construyen vías de tren, estaciones ferroviarias, locomotoras ultrarrápidas, autopistas para automóviles, que permanecen completamente subutilizadas a pesar de los recursos que implica su construcción y sostenimiento.
Pero no solo esto, la “gran invención de China”, como la llama con ironía Smith, ha sido la construcción en gran escala de viviendas “descartables”. Esto se debe, en primer lugar, a los materiales utilizados. De todo el concreto que vuelca China cada año en edificaciones, una proporción significativa es de calidad defectuosa. Los edificios se construyen rápido, pero están destinados a durar no 50 o 70 años, sino 20 o 30, y “presentan riesgos de seguridad constantes” desde que son estrenados (41). A medida que los desarrolladores se alejan de las principales ciudades, donde se reserva el lugar para los mejores constructores, los controles se relajan y “la calidad cae” (40).
Las edificaciones están hechas para durar algunas décadas, pero incluso eso resulta demasiado para la vocación “haussmaniana” de las autoridades locales. La “demolición ciega” suele alcanzar a edificios relativamente nuevos, de 10 años o menos. La urbanización permite a las autoridades municipales, que administran la tierra de propiedad estatal, un rápido enriquecimiento a costa de la “desposesión” de los residentes, en la mayor parte de las veces campesinos relocalizados a la fuerza que no cuentan con recursos para comprar las viviendas que se construyen en las tierras de las que son desalojados. Pero hacer este negocio una vez, no es suficiente. En muchas ciudades los intendentes “transformaron este monopolio del poder y propiedad en una máquina de movimiento perpetuo de despojo-demolición-construcción-despojo-demolición-construcción sobre el mismo pedazo de tierra, con todo el desplazamiento, despilfarro (y lucro) que ello conlleva” (114).
Sobre esta combinación entre edificación defectuosa y remodelación recurrente se asienta lo que puede caracterizarse como “urbanización descartable”, en una traslación de los patrones que caracterizan al consumo capitalista de mercancías al tejido territorial. Como observa Wade Shepard:
Los chinos han aplicado el estímulo económico de la cultura del consumidor a urbanización; estas nuevas y brillantes ciudades que están surgiendo en todo el país son como refrigeradores nuevos que están diseñados para averiarse después de unos pocos años de uso, por lo que usted tendrá que salir y comprar uno nuevo –obsolescencia incorporada en la planificación urbana [4].
¿Dónde está el motor del colapso ambiental?
La segunda mitad de China‘s Engine… está dedicada a mostrar cómo las raíces de las tendencias analizadas hacia un colapso ambiental dramático se encuentran en el “modo de producción” de China.
Smith habla de China como un “sistema híbrido”, una fusión de capitalismo y colectivismo burocrático. Este estaría dominado por tres imperativos, que son el resultado del objetivo de mantener “la seguridad, el poder y la riqueza de la burocracia del partido” (91). Los tres impulsores son:
• maximizar el crecimiento y la industrialización autosuficiente;
• maximizar la generación de empleo;
• maximizar el consumo y el consumismo (92).
El colectivismo burocrático nunca es definido conceptualmente en las páginas del libro, a pesar que desde el inicio el autor presenta como uno de sus aportes el estudio de China a partir de una teoría de los modos de producción inspirada en las elaboraciones y enseñanzas de Robert Brenner. Como señala Claudia Cinatti la tesis del colectivismo burocrático surgió en los años 1930 en la discusión sobre las bases sociales de la URSS burocratizada, siendo era otra variante de las teorías “que afirmaban que la Unión Soviética era una sociedad reaccionaria dominada por relaciones de explotación y que la burocracia stalinista, a través del control de la producción por medio del Estado, se había transformado en una nueva clase explotadora”. La consecuencia de caracterizar a la URSS como un colectivismo burocrático, era renunciar a la defensa de la propiedad nacionalizada de los medios de producción como un aspecto progresivo a ser defendido contra la restauración capitalista, levantando contra la burocratización un programa de revolución política, como formuló León Trotsky en los años 1930.
Esta noción de que habría una clase dominante y explotadora, que no es capitalista sino colectivista burocrática, traslada Smith a China: “la clase dominante de China consiste en los rangos superiores del Partido nomenklatura –las pocas docenas o quizás algunos cientos de familias en el pináculo del poder” (126). Si desde 1949 China fue gobernada por “una aristocracia político-militar-burocrática”, hoy la dirigen sus hijos, y pronto serán sus nietos, afirma.
Al destacar como dominante este elemento “colectivista burocrático”, la principal tesis de China‘s Engine… es que la dinámica desenfrenada de China no puede entenderse por los mecanismos capitalistas de producción de valor y acumulación, sino que sus motores estarían en otro lado.
Las empresas estatales de China no viven y mueren según las reglas del mercado. A pesar de todas las reformas de mercado desde 1978, el gobierno no ha permitido ni a una gran empresa estatal fracasar e ir a la quiebra, no importa cuán ineficiente sea, no importa cuán endeudada, porque esas industrias tienen un propósito diferente. Ellos no existen solo para ganar dinero. Existen para cumplir los deseos del liderazgo del Partido Comunista de China, especialmente porque contribuyen la sustitución de importaciones y a la industrialización nacional. Por tanto, la economía estatista de China se maneja por diferentes leyes de movimiento, diferentes motores.
En más de una ocasión Smith queda al borde de afirmar que la existencia de más mecanismos de mercado en China podrían remediar algunas de las peores tendencias ambientales, frenando por ejemplo una sobreproducción que se mantiene aunque no haya mercado para la misma, cosa que las firmas capitalistas frenarían ante el impacto negativo sobre su rentabilidad. Pero la respuesta capitalista como muestra en otras partes del libro lejos está de este tipo de racionalidades.
Smith sostiene desde el comienzo que “la economía híbrida de China no puede ser entendida como simplemente capitalista, o incluso como capitalista de Estado” (24). Esto es correcto si con ello se quiere señalar que la dinámica de la formación económico social China y sus contradicciones no se explican exclusivamente como resultado del desarrollo capitalista que se ha ido profundizando con sucesivas oleadas de reformas desde hace 40 años. Pero no lo es si se quiere subestimar la importancia creciente de esta integración de China en el capitalismo global como elemento que moldea todo el funcionamiento de su economía, que es a donde pretende apuntar Smith. En nuestra opinión el desarrollo capitalista se convirtió en un gravitante central de la formación económico social China, no obstante lo cual el PCCh sigue erigiendo algunos límites a la plena operación de la ley del valor dentro de su economía, aunque al precio de agravar distorsiones como la generada por el gigantesco endeudamiento de las empresas de participación estatal. Las tendencias al colapso ambiental son resultado de la restauración capitalista en China, aunque las mismas puedan ser agravadas además por las “características chinas” de este proceso, es decir, por el accionar del PCCh en los distintos niveles de gobierno y las empresas que este maneja.
El planteo de que estaríamos ante una “hibridación” entre capitalismo y colectivismo burocrático plantea más problemas de los que resuelve. Es cierto que Smith no retoma los argumentos de quienes sostenían que el colectivismo burocrático era una forma superior al capitalismo, lo cual planteaba la dificultad, como sostiene Cinatti, de “explicar cómo esta supuesta ‘nueva clase’ estaba desesperada por abandonar esa condición y transformarse en ‘vieja clase capitalista’”. Pero tampoco explica Smith de ninguna forma convincente por qué el afán de la clase “colectivista burocrática” de introducir las reformas pro capitalistas.
Creemos que las contradicciones de China se comprenden mejor como el resultado de un proceso de restauración capitalista iniciado a finales de los años de 1970 en lo que era una sociedad de transición, bloqueada desde el inicio por el rol de la burocracia, del capitalismo al socialismo. La revolución de 1949, dirigida por el PCCh a través de un partido ejército de base mayormente campesina y semiproletaria (es decir sin protagonismo de la clase obrera), había dado lugar desde el inicio de un Estado obrero burocráticamente deformado, apoyado, eso sí, en la liquidación de la burguesía como clase (y la expulsión del imperialismo) y en la propiedad nacionalizada de los medios de producción. Las reformas iniciadas por Deng han reintroducido los elementos capitalistas y liquidado gran parte de esta herencia de la revolución. El peso excluyente del PCCh en el régimen político y la fuerte participación estatal en la economía marcan aspectos específicos del proceso, y explican algunos límites a la operatoria plena de la ley del valor capitalista dentro de China, no obstante lo cual es indiscutible la impronta capitalista en este desarrollo “desigual y combinado”.
Te puede interesar Los contornos del capitalismo en China
Más allá de esta importante cuestión sobre las bases sociales de la China actual en la que la respuesta de Smith no nos parece satisfactoria, resulta muy ilustrativa la radiografía de cómo los imperativos mencionados más arriba, sumados a la multiplicación de instancias de decisión en cada nivel de gobierno, produce resultados que escapan completamente al control de Beijing. La disputa por recursos y radicación de proyectos entre los gerentes de las empresas de participación estatal y los gobiernos municipales, provinciales y ministerios nacionales “configura el patrón general de desarrollo de la economía de China, potenciando tendencias a la redundancia, duplicación, irracionalidad inversión y desperdicio” (96). Cada funcionario local
ve a sus vecinos como competidores en un juego de suma cero de competencia por los desembolsos del Estado central, la ganancia de cuotas de mercado y las promociones. Están incentivados para construir su propia “minieconomía” más o menos autosuficiente. Incluso si esto significa invertir en plantas ineficientes a pequeña escala con tecnología obsoleta que produce productos inferiores y genera contaminación excesiva (102).
El resultado es la multiplicación de empresas que fabrican de todo, desde automóviles hasta paneles solares o turbinas eólicas. Incluso se multiplican las aerolíneas locales (hay 30 casi una por cada provincia). Del libro surge una imagen bastante diferente del poderío de Beijing para concertar recursos en aras de un plan centralizado de crecimiento. Por el contrario, apoyado en las directivas hacia el crecimiento que emanan del poder central, cada repartición disputa por el acceso a la mayor cantidad de recursos para estimular el crecimiento en su territorio produciendo lo que sea, aun al precio de fuertes deseconomías de escala: “funcionarios locales con capital limitado pero buscando para beneficiarse de industrias particulares a menudo construyen plantas de un nivel subóptimo escala, duplicando lo que construyen sus vecinos” (105). Esto ocurre en el sector automotriz, el acero, cemento, refinación de petróleo, aluminio, fundición de zinc, etc. “Plantas subóptimas que utilizan tecnología y procesos industriales anticuados que en algunos casos datan del siglo XIX y principios del XX tanto desperdician recursos como generan una contaminación excesiva” (105). Cuando se trata de producción y construcción, “el gobierno de China hace las cosas como ninguna otra nación en la Tierra, y a ‘velocidad china’”. Pero “cuando se trata de suprimir la sobreproducción, la sobreconstrucción, la contaminación o encarar la transición a la energía solar y eólica, extrañamente los mandatos del gobierno a menudo caen en oídos sordos, ya sean ignorados o desafiados” (119).
Activar el freno de emergencia
En los capítulos finales, Smith discute los realineamientos urgentes que debería encarar el sistema productivo de China para evitar el colapso ecológico al que está empujando al planeta. Estos abarcan desde drásticas modificaciones de su matriz energética, empezando por la eliminación de todas las plantas de generación de energía basadas en carbón que puedan considerarse no esenciales y acelerar la transición para sustituir las que hoy no puedan cerrarse [5] hasta la lisa y llana abolición de la producción de “productos descartables”, pasando por la consolidación de industrias como la automotriz o la aviación para poner freno al desperdicio innecesario creado por la falta de economías de escala. También apunta a una parada de emergencia de sectores no esenciales de industrias altamente contaminantes como la química. “Deben abolirse siempre que sea posible y reemplazarse con no tóxicos, mientras que aquellos que necesitamos para aplicaciones críticas deben ser controlados rigurosamente por reguladores independientes” (174). Y finalmente, abandonar la “urbanización descartable”, yendo incluso a un replanteo de la urbanización sin freno que viene teniendo lugar.
Si bien Smith señala a lo largo del libro que el componente “colectivista burocrático” de la sociedad china es responsable de la multiplicación de las aberraciones climáticas que superan a las de los países capitalistas, no deja duda de que no puede haber ningún remedio capitalista a los males que aquejan a China.
...el capitalismo, el capitalismo democrático o incluso el “capitalismo verde” no son soluciones para la crisis ambiental de China, porque en todo el mundo el capitalismo democrático y el capitalismo verde se están precipitando junto a China por el precipicio a la extinción […] Bajo el capitalismo, maximización de beneficios es una regla de hierro que triunfa sobre todo lo demás. Pero esto significa que mientras la mayoría de la economía mundial se basa en la propiedad privada y la producción competitiva para el mercado, estamos condenados al suicidio colectivo. No hay suficientes retoques en los marcos del mercado que puedan frenar el impulso hacia el colapso ambiental y ecológico global. No podemos abrirnos camino hacia la sostenibilidad porque los problemas que enfrentamos no pueden resolverse mediante elecciones individuales en el mercado. Ellos requieren un control democrático colectivo sobre la economía para priorizar necesidades de la sociedad y el medio ambiente (193).
Por eso, el libro concluye con un llamado a que “el pueblo chino vuelva a ponerse de pie. El destino de su nación y el destino del planeta depende en gran medida de ellos” (196). Señala que “la solución para China, y para el resto del mundo, es democracia ecosocialista, no democracia capitalista” (194). No termina de quedar claro qué valores concretos adquiere esta formulación para Smith y como piensa cualquier transición hacia el ecosocialismo, problema que se deriva de su adopción de la teoría del colectivismo burocrático. No parece haber en su planteo una alternativa superadora de lo que está presentado como lo malo (el capitalismo) y lo peor (el matrimonio de capitalismo y colectivismo burocrático). En esta encerrona termina un trabajo que, por lo demás, presenta una radiografía descarnada sobre el curso destructivo del medio ambiente en el que está embarcada China, que es la contracara su “ascenso” económico.
Te puede interesar: El capitalismo destruye el planeta, destruyamos el capitalismo
COMENTARIOS