Un retrato de Ciudad Juárez, la de las maquilas y los feminicidios, desde la mirada de una maestra de la coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE).
Martes 19 de septiembre de 2017
Pareciera que Juárez no tiene límites y se asemeja tanto a la fotografía apocalíptica de la saga Mad Max: un desierto asolado y polvoriento propio de una pesadilla perpetua. Al andar por sus asfaltos interminables pensados para el automovilista, nunca para el transeúnte, me llena una sensación que ya no podré quitar: Ciudad Juárez es grotesca, fea y noble.
Ciertamente, Juárez, considerada como una de las ciudades más peligrosas del planeta hasta hace poco tiempo, los habitantes habían logrado adueñarse nuevamente de una mínima y relativa sensación de quietud. Sosiego que se fue al carajo luego de que hombres armados [inserte aquí cualquier asesinato reciente] de los que no se supo y no se sabrá. Una genuina injusticia.
Así, en la frontera legendaria por sus traficantes y sus maquilas (mano de obra barata femenina, con pésimos salarios y peores condiciones), el pánico es parte del paisaje: una tierra caliente por donde se le vea –el sol pega de lleno, iracundo– y el ambiente pese a sus hermosos cielos incendiados al atardecer de añil, violeta y rojo, huele a sangre y a drenaje literalmente.
Igual que Tijuana, Nogales y Reynosa, Ciudad Juárez es frontera, o sea American´s back door. Es peliculesco, que un río seco y un muro de concreto dividan la realidad mexicana del brillante y atractivo suelo de los Estados Unidos. En la fila de los puentes internacionales, con ambas vistas contrastantes, siento coraje luego desamparo y finalmente tristeza. Pero siempre, con la mandíbula apretada, impotencia. Esta generosa ciudad es amargamente célebre debido a la vergonzosa cantidad de feminicidios, muchos con huellas de tortura y agresión sexual, rodeada de una impúdica impunidad. Aquí, en cualquier punto de Juárez, en una noche sin fecha, una mujer puede evaporarse como una bocanada de humo. Desde enero del 93 a la fecha, se estiman más de 700 “muertas de Juárez”, pero esas son solo las cifras oficiales, las de los discursos, jamás las otras, las reales, las de Praxedis, de Lote Bravo, de Lomas de Poleo.
Pero vaya, Juárez es tierra de oportunidades y la vida sigue su curso. Las tiendas abiertas, los ruteros como si transportaran vacas, las abuelas dando la bendición en las puertas de las escuelas. Y eso hace que sea más hiriente. Todo esto, que se grita pero preferimos desoír, se respira, tiene sabor. Los juarenses y arrimados –como yo- nos acostumbramos a condiciones extremas, experimentando una extraña mezcla homogénea de resignación, cotidianeidad y miedo. La vida siempre es más dura en el desierto, ajá, pero no deja de ser vida. Exactamente por ello, antes de sorprender, toma sentido que una ciudad tan golpeada por la ineficacia de un gobierno corrupto sea a la vez un lugar tan lleno de vida. A primera vista es obvio que la ciudad está devastada por el crimen y por una burlona serie de obras públicas a medio hacer que hieden a rapiña. En mi compañero del momento, Las ciudades invisibles, Calvino describe un lugar como este: “es una destrucción sin fin ni forma y su corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio”.
Mientras Juárez está rota y adolorida, nosotros comemos burritos en el recreo. Unos alumnos alegremente me muestran canciones de Porta, Zmoky, el Cartel y Adán Zapata, otros me cuentan de[...]. Y yo estoy alerta a las inclementes tolvaneras que nos llenan de arena la boca, los ojos y hasta la… Sin querer ni poder reflexionar en la nulidad de la frase, finalizan repitiendo la sentencia dicha hartas veces por sus padres: “Aquí es seguro hasta que pasa algo, maestra”.
Juárez es un lugar extraño, como el resto del México lindo y herido. Por su continuo flujo de brutalidad, de contradicción, de piedad, de miseria. Juárez, en medio del vacío que la consume y la calcina, es también vitalidad y ternura.
(Escrito en mi segundo año de llegar a Juárez).